Tal vez hoy

Tal vez hoy sea cuando.
No el único «cuando», porque los «cuando» siempre son muchos.
Tal vez hoy sea el «cuando».  O un «cuando» al menos.
Aunque no sea el primero, ni último, ni el más importante.

Tal vez hoy sea uno de esos días.
De esos días que no pasan sin pena ni gloria, aunque sean mínimas.
De esos hitos chiquitos, esas marcas de tiza en el camino.
Un día de esos, con fecha escrita con tinta indeleble en nuestra historia.

Tal vez hoy lo sea, tal vez no.
Esas cosas se saben después de un tiempo, mirando en retrospectiva.
Hoy, yo creo que sí lo será, pero es solo una creencia, un anhelo.
Prefiero creer que sí, y prefiero que las incógnitas sean meros detalles.

Los días

Viajes que son parte de otros viajes.
Esperas que son parte de otras esperas.
Y las cosas unas que son también las otras.
Y viceversa.

Viajes y esperas; viajes esperados e inesperados.
Esperas que son un viaje. Esperas que son esperas.
Viajes que son una vida, y esperas que también lo son.

Capítulos de capítulos, que inician y terminan
Y se cierran y se abren; y se cierran y se abren.
Que se superponen y se corresponden.

Capítulos de una misma historia.
Historia que se teje con otras mil historias.
Capítulos que se suceden, y no se repiten.

Cosas que vamos decidiendo, cosas que no.
Cosas que vamos haciendo, cosas que no.
Cosas que son lo que son y lo parecen.

Vida que se va viviendo. De alguna forma.
Vida que se va viviendo. Como siempre.

El viaje de espera

Esperar viajando.
Esperar el gran viaje viajando.
Por ahi sirve.
La ansiedad.
De alguna forma hay que combatir la ansiedad.
Intentar un simulacro de naturalidad.
Hasta que ya sea inminente.
Hasta que ya no haya mas que hacer.
Hasta que llegue la hora de  abandonarse a la euforia.
Y volar.

La cuenta regresiva

Se acerca el día.
No hay forma de ignorarlo.
Todo el fuego.
Todo lo que es, lo que fue y lo que será.
Todo se alborota, todo se incendia.
Y todo se exalta y se mezcla.
Las emociones, las ideas.
Los sentimientos, las acciones.
Y cada día que pasa es un día menos.
¿Y después?
Después habrá un después.
Y un después de ese después.
Ignoto como todo futuro, pero imaginable.
Cargado de expectativas presentes y pasadas.
Un futuro que no existe.
Y a la vez, es arcilla blanda en nuestras manos artesanas.

Calor / otra espera.

36 grados. En medio de la nada. El río no bajó aún lo suficiente. No hay viento. No hay electricidad. Casi no hay agua. Y casi no hay aire para respirar. No hay sombra ni sol. Ni hay forma de irse de acá. Los animales jadean. Los humanos esperamos en silencio que llueva pronto. Que llueva ya. Y yo gasto lo que queda de batería en mi celular escribiendo esto. Hay que distraerse de alguna manera. Ya va a cambiar la cosa. En cualquier momento. O al menos, llagará la noche.

15 de diciembre 2009

Ya pasada la medianoche.
Escribo mientras espero
que sea la hora de ir a la estación.

Una vuelta mas. Un ir y un venir.
Y habrá terminado el año. Otro año mas.

Luego la vida continua.
Como si el universo este
nada supiera de calendarios.

Y sin embargo, esta vez
diciembre y enero marcarán
un antes y un después.

