Custodios.

Desde la ventana veo el parque. Lo veo bien, no hay una calle de por medio, sino apenas un caminito de concreto, peatonal y ni siquiera tan usado. Por eso la vida del parque es parte de nuestros días. No tenemos cortinas, no podemos evitarlo. Por eso puedo decir exactamente cuando llegaron los pozos: hace tres semanas y dos días.

Llegaron las cuadrillas y se pusieron a cavar. Unos doce pozos en todo el parque, muy prolijos, como de sesenta por setenta, y tal vez ochenta de profundidad. Obviamente, no todos aparecieron el mismo día. Una semana les llevó, al menos, terminar las tareas de cavar y rodear cada pozo con las cintas rojas y blancas de seguridad.

Ya viendo la distribución de los pozos, y conociendo la realidad de este parque olvidado de todos, no fue tan difícil adivinar que eran pozos para colocar columnas de luz, cosa que a todo mundo – o casi – haría muy feliz. Hasta aquí, pura algarabía y entusiasmo por las buenas nuevas.

Pero la cosa es que cada día, luego de ya estar bien cavados los pozos, llegaban las cuadrillas a… custodiarlos. Por cuatro o cinco horas, ahí parados, junto a un pozo o el otro, esperando quién sabe qué. Sacando del pozo, por hacer algo de rato en rato, la tierra que la lluvia de cada día volvió meter; arreglando las cintas plásticas que la intemperie ha deteriorado o algún pillo rompió al pasar; fumando un cigarrillo o filosofando sobre la vida. O dándole compulsivamente al celular, jugando, chateando o navegando por el mundo tan poco extraño de facebook. Pero principalmente custodiando los pozos, cuidándolos, como si algún tesoro secreto hubiera escondido allí, o como si existiera la remota posibilidad de que se escaparan de su lugar…

Así, día tras día, desde hace más de dos semanas. Esperan, supongo, que lleguen los postes que no llegan. Mientras tanto, dos rectángulos más han aparecido marcados con cal, señal de que nuevos pozos llegarán en breve. Tal vez sea porque van a poner más luces. O porque ya no saben que hacer los custodios con tanto tiempo de no hacer nada con la pala en mano. Como sea, al parque le viene bien que le remuevan un poco la tierra, tan apisonada por años….

Instrucciones para ir a hacer los trámites y volver a casa.

Salir de casa (mi casa, la de aquí) y caminar unos seiscientos metros hacia la derecha, en caso que se esté mirando hacia la calle, siguiendo la avenida. O hacia el este, que es una referencia más universal. Por ahí está la entrada a la estación de metro. Esa que parece, como todas, una boca abierta desde las entrañas de la Tierra. Un boca o un culo, depende de la perspectiva y el humor de cada quien. Lo siguiente, obviamente, es bajar la escalera de ingreso – egreso, que en este caso es de ingreso. Luego de pagar, bajar la siguiente escalera, del lado que indica la dirección hacia el norte. Claro que bajo tierra, nada delata como se acomodan los puntos cardinales. Por eso, mejor fijarse antes en el plano esquemático de la red de metro que hay junto a las escaleras. De hecho, es sabido, cuando llegue el tren irá primero un poco hacia el oeste, y luego girará mas o menos hacia el norte. En la octava estación contando desde donde se abordó, es donde hay que bajar. Ahí, justamente, se cruza con otra linea. Hay que prestar mucha atención, leer todos los carteles, todas las indicaciones. Porque además de muchos caminos, muchos pasillos y escaleras, hay también mucha gente. Siempre. A continuación se debe tomar un tren, de la otra linea, que nos lleve tres estaciones hacia el este. Ahí la cosa se pone más difícil aun, pues es la intersección de tres lineas. Llegado a este punto hay que escoger  un tren que vaya nuevamente hacia el norte, hacia el norte-norte, no hacia el norte-este, otras tres estaciones. Y ahora sí, es hora de emerger. Volver a la superficie, al aire fresco aunque no sea puro, de la superficie. Porque no importa que temperatura haga en la ciudad, en el metro siempre hará calor, y casi siempre será bastante sofocante.

