Quizás tuviera problemas con la mafia, o con la ley. Tal vez sufriera algún tipo de paranoia al respecto. O simplemente nunca llegó a confiar en mí lo suficiente. Lo cierto es que hoy, después de más de una veintena de encuentros y quién sabe cuántos litros de café a lo largo de una década, aún no sé su nombre. Ni su nombre, ni su edad, ni su origen. Nada.
En su momento, toda esa intriga de datos personales no revelados me parecía que le agregaba un interesante plus a la historia. Como sucede con los súper héroes de los comics, que no pueden develar su verdadera identidad, so pena de muerte. O con aquel mantra casi sagrado de “proteger la fuente” que invocaban los investigadores de las novelas policiales. En aquel entonces lo acepté con gusto; me sentía absolutamente capaz de jugar con las reglas que me pusieran, por más absurdas que fueran.
El vínculo se estableció, en un principio, con el formalismo propio de una relación laboral. Como si de una entrevista se tratara; una que nunca pedí pero igual me fue concedida en cómodas cuotas. Una a la que luego nunca quise, o nunca pude, renunciar.
Es verdad que nunca pedí esa entrevista, ni la busqué, ni hubiera sabido cómo. Ni esa ni ninguna otra. Pero cuando me llegó la invitación anónima para encontrarnos en una pequeña y desconocida cafetería del centro, no dudé en aceptarla. Por alguna razón, “olfateé” una gran historia tras esa breve llamada: la gran historia que yo, sin saber, estaba esperando.
No es que me hubiera formado profesionalmente como periodista: lo mío era algo más amateur. Nunca me costó escribir, y desde adolescente me ganaba unos pesos extra publicando en medios locales o revistas que pretendían ser especializadas aunque no lo fueran. Tenía la habilidad de poder escribir sobre cualquier cosa como si en verdad supiera del tema, y era más fácil (y económico) contratarme a mí que a un experto en la materia. De tanto en tanto aparecía quien me buscara para plasmar por escrito sus mundanas memorias, sus nunca originales hipótesis conspirativas o sus dudosas revelaciones divinas. Pensé que ésta sería una de esas veces, fantaseando con que finalmente tendría en las manos una historia que valiera la pena.
He de confesar que a nuestra primera reunión asistí con más curiosidad que otra cosa, como para tantear el terreno. Fui a escuchar. No llevé libreta ni lápiz porque habitualmente no los necesitaba. Confiaba en que mi memoria retuviera lo esencial. Eso era más que suficiente para un primer encuentro.
Por otra parte, ni durante esa primera reunión, ni en la siguiente (hasta donde yo puedo recordar) se me pidió expresamente que escribiera cosa alguna; ni biografía, ni memorias, ni teorías. Nada. Tomar apuntes por iniciativa propia hubiera sido, cuanto menos, descortés. Preguntar, sin que se me diera pié para ello, también. Hacia la tercera cita, el modus operandi que nos regiría por casi diez años ya estaba inexorablemente establecido.
Si bien la locación cambiaba cada vez, el desarrollo de los encuentros era básicamente el mismo. Pasaba bastante tiempo entre uno y otro, pero el ritual no era ni más ni menos que eso: un ritual.
–Hola de nuevo –me saludaba en cada ocasión, con una leve sonrisa teñida de complicidad, como si nos hubiésemos visto por última vez la noche anterior, y no cinco o seis meses antes.
–Hola –respondía yo, medio murmurando y sin levantar la mirada. La familiaridad con que empezó a saludarme después de un tiempo, paradójicamente, no hacía las cosas más fáciles para mí–. Perdón por la tardanza –me excusaba una y otra vez, aunque nunca llegué más de cinco minutos tarde–. No…
–No te preocupes, recién llego –me interrumpía como al pasar. Siempre con la misma actitud condescendiente, intentando minimizar mi falta, pero dejando en claro que la falta existía–. ¿Cómo has estado?
–Bien… –respondía mecánicamente. Era la única oportunidad que tenía de decir algo, y la desaprovechaba con una respuesta que era pura convención. Después, un incómodo silencio. Me regalaba esos treinta segundos de silencio por si se me ocurría agregar algo más. Era claro, era obvio. Pero yo simplemente ya no era capaz de articular palabra.
–Me alegro –decía, sin perder su sempiterna sonrisa. Y con esa simple frase se daba por terminado el diálogo.