De esperas y desesperaciones

Llegué a la terminal bastante antes de la hora prevista para partir. Sabía que tendria una larga espera. A veces no hay tantas opciones a la hora de viajar. Para llegar hasta allí había hecho otro viaje, y no había otra combinación mejor que ésta. Paciencia, tendría que esperar pero estaba dentro de lo estipulado en mi periplo.
Poco a poco fue llegando mas gente. En algunos rostros se leía algo de ansiedad. En otros, de tedio. En otros, nada.
Cuando la hora ya era casi la hora señalada, nos fuimos aproximando al andén y de alguna forma nos reconocimos como compañeros de viaje, aunque nadie cruzara ni una palabra con los demás. Cada cual con su equipaje y su pasaje en mano. Llegó el momento, pero no llegó el autobús. En silencio, seguíamos ahí como si nada sucediera fuera de lo habitual. Sin embargo nadie se atrevía a alejarse demasiado, por las dudas.
El tiempo siguió pasando. Medio por lo bajo, una joven le preguntó tímidamente a un hombre si él también esperaba ese coche, como temiendo haberlo ya perdido. Otro preguntó si el andén era el correcto. El tiempo pasaba, la gente consultaba sus relojes casi en forma compulsiva. Ya no quedaban más pasajeros que nosotros en la estación. Solo éste puñado de gente que esperaba. Hubo quien sugirió alguna teoría que explicase el retraso, y hubo quienes se sumaron al comité de evaluación situacional aportando nuevas opiniones. Un par de personas fueron a consultar sobre lo que pasaba hasta la ventanilla de informes, y regresaron sin nada, pues del otro lado del cristal no había ya nadie para informar. En algunos rostros, la mansa paciencia fue trocando en algo distinto: resignación, enojo, miedo.
La espera se hacia larga y cada minuto parecía ser la mitad de soportable que el anterior.  Tres o cuatro decidieron buscar otra forma de llegar a sus destinos, averiguaron todas las combinaciones posibles, sacaron cuentas, sopesaron costos, esfuerzos y tiempos. Unos se fueron, otros decidieron seguir esperando. Alguien más decidió suspender su viaje y dejarlo para otro día, lo anunció en voz alta y fue, por un instante, blanco de una envidia no tan sana. Hubo quien se puso a trabajar mientras esperaba, y quien simplemente se puso a leer. Hubo quien decidió dormir un poco, no sin antes pedirle a alguien más que le avise si llegaba el ansiado autobús. Otros improvisaron un pic-nic; otros, mas allá, se conocieron y parecían bien dispuestos a seguirse conociendo. Yo me puse a tomar apuntes sobre lo que veía. De alguna forma hay que distraerse. Es verdad eso que dicen: el que espera, si simplemente espera, desespera.
P.D.: Después de una insufrible media hora de demora, llegó el autobús, y partimos de inmediato.

Conversaciones frente al andén

Le pregunté si hacia mucho que esperaba.
Me dijo simplemente: hace un tiempo.
Yo suponía que esperaba un tren,
pero ya habían pasado casi todos los trenes,
una y otra vez, una y otra vez.
Y el seguía ahí, siempre ahí.

Le pregunté cuanto más iba a esperar.
Y se encogió de hombros: no sé.
Tras unos segundos de silencio agregó:
lo que tardemos en completar esta vuelta al sol.

¿Por qué no? –  una porción bien determinada de infinito,
como cualquier otra, ni un minuto menos, ni un minuto más.

Otra larga espera

Por esas cosas de la vida, otra espera de varias horas en una de las estaciones que ya son parte de mi rutina. Anochecer de un viernes que cierra de alguna forma una semana agitada. Ya no quiero seguir pensando y pensando, haciendo, deshaciendo, decidiendo, proyectando, calculando y volviendo a empezar.

Un dialogo moderno, vía mensajes de texto. Pequeñas frases de un dialogo sin preguntas ni respuestas. Apenas un par de frases cada hora. Un diálogo sin apuros, un medio que exige pocas palabras y una economía que no esta dispuesta al derroche. Una buena combinación.

Un dialogo sin obligación de ser, casi un juego, con pocas palabras que pueden decir mucho, no solo al que lee, sino también al que escribe. Palabras que dicen lo que dicen, pero también un poco más. Un diálogo que puede morir en cualquier instante, que acorta por un segundo distancias que se jactan de ser importantes.