Saliendo del metro, hay que enfilar hacia el oeste (si hay sol y es, por ejemplo, de mañana, hay que ir hacia donde se alargan las sombras) y caminar por la avenida unas catorce cuadras. Como la avenida es una hermosa avenida con una ancha plazoleta muy arbolada al centro, es muy probable que sea una agradable caminata. A mitad de camino se reconocerá una plaza medio redonda, que algunos llamaran rotonda, y otros glorieta. Eso indica que se va por el buen camino. Esas catorce cuadras son más bien cortas, no debe nadie asustarse de caminarlas. Al cabo de ese recorrido, se encontrará con otra avenida que la cruza, y ahí hay que doblar a la derecha, o sea, otra vez al norte, dos cuadras más, que esta vez sí son cuadras largas, pero son solo dos. Llegará a otra avenida, otra vez doblará, pero esta vez hacia la izquierda, o sea, hacia el oeste, pero solo una cuadra y media, ahí mismo, a la izquierda, esta el edificio donde debe realizar los famosos trámites. Se reconocerá por su porte institucional, por la cantidad de gente hablando en distintos idiomas en la explanada de ingreso, y por un cartel grandote que indica el nombre y la función del lugar. Puede ser que los trámites lleven diez minutos o cuatro horas. Lo más probable es que tome cuatro horas el primer día, y se deba regresar al día siguiente. Ese día siguiente puede llevarle dos horas o diez minutos. Sea cual sea el caso y el resultado de la jornada, el camino de regreso es el mismo que para llegar, pero a la inversa. Claro que siempre se puede variar un poco. Opciones hay. Siempre hay. Incluso tomarse un taxi es una opción.

Las vecinas

(Antes que nada, quiero dejar en claro que el texto a continuación es pura ficción, de verdad lo digo, es pura mentira. Cualquier similitud con personajes y situaciones de la vida real es pura casualidad, se los juro. No vayan ustedes a creer ni una palabra, por favor. Por favorcito, de corazón se los pido…)

No voy a nombrarlas. Porque no corresponde. Pero además, porque no me sé sus nombres. Los escuché un par de veces, pero no los retuve. Y como sea, no voy a nombrarlas, no vaya a ser que, por esas cosas de la vida, un día lean esto. No voy a nombrarlas, no vaya a ser que se den por aludidas, y mi integridad corra peligro. Mis vecinas, las brujas malas, son gente de temer.

Sé perfectamente que en general las brujas son buenas, a pesar de lo que digan los cuentos de antes. Pero no es este el caso. Aunque lo aparenten, las estas doñas no tienen nada de buenitas. Yo lo sé, porque a veces vamos a las reuniones de vecinos que se hacen, prácticamente, en la puerta de nuestra casa. En el parque del barrio en realidad, pero es casi la puerta de nuestra casa. Desde la ventana del comedor vemos que se va formando el aquelarre, y allá vamos. Con una dotación enorme de antiácidos en los bolsillos, vamos para que después no digan que nadie va, que a nadie le importa.

Estas vecinas no quieren a nadie. Ni entre ellas se quieren. Arman y desarman entre ellas frentes de acusación mutua, que ni con seis años de estudios intensivos de política internacional podría alguien entender. Tampoco soportan nada: como por arte de magia sacan sus propuestas de enrejar por aquí y por allá, indiscriminadamente, ya sea un pedazo de parque, un sector del paseo, o las mismísimas calles. Es su hechizo predilecto, su solución para todo. Eso, y poner cámaras de vigilancia en cada poste, en cada casa, y si fuera posible, en cada árbol.

