Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

Vano intento de cuento.

A continuación, un ejemplo de porqué escribir una novela, o incluso un cuento, sería una misión casi imposible para mí.

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Había una vez un rey… (creo que corresponde decir “hubo una vez un rey”. Este cuento se complica desde la primera palabra, literalmente). Otra vez.

Había una vez un rey… (aunque esté mal gramaticalmente, queda tan bien así, que así se queda). Otra vez.

Había una vez un rey… (en realidad hubo un rey más de una vez, por supuesto; y más de un rey a la vez, también, varias veces). Sigo.

Había una vez un rey, una vez en particular, un rey en especial, y aunque ésta no sea la historia de ese rey, la afirmación no deja de ser cierta.

Había una vez un rey, y había también un hombre que no era ese rey. Ese otro hombre será el personaje de este cuento, el rey  supongo que ya no vuelve a aparecer.

Debería haber empezado de la siguiente forma:

Había una vez un hombre… Así, con minúsculas porque el hombre era un solo un hombre. Un hombre al que no le pasa nada extraordinario.

Había una vez un hombre al que no le pasó nunca nada atípico, en cuyos mesurados aconteceres cotidianos no reparó nadie lo suficiente como para escribir en media página un día cualquiera de su vida. Un hombre cuyos pensamientos más profundos son completamente inaccesibles, y por lo tanto, inútiles para rellenar con ellos los silencios del presente escrito.

Había una vez un hombre del que no sé nada, y sobre el cual quiero escribir. Voy a tener que inventarlo.

Había una vez un hombre que no existió, pero voy a decir que sí existió, porque lo necesito. Tendré que decir como era, aunque por supuesto, nunca fue.

Voy a tener que inventar cosas que nunca le pasaron, paisajes por donde no anduvo, palabras que no dijo, amores y rencores que no tuvo.

Me va a dar mucha pena por ese hombre. Porque en un momento voy a tener que dejar de escribir, y su vida, inventada sí, es cierto, pero suya al fin y al cabo, va a quedar trunca.

Creo que no lo voy a hacer.

Y veo sin embargo que ese hombre ya existe, aunque no lo haya llamado por su nombre, pues así, al pasar, lo nombré junto a un rey que sí existió, y que sí tuvo su historia, sobre la que escribieron quién sabe cuántos.

Ni siquiera llegué a la segunda frase del cuento y ya no quiero seguir. Es tremendamente más difícil de lo que hubiese imaginado. De lo que hube imaginado. De lo que imaginé.

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                                          (reg, pná, arg,  hace mucho, mucho tiempo)

El corrector (de finales)

Me lo encontré en una estación, pero bien podría haber sido en la sala de su casa. Tan a gusto se lo veía, como si la gris y fría banca de cemento donde apoyaba el culo fuera el más mullido y confortable de los sillones. Largando humo hasta por las orejas, más allá de carteles y advertencias, leyes, usos y costumbres modernas. Los ojos un poco vidriosos, un poco rojos, un poco perdidos, pero con su chispa intacta. Y un montón de libros, cuadernos y libretas desparramadas alrededor. Libros viejos, manoseados, ajados. Libros marcados por doquier. Cuadernos escritos, tachados, garabateados. Tan invisible, tan fuera de contexto y tan el centro de todo.

Fue verlo y reconocerlo al instante. Era él y solo él a quien yo buscaba desde hacía tiempo sin saber siquiera que buscaba algo. La persona ideal para la osada tarea que tenia que encomendarle ¿Quién más se iba a animar? ¿Quién más dispondría del tiempo? ¿Y quién, juntando esos dos requisitos, tendría además la capacidad de hacerlo y hacerlo bien?  Creo, no lo sé, pero creo, que me vio y me reconoció también. Me sonrió y me tendió la mano, como pidiendo la lista que yo aún no había plasmado por escrito, pero que me sabía bastante de memoria.

En la parte de atrás de un boleto viejo enumeré seis o siete obras. No hacía falta que pusiera los autores, estaba más que claro. Tampoco hizo falta que me dijera cuando estaría listo el trabajo. Cuando lo estuviera, en esa estación o en cualquier otra, nos volveríamos a encontrar.