Tiempos de espera en esta terminal, en esta ciudad, en este día que ya es noche. Bajo la mirada que espera sin más que esperar, todo se transforma: los detalles se hacen más visibles que el conjunto. Y se hace más visible también la trama casi mágica que los vincula.

Por eso no me desesperan los contratiempos que me obligan a quedarme aquí más de lo planeado. Cada espera es, de cierta forma, una potencial revelación, intrascendente y efímera, que vale el tiempo que parece perderse.

Y mientras, voy escribiendo. Más que nada para no distraerme con los asuntos pendientes de la semana cuyos ecos aún resuenan lejanos en algún rincón, ni con los otros asuntos pendientes que aun no están en condiciones de resolverse.

Y mientras voy escribiendo, porque así no olvidaré del todo las otras cosas que no escribo. Como esta tonta algarabía de sentirme inmune al tedio y a la ansiedad que parece acechar en lugares como este. O las inverosímiles asociaciones que va creando la mente mientras las manos escriben, los ojos se pierden en algún punto indefinido, el cuerpo se relaja como si no supiera nada de la incomoda silla que lo sostiene, y el resto de mi se sonríe sin razón aparente.

(Quedan aún dos horas y media)

Fuegos

Quemar todas las naves. Y también quemar todos los bosques de esta isla, hasta que no queden más que cenizas. Y esperar que el bosque vuelva a crecer.

Mientras tanto, habrá tiempo de imaginar un barco nuevo, de maderas nuevas que no hayan conocido la tragedia. Habrá tiempo de diseñarlo y después habrá tiempo de construirlo.

Y llegará el momento, quizás, de navegar otra vez estos mares, éste océano siempre tan igual, siempre tan distinto de sí mismo.

Tiempo habrá, porque el tiempo es de esas cosas que se parecen realmente a aquello que llaman infinito. Todo lo demás, ha de acabarse algún día. Hoy, mañana, en cien años, en mil. Algún día.

Por ahora, es cuestión de quemar las naves. y los bosques (no, no es maldad, solo un gesto de precaución adicional).

Será un fuego digno de verse. Un fuego que se verá desde el mar. Y quien sabe, tal vez se verá desde el otro lado del mar. Es un riesgo que hay que correr.

El cansancio de viajar y viajar se deja sentir, pero el devenir de los acontecimientos, de vez en cuando, se empecina en sorprender.

(el instinto a veces es mas fuerte que la voluntad)

Otro día en la Estación Central

Otra vez en la Estación Central. Hoy es un hormiguero humano/mecánico. Gente en tránsito, incluso la que espera. Coches en tránsito. Ideas en tránsito.

Yo escribo sentada desde un rincón. Horas y horas en estaciones de un tipo u otro ayudaron a tomar la decisión de comprarme algo con lo que escribir sin depender de los horarios ni las monedas. Claro, siempre pude hacerlo: bastaba una lapicera y un cuaderno, a veces menos que eso. Pero así es mas simple. Escribir como quien piensa es más lindo y es más fácil.

Las tardes de multitudes no son tranquilas en un lugar así. Una señora, viejita y maltratada por la vida, está sentada en el suelo y está descompuesta. Llora del dolor de cabeza y le cuesta hablar. Sus hijos, balbucea, fueron a comer un sándwich fuera de la estación. No me extraña: los precios aquí adentro son prohibitivos para la gran mayoría.

Dejo de escribir un rato para asistirla. Otra mujer que también espera me acompaña.

Los hijos no han vuelto, no vuelven. Llamamos a un policía, él llama a uno de seguridad y ese llama a las enfermeras de guardia. Yo bajo a buscar agua fresca. Nadie sabe mucho, pero parece un golpe de alta presión. La señora huele muy mal. Tienen un montón de bolsas, bolsitas y atados quien sabe de qué alrededor. Se la llevaron con todo a la enfermería. 

¿Dónde están los hijos? ¿Qué pensaran cuando vuelvan y no la vean ni a ella ni a sus cosas? ¿Volverán? ¿Tenían pensado volver? En diez minutos llega mi autobús; después de eso tendrán que ir a preguntar a Informes, porque de los que estábamos en este sector ya no queda nadie. ¿Que será de esta señora Silvia?