Acto seguido, pedía su espresso ristretto en vasito de vidrio; esa era, hasta donde sé, su única excentricidad. Si bien cada uno de los veintitrés encuentros se concretó en un escenario diferente, donde fuera se desenvolvía como habitué. El personal del lugar, invariablemente, parecía reconocer y responder a sus gestos como si fuera cosa de todos los días.
Nada destacaba ni en su porte ni en su forma de vestir. Sin embargo, a su alrededor el entorno parecía ajustarse y reacomodarse mágicamente. Las luces y las sombras, los objetos y hasta las personas se distribuían y acomodaban en su exacto y estudiado lugar. Un arreglo de elementos, relaciones y proporciones en las que, obviamente, siempre era el centro.
No fumaba, pero había un je ne sais quoi en la forma elegante y controlada en que movía las manos que delataba cierta añoranza al respecto (quienes sabemos de ese vicio lo reconocemos con facilidad). Lo mismo ocurría con sus palabras. Salían de su boca ya masticadas, medidas y sopesadas, diciendo exactamente lo que querían decir y, sin embargo, dejando entrever que era mucho más importante lo que callaba, que lo que decía.
Hablaba pausadamente, con frases cortas y muy concisas, como recordando. Sus preguntas siempre eran retóricas y sus silencios, tan teatrales que jamás me hubiese atrevido a quebrantarlos.
Luego de exactamente dos horas de disertación ininterrumpida, miraba su reloj, pedía la cuenta, pagaba y se despedía con un alegre “nos vemos pronto”. Todo sucedía de forma tan abrupta, que yo apenas llegaba a contestar con un “hasta la próxima” de rigor. Siempre, todas y cada una de las veces, igual.
Hace unos tres años nos encontramos como de costumbre en una coqueta confitería recién inaugurada, y nada me hizo suponer entonces que esa sería la última de nuestras particulares reuniones. Cuando acudí a la siguiente cita, ya no estaba; bajo el vasito de vidrio aún tibio descansaba un sobre con mi nombre (¡mi verdadero nombre!) garabateado con prisa. Dentro del sobre, una nota: cinco líneas, un saludo y ninguna firma.
Once meses después del episodio aquel, me di cuenta de que no podría rehuirle al tema por más tiempo. No me hizo falta tener un master en psicología para notar que algo no marchaba bien: simplemente no podía pensar en otra cosa. Si hubiera tenido en aquel momento algo de vida social, o alguna responsabilidad laboral más seria, posiblemente se hubieran visto afectadas negativamente. Pero mi vida social por entonces ya se limitaba a un par de foros virtuales, y todavía podía vivir decentemente con las magras pero suficientes regalías de mi último trabajo.
Muchos de mis días y de mis noches por aquel entonces, los pasé indagando en las profundidades de la red, buscando pistas, tratando de atar cabos. El no poder descifrar el código encriptado en sus últimas palabras me hacía sentir constantemente en arenas movedizas. Me corrijo: el código que suponía que escondían sus últimas palabras, porque ni siquiera tenía la seguridad de que así fuera. Empezaba a naufragar en el mar de la inseguridad, en las oscuras aguas donde la realidad y la fantasía se mezclan y se funden. Me ahogaba en ellas y yo necesitaba con desesperación algo concreto a lo que aferrarme.
Sería válido argumentar que el mero hecho de intentar violar su anonimato (implícitamente pactado o unilateralmente impuesto), el querer saber algo más sobre su persona, es decir, el querer saber al menos algo sobre su persona, se parecía un tanto a un acto de traición. Pero también el abandono es un acto de traición. Ojo por ojo, pues. Ley del talión que le dicen. Justicia de la más ancestral que invocaba apenas amenazaba con aflorar en mí cierto sentimiento de culpa.
Como sea, no contaba con muchos datos en los cuales basar mi investigación. Tanto en el mundo real como en el virtual, fue lo mismo que buscar un fantasma. ¿No se suponía acaso que hoy todo, TODO, está en internet? Hace veinte años no era así. Se sabía lo que se podía saber, se podía avanzar un poco con algo de esfuerzo y voluntad, pero había un límite y todos podíamos vivir con eso. Yo podía vivir con eso; podía vivir alegremente con las migajas de conocimiento que lograba picotear en mi día a día. Pero esos fueron otros tiempos.
El primer profesional que consulté online cuando me percaté de mi creciente obsesión, me enrolló con no sé qué disparatadas especulaciones freudianas. Una experiencia espantosa y surreal, que abandoné luego de la segunda sesión. Ciertamente, los síntomas siguieron empeorando desde entonces.