Como en los cuentos, estas señoras brujas odian a los niños y especialmente odian el ruido que hacen los niños. No estoy inventando, ellas lo dicen abiertamente. Sienten repulsión por los adolescentes, para qué engañarnos, y más aún si se los ve felices retozando en el parque. A los jóvenes los odian por jóvenes, supongo. Y a los demás, a los que no son de su exclusivo club de mujeres «bien», los odian nomas por existir. Ni vendedores, ni pasantes, ni estudiantes. Ni profesores, ni mendigos. A nadie quieren cerca. Que nadie se atreva a poner pies en su reino, porque ellas, y solo ellas, tienen el poder de invocar a los poderes terrenales, pero también a los otros.

Incapaces de ponerse en los zapatos de nadie, alzan las banderas de quién sabe qué decencia ofendida, y escandalizadas se elevan sobre el resto de los mortales como las mártires del barrio; sus salvadoras, sus profetas y su única esperanza. Dueñas de todas las verdades, quien las contradiga se hará inmediatamente merecedor de todo tipo de maldiciones y tendrá que vivir temeroso de su ira de por vida.

Su séquito, sus acólitos, van aprendiendo rápido. De un año a esta parte se ven sus progresos y dan miedo. Sus rictus fruncidos de perpetua indignación van dejando huellas profundas en sus rostros. A diferencia de sus maestras, aún no saben simular simpatía proselitista y sus sonrisas forzadas intimidan y espantan.

Entre sus principales poderes, se encuentra el de transformar conceptos como el de «Espacio Público» en algo tétrico y peligroso; el de invocar los Derechos Humanos para reprimir a quien ose pisar el pasto y el de decidir, a su entera voluntad, cuando las leyes sirven y cuando no.

De verdad dan miedo nuestras vecinas; incluso sin sus poderes brujeriles lo darían. También dan vergüenza ajena y gastritis.Y aunque hay que reconocer que les sobra voluntad y cierta tipo de vocación comunal, esa voluntad y esa vocación son bastante retorcidas. Saben perfectamente, creo yo, del dilema en que nos sumergen al invitarnos a participar: si no participamos, lo dejamos todo en sus crueles manos; y si nos sumamos a su club, nos volvemos cómplices de sus acciones. Lo saben, y me atrevería a decir que lo disfrutan.

Maldito dilema bien pensado, pero así funciona la cosa. Y es una lastima que no haya nadie más por aquí, ni siquiera nosotros, que esté dispuesto a jugar el rol que ellas ostentan. Porque te da, sin duda, una cuota de poder, una cuotita, pero también algo demandante, agotador y exigente. Y te vuelven blanco de todo tipo de antipatías. Ya lo ven.

Crimen en la línea 3

No ha sucedido, pero puede pasar en cualquier momento. Es más, estoy segura que así será, tarde o temprano. Y mucho me temo que sea más temprano que tarde.

Puedo imaginar perfectamente el escenario: tercer vagón de la formación del metro, exclusivo para mujeres, en la primera hora pico del día. El ambiente es tenso, más tenso, creo yo, que en cualquier otro vagón del metro. La atmósfera es densa, cargada y recargada con el olor de los desayunos de último momento, de los perfumes y los cosméticos. La luz mortecina que ilumina el vagón es más gris que blanca, y su parpadeo sutil se suma al traquetear del vagón para darle a todas un look fantasmal.

Las que van sentadas, las menos, evitan cualquier contacto visual con el resto del universo. Tal cual dicen: ojos que no ven, obligación moral que no se siente. Por lo menos no la de dar el asiento a quien más lo necesite, que es casi la única obligación moral reclamable en estos casos. Las que van de pie han perdido toda consideración respecto al contacto físico. Los codos buscan las costillas ajenas como si de gallos de riña con espolones se tratara; los tacones se afirman con saña sobre lo que sea que haya por debajo. Todo por un poco más de lugar que, a esa hora, en ese instante, no existe.