La terminal, a media tarde , un sábado de calor veraniego.  Multitudes. Movimiento. Ruidos. Olores. La gente que se presta la atención necesaria, y la indiferencia necesaria. Todos demasiados próximos. No necesariamente desagradable. Se distinguen cantidad de sonrisas. Y de miradas que han viajado y arribado a destino mucho antes que los ojos que yo veo  desde aquí. Llego mi hora de partir. Los hijos no llegaron. El sistema sigue que sigue. Ya se reencontraran, pero podría haber sido todo más fácil…

Cuando el tiempo deja de contarse en años, y se empiezan a contar los meses…

Cuando dejan de contarse los meses, para contar las semanas…

Cuando no importan las semanas sino los días…

Cuando llega el momento finalmente de contar las horas…

Entonces es cuando se pierde la noción del tiempo, del espacio.

Y la espera es pura y netamente una espera.

Una realidad en si misma, un solo respiro…

Más esperas

En algo se parecen cada una de las estaciones de autobús. Las grandes y las pequeñas. Las modernas y las antiguas. Las muy concurridas y las casi desiertas.  Las conocidas y las desconocidas.
Y en algo se diferencian también, incluso de sí mismas, en cada ocasión.  Y no, no me refiero a los parecidos y las diferencias obvias, físicas, externas, funcionales. Es otra cosa, algo que se gesta en la mirada de cada persona. Algo que tiene que ver con el antes y el después de ese momento; el momento siempre presentísimo de las esperas en la estación…

Esas cosas …

Mientras esperaba mi coche rumbo a Paraná escuché, después de mucho tiempo, una canción de los Redondos. El estribillo se me pegó. Desde hace ya unos días el Indio repite una y otra vez, muy dentro de mi:

 «¿Puede alguien decirme ¡Me voy a comer tu dolor!?
Y repetirme ¡voy a salvarte esta noche!»

Ojalá alguna otra estrofilla pegadiza se me cruce en el camino pronto. Y desplace esta tontera a algún rincón oscuro y olvidado de mi corazón….

En tránsito

A poco de llegar a destino. Apenas a unos kilómetros. Desde aquí escribo. Salí un poco más tarde de lo previsto, el viaje estuvo  más o menos dentro de lo esperado, con algunas demoras, y ya apunto de llegar, me avisan que tendré que esperar en esta estación otro rato.

Este viaje decidí hacerlo yo. Todas las demás variables me son externas. El entorno, el mundo que me circunda, está complicado. Las variables de los cuándo y los cómo no puedo manejarlas; me someto – más o menos – a lo que ocurra.

Pero la decisión de hacer o no hacer este viaje, es decir, la variable primera y fundamental, fue mía.  Y sí, imposible ignorar lo que todos sabemos: paros, falta de combustible, rutas cortadas, miedos, precauciones. Obstáculos. Dificultades.

aquí estoy, un poco tarde, pero a punto de llegar. Es cuestión de paciencia. De paciencia y de suerte. Y de estar atenta, de saber ver, escuchar, procesar rápidamente y decidir rápidamente llegado el momento. De buscar las mejores opciones ante cada modificación de la realidad, que se empecina a cambiar hora tras hora.

Falta poquito, poquito. En esta estación en medio de la nada, digamos que me queda un tiempo muerto como para sentarme a escribir cosas intrascendentes, como estas. Pero ya, en breve, llegará el momento de recuperar el tiempo perdido, de ponerse al día con aquello que este tiempo de viajes difíciles está retrasando. Y no habrá entonces más tiempo para tonteras….

Cuentas regresivas

Las esperas siempre tienen que ver con las cuentas regresivas cuando lo que se espera tiene una fecha y un horario determinado. Si pasado ese momento aún se está esperando, la cuenta ya no será restando, sino sumando los minutos, las horas, los días, los años – sí, es algo que puede pasar también – que han pasado desde el instante determinado. Y si bien esperar es esperar, son dos esperas muy distintas. Muy distintas. Generan cosas muy distintas, incluso si lo que se espera es la misma cosa. Por suerte lo que yo espero casi siempre son autobuses que suelen llegar a tiempo.

