Un viaje cortito…

Hay grandes viajes y pequeños viajes. Viajes a medio mundo de distancia y viajes al otro lado de la ciudad. Pero también hay viajes a la luna, que son viajes más grandes que los grandes viajes. Y hay viajes que son tan ínfimos que apenas son viajecitos.

Dormir del otro lado de la cama, de vez en cuando, es como salir de viaje por una noche, un viaje cortito, un viaje cerquita, sí, pero un viaje al fin de cuentas. Y es que el movernos unos setenta u ochenta centímetros de nuestro lugar habitual en la cama, cambia la experiencia por completo. La diferencia es enorme. Enorme de verdad.

Veamos algunos ejemplos:

– Del otro lado del colchón la forma es distinta, la topografía es otra: las sutiles lomas y valles que día a día (noche a noche) va esculpiendo un cuerpo en el colchón, son muy personales. Como una huella dactilar. La cama es la misma, el colchón es el mismo, pero del otro lado de la cama no se siente igual y el cuerpo se da perfecta cuenta. Tanto así, que bien podría sentirse estar durmiendo en la cama de algún lejano y exótico hotel, de algún también lejano y exótico lugar.

– El camino de la cama al baño, a media noche y a oscuras, es completamente diferente. Ese camino que uno podía hacer a ciegas con toda seguridad, de repente tiene un giro más o un giro menos, seis pasos más o seis menos, y eso lo convierte en una aventura completamente nueva y hasta peligrosa si se piensa, por ejemplo, en los deditos de los pies.

– Como en todos los viajes, los paisajes cambian: la vista del mundo, del universo, que se ve desde la ventana cambia por completo al cambiar el punto de vista, incluso cuando el desplazamiento sea de menos de un metro. Y si de repente una luz del exterior que antes no te alcanzaba, ahora te da de lleno en la cara, ni te cuento…

– Y por último, pero no menos importante: la persona que duerme a nuestro lado será, muy posiblemente, la misma persona que dormido a nuestro lado los últimos tiempos,  pero el lado será el otro lado. Será la misma persona, pero será otro su perfil. El encaje que se forjó con los años posiblemente no encaje tan bien ni tan naturalmente y habrá que buscar un nuevo acomodo. Será la misma persona, pero será un también un poquito diferente. Una misteriosa misma persona. Un extraño bien conocido durmiendo a nuestra izquierda (o a nuestra derecha, dependiendo el caso), donde antes no había más que vacío, el abismo al borde de la cama.

Y nomas cito estos ejemplos a modo de ejemplo, como para animarlos a tan maravilloso y diminuto viaje, a tan microscópica aventura…

(PD: Ocupar el centro de la cama, y tenerla en exclusivo, disponiendo en absoluto de las dos grandes diagonales, es toda una experiencia también, una deliciosa experiencia.)

Instrucciones para ir a hacer los trámites y volver a casa.

Salir de casa (mi casa, la de aquí) y caminar unos seiscientos metros hacia la derecha, en caso que se esté mirando hacia la calle, siguiendo la avenida. O hacia el este, que es una referencia más universal. Por ahí está la entrada a la estación de metro. Esa que parece, como todas, una boca abierta desde las entrañas de la Tierra. Un boca o un culo, depende de la perspectiva y el humor de cada quien. Lo siguiente, obviamente, es bajar la escalera de ingreso – egreso, que en este caso es de ingreso. Luego de pagar, bajar la siguiente escalera, del lado que indica la dirección hacia el norte. Claro que bajo tierra, nada delata como se acomodan los puntos cardinales. Por eso, mejor fijarse antes en el plano esquemático de la red de metro que hay junto a las escaleras. De hecho, es sabido, cuando llegue el tren irá primero un poco hacia el oeste, y luego girará mas o menos hacia el norte. En la octava estación contando desde donde se abordó, es donde hay que bajar. Ahí, justamente, se cruza con otra linea. Hay que prestar mucha atención, leer todos los carteles, todas las indicaciones. Porque además de muchos caminos, muchos pasillos y escaleras, hay también mucha gente. Siempre. A continuación se debe tomar un tren, de la otra linea, que nos lleve tres estaciones hacia el este. Ahí la cosa se pone más difícil aun, pues es la intersección de tres lineas. Llegado a este punto hay que escoger  un tren que vaya nuevamente hacia el norte, hacia el norte-norte, no hacia el norte-este, otras tres estaciones. Y ahora sí, es hora de emerger. Volver a la superficie, al aire fresco aunque no sea puro, de la superficie. Porque no importa que temperatura haga en la ciudad, en el metro siempre hará calor, y casi siempre será bastante sofocante.