Y sin embargo, todas las cartucheras de maquillaje están fuera, ya sean medianas, grandes o enormes, abiertas de par en par, dejando a la vista el completísimo arsenal. Cientos de espejitos (de esos que sirven para mirarse, pero también para mirar disimuladamente a los demás), reflejan y agigantan ojos y labios, arrugas y lunares, pelos y poros, granos y cicatrices. Y reflejan y agigantan también, tal vez de forma menos de evidente, una variedad de neurosis de lo más extensa.

La danza pareciera casi coordinada en ese amasijo de gente que se ignora a la fuerza. Con una mano, prendidas quién sabe de donde, y maquillándose con la otra, como si fuera lo más habitual del mundo, van construyendo su mascara capa por capa. Como si fuera lo más habitual del mundo, porque en sus vidas lo es. No importa cuanto se mueva el tren, la línea del ojo será perfecta. Son toneladas de bases y correctores, rubores, sombras, pinturas, delineadores y máscaras. Polvos de todo tipo, polvos de todos los colores. Pinceles y brochas, pinzas y rizadores de pestañas. Y también las infaltables cucharitas.

Y justamente una de esas cucharitas, creo yo, ha de ser el instrumento del crimen que tanto presiento. Una cucharita de metal, afilada de tanto rizar pestañas cada día, una inocente cucharita de café, alejada hace tiempo del destino para el cual fue diseñada.

Un día cualquiera, un día de estos, la cucharita acabará su vida de sometimiento cosmético, clavada profundamente entre las costillas de alguien. Clavada en el corazón o en el pulmón. O en la yugular, quién sabe. Y quién sabe a cuenta de qué rencores. Y será noticia, tal vez, por un ratito.

Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

No estaban muertos…

Cuando de niña escuchaba hablar de los organilleros, siempre era con un dejo de nostalgia. Para mí eran algo muy antiguo, de un pasado que era más de la infancia de mis abuelos que de mis padres. Una especie extinta, desaparecida, de un pasado remoto.

Incluso en mi ciudad, que hace un siglo ya era ciudad a su manera, había un organillero. Uno, por lo menos. En la plaza principal. Con un mono. Eso fue lo que escuché siempre en casa. Y en mi cabeza infantil lo transformé en un ser mitológico, como los colchoneros, los deshollinadores, o las vendedoras de mazamorra de los tiempos de la Independencia.

Los organilleros eran seres de una época en que la música automática era casi magia, aunque fuera tan sencillamente mecánica. Seres que le daban vuelta a la manivela y que al compás de una musiquita hacían bailar un mono. Todo por unas monedas. Y tal vez, por amenizar una tarde en la plaza, por ver las miradas fascinadas de niños y grandes, quien sabe….

Organillos y organilleros vivían, para mí, en ese mundo mágico y triste de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas que solo sobreviven en los museos, los libros y las películas. Eran de esas cosas que yo supuse que no conocería jamás, como los dinosaurios. Y eso era parte importante de su perfil romántico.

Pero pasó un día, cuando yo ya tenía más de treinta, que por esas cosas de la vida, me encontré viviendo en otra ciudad y en otro país. Y en la esquina de la nueva casa, ahí nomas, a un par de decenas de metros, en su uniforme marrón gastado, estaba dale que dale a la manivela un organillero con su organillo.

Ya no lleva un mono atado con una correa para que baile al son. Hoy no sería políticamente correcto. Pero sí lo acompaña un asistente que, gorra en mano, va pidiendo una colaboración «para mantener la tradición». Se mueve rápido por entre los automóviles en lo que dura el rojo del semáforo, entrenado el ojo para detectar desde lejos el más mínimo gesto de quien quiera dar.

La primera vez que lo ví, de alguna forma también me maravillé. Se supone que las cosas extintas no vuelven a la vida. Pero allí estaba. Y yo creí, por un momento, que tenía el honor de estar frente al último de los últimos. La música no era tan bella como imaginaba, pero la mística de los años de ser místico lo enmendaba fácilmente.