Dejé pasar unas semanas y lo intenté de nuevo. Tampoco me fue bien. La doctora, psiquiatra, psicóloga y especialista en terapias alternativas, luego de insinuar torpemente que lo mío podían ser inventos o alucinaciones, me recomendó que pasara en limpio mis recuerdos, pensamientos y emociones. En resumidas cuentas, que empezara algo así como un diario íntimo para ir ordenando mis ideas. Acepté a regañadientes su sugerencia, más no llegué a escribir ni dos palabras. Me invadió un terror visceral frente a la brillante hoja en blanco de mi procesador de texto. Nunca antes me había pasado. Las manos me sudaban al acercarme a la máquina; sentía mis yemas llagadas con solo pensar en pulsar las teclas. Mi computadora se me asemejó, desde entonces y por varios meses, a un monstruoso cíclope de mirada ciega, cuyo cuerpo me seducía, me asqueaba y me atemorizaba a la vez.
Quedarme de brazos cruzados no era opción. Busqué otros modos. Siempre hay otros modos. Visité hemerotecas, revisé cientos de archivos en el Registro Civil, leí y releí completa la guía telefónica local, solo por si algún nombre me hacía ruido. A modo de soporte visual, improvisé un mural en la pared de mi cuarto: allí desplegué un gran mapa de la ciudad, donde fui marcando con chinchetas cada lugar donde nos habíamos citado, cada cafetería, bar o fonda de mala muerte. Lo hice en estricto orden cronológico, y luego uní los puntos de una y mil formas distintas intentando encontrar, sin éxito, un patrón que me convenciera. Visité cada uno de los establecimientos marcados en mi pared, interrogando infructuosamente a los mozos y meseras de mayor antigüedad. Era como buscar a tientas una aguja en un pajar, en una habitación a oscuras, donde no había ni pajar ni aguja.
Salvo el lugar y la fecha de cada reunión, los demás recuerdos se me volvían más difusos día tras día: ya no recordaba de sus pláticas más que aquella exasperante forma de saludarnos y despedirnos cada vez. Eso, y la imborrable sensación de euforia, mezcla de asombro y lucidez sobrenatural, que me embargaba al oír sus palabras. Esa sensación que acompañaba todo trayecto de regreso a casa y luego, poco a poco se iba diluyendo, dejándome en ascuas a la espera del próximo llamado. Pero esas eran solo impresiones, emociones; en poco y nada ayudaban a mi pesquisa.
Con los detalles de su rostro me pasó algo similar. Fueron desdibujándose en mi memoria hasta fundirse en una etérea masa espectral de mirada giocondesca, que no podía evocar a voluntad, pero que sin embargo siempre estaba presente.
Llegó el momento en que mi única salvaguarda para no perder la cordura fue ese papelito manchado de café, esa nota sin rúbrica, enmarcada y colgada sobre mi cama cual amuleto sagrado. Un solo nombre. Algo tan mínimo y simple como eso me hubiera bastado para acallar las voces que no dejaban de hacer preguntas a gritos en mi cabeza. O al menos para recuperar mi calma. Hacer mi duelo.
La pandemia que nos tiene encerrados hace ya un año, ha resultado ser una bendición para mí. He dejado de fumar, he refinado mis gustos, he sanado mi cuerpo. La soledad absoluta me ha sentado bien. He leído mucho y estudiado con ahínco para cultivar mi espíritu. Nada ni nadie interrumpe el silencio del barrio, de la casa, y así siento que puedo pensar mejor. Mejor que nunca antes. Es cierto que ya no puedo ir absurdamente de café en café, repitiendo el mismo circuito de entonces, apostándole sin demasiada esperanza al milagro de un reencuentro fortuito; menos mal que ya no puedo.
He tenido que aprender el sutil arte de vivir con pocas certezas. Su presencia me intimida incluso en la ausencia. ¿Cómo lo explico? No es miedo, es otra cosa. El “aura” que irradiaba entonces, que inundaba la atmósfera a su alrededor de sutil irrealidad, se proyecta sobre mí y me envuelve aún hoy. Y eso, obviamente, me intimida. Pero no me espanta.
La imposibilidad de escribir la he vencido de a una letra por vez. Palabra a palabra. Con frases cortas. Pienso con frases cortas, escribo con frases cortas. Una tras otra. Así me resulta más claro. Más ordenado. Más real.
El tema de las pesadillas que me despertaban en mitad de la noche lo tengo resuelto con pastillas. No sé siquiera si sueño cuando duermo. Tal vez si, tal vez no: si aún existen, ya no las recuerdo ni me persiguen durante el día. Con eso, tengo suficiente.
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