Otra estación…

Otra estación. Una casilla en medio de la nada, una de esas donde una se detiene para hacer una combinación en mitad del recorrido.

Y de repente, después de muchas horas, un rumor de origen desconocido que nos dice que no habrá ni autobuses, ni trenes, ni aviones ni barcos ni nada. Si queremos seguir, es hora de empezar nuestro recorrido a pie, no importa cuanto equipaje tengamos que acarrear. Por las dudas, esperamos un rato más, hasta que nos aprendemos el paisaje de memoria. Resistimos la tentación de salir a recorrer los alrededores, por temor a que nuestro esperado móvil a destino, justo se le ocurra pasar y se nos pase de largo. Resistimos la tentación de cerrar los parpados un segundo por temor a perder la oportunidad de retomar el viaje.  Más o menos como al personaje de aquel cuento, el que esperaba un tren sin horarios ni fechas preestablecidos. Y ahí nos quedamos, sentados, esperando.

No hay un ánima en esta estación, ni vidrieras; no queda una sola linea por leer, ni de libro, ni de las especificaciones técnicas del dentífrico guardado al fondo del bolso. No queda un pedazo de papel en blanco por escribir, ni queda tinta en la birome como para firmar nuestro nombre en cualquier lugar. Se terminan las provisiones, el agua y los cigarrillos. Se acaban las baterías de todo lo que pueda comunicarnos con el resto del mundo, o distraernos con tristes paliativos. Las nubes pierden su encanto de parecerse a cosas que añoramos antes de que, ademas, no quede ni una nube en el cielo. Y las estrellas son demasiadas como para buscar en ellas constelaciones nuevas. No quedan temas para meditar, ni quedan ganas de rebuscar en las profundidades de la introspección mas consciente.

Pasa la indignación primera y pasa la resignación absoluta. Y llega el aburrimiento y hasta el aburrimiento se pasa. Y ahí quedamos, esperando.

Terminal central

Cinco horas en la terminal central, la más grande e importante de todas. Desde donde se va a cualquier lugar, a donde se llega desde cualquier parte. El centro neurálgico de todo. Una larga espera programada. Un lugar conocido. A mi alrededor, escucho murmurar en mil idiomas. Anuncian llegadas y partidas a cada instante.  Cerca, muy cerca, arriban los coches que llegan desde mi ciudad natal. Desde allí mismo salen, unos tras otros, como provocándome, como dándome una chance más cada vez, de volver al hogar, al útero materno. Y yo los dejo partir, como con cierta nostalgia. Todavía no es tiempo de regresar. Sabía que serían horas de larga espera, sin embargo…
Aunque mi colectivo llegó a horario, y yo llegué a finalmente a destino, un día después aun sigo sin saber donde estoy; la espera, me avisan, será por tiempo indefinido. Si bien la ruta fue la habitual, estoy en un camino que nunca hice, ni se a donde voy. Supongo que serán los riesgos admisibles de tener boleto sin fecha ni destino. Un pasaje en blanco. Un boleto mágico que no saqué en ninguna ventanilla, cuyo costo real no sé si alguna vez sabré. Pero ni modo, será cuestión de esperar.