Luego, un tiempo después, alguien me dijo que solo aquí, en este lugar del mundo, quedan organilleros, y que son rigurosamente cuarenta. Y yo no termino de creerles, los hay por todas partes. En casi todos los semáforos donde se cruzan avenidas importantes. Y en el centro, en la peatonal, en los parques. Hasta sindicato tienen. Dos en sindicatos, en realidad. A mi no me joden: en vía de extinción no están, ni por casualidad.

Lo que sí me atrevo a poner en duda, fuertemente, es que aún existan afinadores. O tal vez sí los hay, y se mueran de hambre. Porque el odioso sonido de los organillos puede llegar a desquiciar a cualquiera. Empiezo a creer también, que las monedas que la gente les da es para que ya paren de una vez, para que ya no sigan. Me suena más a extorsión que a arte, ¿que quieren que les diga? Hasta me han dicho que dicen que algunos usan grabaciones. Espantosas grabaciones de espantosas melodías que ya no son las hermosas melodías que solían ser.

Y sí, a veces, con culpa, fantaseo con extinguirlos y mandarlos de nuevo allí donde vivían, el romántico mundo de las cosas de un pasado mejor, más humano. Sino a todos, al menos a aquél que se pone cada día en la esquina de casa.

Ese otro

El hombre en el parque junto a la casa.

Lo veo a lo lejos, desde mi ventana.

Ese hombre parado ahí, como una estatua.

Como una esfinge esperando su respuesta.

Como esforzándose en ser parte del paisaje.

Perdida quien sabe donde la mirada.

(tal vez mira al sudeste; esas cosas pasan)

Inmutable pero también indefinido.

Como un triste fantasma petrificado.

Como una estatua de sal o de niebla.

Tan presente y ausente en un tiempo.

Tan presente, tan pasado y tan futuro.

Tan propio, tan ajeno, tan distante.

(Yo no sé lo que espera, pero lo intuyo)

La estación obscura

Cada persona es un mundo, dicen.

Y cada estación de metro, también.

Tal vez un mundo, tal vez una galaxia.

O tal vez, quien sabe, un universo completo.

Hay muchas estaciones de metro en esta ciudad.

Ciento noventa y cinco, cuentan los que cuentan.

Yo no las conozco todas, puede que sean más.

Yo no las conozco todas, pero conozco varias.

Una, entre todas, es la que nos trae a casa.

Una, entre todas, es la que nos aleja de casa.

Una distinta a todas, la del andén obscuro.

Una que consideramos nuestra, aunque no lo sea.

Con su alta bóveda y su mural interminable.

Con sus paredes negras y su trazo sencillo.

Con sus mendigos lisiados inmutables.

Con sus vendedores de dulces inmutables.

Con su obscuridad inmutable.

El andén de la estación es obscuro.

Como las entrañas de la tierra que lo alojan.

Tiene también sus obscuras paradojas.

Lleva por ícono una brillante luciérnaga.

Linea 7

El sistema de metro de aquí es muy particular.

Las lineas tienen números y colores.

Las estaciones tienen nombre.

Y también dibujito a modo de icono.

Y lo de los iconos esta muy bien.

Bien para los que no saben leer.

Y para los somos analfabetos de pura extranjeridad.

Para los que, nomas por nombrar ejemplos,

tezozomoc, tlahuac, azcapotzalco, mixiuhca

cocuya, iztacalco, apatlaco, aculco, atlalilco,

tlahuac, tlaltenco, zapotitlan, tezonco, tomatlan,

culhuacan, mixicaltzingo, chilpancingo o mixcoac,

nos suenan a puro trabalenguas imposible.

Por eso son buenos los garabatos esos , tan universales.

Te dan una idea, se fijan en la memoria, te ayudan.

Te orden el mapa, te dan seguridad y confianza.

Salvo en la linea siete.

Esa va del Rosario a Barranca del Muerto ida y vuelta.

El icono del Rosario es un rosario, con sus cuentitas y su cruz.

