Existen ciertas palabras (no estas, otras) que en nuestra mente se conciben, se combinan y conjugan de manera recurrente.
Día tras día (y principalmente en las noches) las frases se van armando y desarmando, como si de una danza infinita se tratara, en busca del sentido y la forma más exactos.
Cuando parece que ya han encontrado su composición definitiva, vuelven a reorganizarse al son de una voz distinta (cada vez es otra voz, pero todas me pertenecen).
Porque (a veces, no siempre) si importan los detalles: de figura y de fondo, de sentido y sonido, de intenciones primeras y segundas.
Pero esas palabras (esas, no estas) nunca han de ser por mí pronunciadas ni escritas: en el mundo exterior se marchitarían en un instante; su condición de mantra íntimo tornaría en burda letanía.
Se volverían inmutables (¡qué espanto!), cosa dicha, tinta sobre papel, unos y ceros en otras memorias que no son del todo mías.
Si las recuerdo, vivirán y morirán conmigo (si las olvido, recordaré al menos el gozo de saber que han existido).