La espera

Toda la estación estaba convertida en una enorme sala de espera, afuera llovían torrentes.
Las primeras horas no hice nada, como el resto, más que esperar. Después de eso, de aburridos, ya nadie se molestaba por sentirse observado. No había mucho mas que hacer.
No podía moverme de la mesita que había «ganado» en el único bar de la estación, porque la perdería el instante. Y la noche prometía ser larga.
Cerca, otra mujer sola, que se había apropiado de otra mesa del bar,  escribía hacia rato en un cuaderno. Consultaba su agenda y seguía escribiendo… y sacaba de su bolso otras agendas, llenas de papeles y cosas, y escribía en su cuaderno, y escribía en sus agendas, leía papeles que parecían arrancados de otros cuadernos.
Y de a ratos parecía que lloraba silenciosa, de a ratos que se sonreía. ¿Que escribía? ¿que leía?
En principio pensé que era simplemente una mujer organizada que no estaba dispuesta a perder el tiempo muerto esperando.
Después de muchas horas (más de seis) la terminal se despejaba. Ni mi colectivo ni el suyo habían aparecido en el andén.
Cuando llegué a casa, una eternidad después, le comente a mi mamá sobre aquella mujer, y me dijo que tal escribía un cuento o una novela. Me gusto su interpretación, yo pensé que estaba organizando sus cosas para encarar un pronto final, y como dicen, poder descansar en paz…

FFCC

El tren  que esperaba estaba por llegar (lo escuchaba venir, lo veia venir, lo sentia venir).
No sé si detendrá, supongo que no. Sé que si me cruzo en su camino puedo obligarlo a frenar, puedo intentarlo; pero puede, también, que sea una tragedia, para todos.
Hace tiempo que lo espero, creo que hace tiempo que lo espero. Y sin embargo lo dejo pasar. De todas formas, no se detuvo.
 Me lamento, pero no mucho. Yo esperaba el tren, pero a mí no me esperaba ningún destino. No se aún a donde voy.

Bs As – 8 del 9

En la estación de subte, el monitor anuncia que hay un retraso de ocho minutos. Un par de voces detrás de mí se quejan con la expresividad típica de los nacidos aquí. Una espera de ocho minutos, tal vez de diez, en lugar de los tres minutos habituales. Las estaciones de subte no están hechas para esperar. No se puede fumar y apenas hay dos o tres bancos donde sentarse. No importa en realidad; la gente de por aquí tampoco está hecha para esperar. Ya quisiera verlos yo esperando tres horas una combinación de autobuses allí donde yo espero. Ya quisiera verlos esperar diez meses.

Cosas que pasan

Esta vez, en la gran ciudad. La terminal es demasiado caótica comparada con las pequeñas terminales de provincia a las que estoy acostumbrada. Entonces, mejor, en otro momento. Aunque tuve varias horas para pensar mientras viajaba. Ya no mientras esperaba, porque aquí el tiempo no puede usarse para esperar nada. Es pura inmediatez. Tal vez por eso me pongo a escribir, porque estoy esperando que des una señal de vida. Perdón, al revés. Esperando que aparezcas para darte una señal, de que estoy viva. Y añorando una estación terminal – otra – donde imagino encontrarte un día.

Otro día

Hoy no es lunes ni martes, pero estoy de nuevo en una estación, esta vez esperando el autobús de Ubajay hacia San José. Y ahí, otro rato en otra terminal, para entonces,  sí, salir hacia Paraná. Es viernes a la tarde, ha sido una semana larga y no da para filosofar demasiado. En realidad sí, pero no dan ganas de escribirlo. Ojalá ya estuviera allá. Ojalá me pudiese quedar en El Palmar. Esto de no estar en ningún lugar y en todos lados, de pertenecer y no pertenecer, de ser parte y no ser parte… puede que sea interesante un rato, pero se vuelve un mal hábito después de un tiempo. El no echar raíces te da cierta libertad de movimiento, pero estás siempre al borde del tropiezo fatal.

Entre los lunes y los martes

Algunas noches, entre los lunes y los martes,  me quedo dos horas en ningún lugar, sin camas pero con computadoras y café. Podrían ser dos horas laboralmente productivas, pero entre las tres y las cinco hay un «no sé qué» en el ambiente, que transforma esta terminal en un reducto imposible de ideas e imágenes absurdas, que difícilmente  tengan su oportunidad en otro momento de la semana. Sea esta, entonces, la primera de esas noches (aunque ya sea en realidad la quinta o la sexta). Vayan estas lineas sin destinatario real ni imaginario, a quien se tome la molestia de leer.
Diría alguien que yo conozco: alea jacta est  (o jacta alea est, o algo así)