Supongo que allá, saliendo de la estación, habrá una iglesia.

Siempre y en todos lados hay iglesias en esta ciudad.

Barranca del Muerto se identifica con dos zopilotes en vuelo.

O dos buitres.

Nunca llegué a ese extremo de la linea siete.

No sé que habrá bajo el sol saliendo de la estación.

Ni lo quiero saber.

Ni lo quiero imaginar.

Ojos Rojos

Ojos vidriosos, como de quien va a llorar.

O como de quien ha estado llorando mucho.

Multitud de ojos llorosos que no lloran.

Ojos rojos, secos, chiquitos y achicados.

Como de quien a fumado quien sabe qué.

Es la sequía.

También es culpa del “smoke and fog”

Pero smog siempre hay en esta ciudad.

Ciudad de decenas de millones, literalmente.

Pero los ojos rojos están más rojos hoy.

Más rojos que nunca.

Y las miradas, mas perdidas.

Por eso digo que es la sequía.

Por mas celeste que se vea el cielo.

Porque no hay lluvia que lave nada.

Ni el polvo ni esas partículas raras.

Nada.

Es la sequía.

Sequía de invierno.

Sequía que será peor en primavera.

Sequía que seca las plantas y las gentes.

Y lo ojos de las gentes que se irritan.

Y las gentes que se irritan.

Y los ojos que se ponen rojos, como los mocos.

De ciudades y monedas (BA- abr/09)

Rumbo a la parada del colectivo, no se puede pensar en nada más que en monedas. Ahora entiendo a que se referían aquellos que le llamaban el vil metal.

Día a día, esta ciudad enorme convierte a cientos de miles, tal vez de millones de habitantes y turistas, en primitivos mendigos de monedas. Paradojicamente, poco importan los billetes en la cartera. Solo si abundan, si sobran, se podrá eludir esta locura sin pesar ni sufrimiento. 

En un cálculo no poco maquiavélico, no se compra lo que se necesita o se desea, sino aquello que obligue al otro a entregarnos sus codiciadas y bien guardadas monedas. Todo un tratado de tácticas sutiles y estrategias non sanctas.

Hay tantas opciones, pero no son tantas: la ciudad es demasiado extensa. En la garita, durante la espera, ya nadie habla con nadie. En el colectivo hasta un murmurado «buen día» al chófer parece tan violento, tan fuera de lugar, que se reprime hasta el menor instinto de cortesía y buena educación.

Tantas historias que se cruzan en mil puntos distintos. Historias con sus protagonistas a cuestas, que comparten un mismo camino, aunque más no sea por un rato.

Los cuerpos se verán obligados a rozarse (cuanto menos) y posiblemente tengan entre sí mas contacto físico que con el más íntimo. Levantará cada individuo, en esa nada de espacio que los separa, su coraza mental, la mentira que resguardará su privacidad. No te siento, no te huelo, no te veo. O preferiría no hacerlo.

Por supuesto, hay quienes tienen un buen gesto. Y ven al viejo que se acerca con el bastón. Le ofrecerán el asiento. Querrán, por un instante, que de algo sirva el ejemplo… y volverán a perderse en sí mismos. Agotados porque el viaje aún no termina y será largo. Y ademas ahora viajan parados.

Es una ciudad demasiado extensa esta ciudad. Una ciudad que es como una sirena, que fascina y condena, enamora y traiciona, que atrae y espanta. Una ciudad que estimula y paraliza. Una gran ciudad.

Inmensurable, inaprehensible, y  sin embargo vivible, de alguna manera.

«La Feliz»

A esta ciudad le dicen «La Feliz». Esta ciudad a orillas del mar se parece a una sirena que enamora (y enloquece) con su canto mortal. Le dicen «La Feliz»; mucha gente parece caminar sonriendo a pesar del frío. En verano dicen que se nota mucho más. Igual, hay muchos que no sonríen. Debe ser una cuestión de marketing nomas…