Saliendo del metro, hay que enfilar hacia el oeste (si hay sol y es, por ejemplo, de mañana, hay que ir hacia donde se alargan las sombras) y caminar por la avenida unas catorce cuadras. Como la avenida es una hermosa avenida con una ancha plazoleta muy arbolada al centro, es muy probable que sea una agradable caminata. A mitad de camino se reconocerá una plaza medio redonda, que algunos llamaran rotonda, y otros glorieta. Eso indica que se va por el buen camino. Esas catorce cuadras son más bien cortas, no debe nadie asustarse de caminarlas. Al cabo de ese recorrido, se encontrará con otra avenida que la cruza, y ahí hay que doblar a la derecha, o sea, otra vez al norte, dos cuadras más, que esta vez sí son cuadras largas, pero son solo dos. Llegará a otra avenida, otra vez doblará, pero esta vez hacia la izquierda, o sea, hacia el oeste, pero solo una cuadra y media, ahí mismo, a la izquierda, esta el edificio donde debe realizar los famosos trámites. Se reconocerá por su porte institucional, por la cantidad de gente hablando en distintos idiomas en la explanada de ingreso, y por un cartel grandote que indica el nombre y la función del lugar. Puede ser que los trámites lleven diez minutos o cuatro horas. Lo más probable es que tome cuatro horas el primer día, y se deba regresar al día siguiente. Ese día siguiente puede llevarle dos horas o diez minutos. Sea cual sea el caso y el resultado de la jornada, el camino de regreso es el mismo que para llegar, pero a la inversa. Claro que siempre se puede variar un poco. Opciones hay. Siempre hay. Incluso tomarse un taxi es una opción.

Crimen en la línea 3

No ha sucedido, pero puede pasar en cualquier momento. Es más, estoy segura que así será, tarde o temprano. Y mucho me temo que sea más temprano que tarde.

Puedo imaginar perfectamente el escenario: tercer vagón de la formación del metro, exclusivo para mujeres, en la primera hora pico del día. El ambiente es tenso, más tenso, creo yo, que en cualquier otro vagón del metro. La atmósfera es densa, cargada y recargada con el olor de los desayunos de último momento, de los perfumes y los cosméticos. La luz mortecina que ilumina el vagón es más gris que blanca, y su parpadeo sutil se suma al traquetear del vagón para darle a todas un look fantasmal.

Las que van sentadas, las menos, evitan cualquier contacto visual con el resto del universo. Tal cual dicen: ojos que no ven, obligación moral que no se siente. Por lo menos no la de dar el asiento a quien más lo necesite, que es casi la única obligación moral reclamable en estos casos. Las que van de pie han perdido toda consideración respecto al contacto físico. Los codos buscan las costillas ajenas como si de gallos de riña con espolones se tratara; los tacones se afirman con saña sobre lo que sea que haya por debajo. Todo por un poco más de lugar que, a esa hora, en ese instante, no existe.

Y sin embargo, todas las cartucheras de maquillaje están fuera, ya sean medianas, grandes o enormes, abiertas de par en par, dejando a la vista el completísimo arsenal. Cientos de espejitos (de esos que sirven para mirarse, pero también para mirar disimuladamente a los demás), reflejan y agigantan ojos y labios, arrugas y lunares, pelos y poros, granos y cicatrices. Y reflejan y agigantan también, tal vez de forma menos de evidente, una variedad de neurosis de lo más extensa.

La danza pareciera casi coordinada en ese amasijo de gente que se ignora a la fuerza. Con una mano, prendidas quién sabe de donde, y maquillándose con la otra, como si fuera lo más habitual del mundo, van construyendo su mascara capa por capa. Como si fuera lo más habitual del mundo, porque en sus vidas lo es. No importa cuanto se mueva el tren, la línea del ojo será perfecta. Son toneladas de bases y correctores, rubores, sombras, pinturas, delineadores y máscaras. Polvos de todo tipo, polvos de todos los colores. Pinceles y brochas, pinzas y rizadores de pestañas. Y también las infaltables cucharitas.

Y justamente una de esas cucharitas, creo yo, ha de ser el instrumento del crimen que tanto presiento. Una cucharita de metal, afilada de tanto rizar pestañas cada día, una inocente cucharita de café, alejada hace tiempo del destino para el cual fue diseñada.

Un día cualquiera, un día de estos, la cucharita acabará su vida de sometimiento cosmético, clavada profundamente entre las costillas de alguien. Clavada en el corazón o en el pulmón. O en la yugular, quién sabe. Y quién sabe a cuenta de qué rencores. Y será noticia, tal vez, por un ratito.

Doña Ricarda

Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.

El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior  y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.

Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.

Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.

Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.

Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.

Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.

De libros, viajes y simpatias…

Viajando en la misma línea de metro de siempre. En el vagón aún medio vacío, un niño va leyendo un libro. Y es un libro que conozco.

Con culpa he de confesar que a veces siento más simpatía hacía un desconocido cualquiera que esté leyendo un libro que yo leí, que hacia uno que hable con mi propio acento. Sé que no significa nada. Gente muy diversa puede coincidir en un libro o dos, pero a mí me da un “no sé que” de intimidad, de cercanía, hasta de cariño. Ese cariño instantáneo y pasajero, que dura lo que el encuentro, que no requiere palabras, y que es unidireccional, porque el otro nada sabe de la coincidencia.

Pero con este niño es distinto. Porque el libro es distinto. Un drama infantil, sobre un drama que en la vida real suele ser más dramático que en el libro, y que sin embargo está tan bien escrito, tan bien encarado….

Lo miro. Será unos dos o tres años mayor que el protagonista. Aunque si viaja en el metro, posiblemente no se le parezca tanto. O si. Hay cosas que unen y generan identificación más que otras. Sobre todo en la infancia. También de eso habla el libro.

Lo miro. El niño, pre adolescente a todas luces, viaja solo y está tan metido en su lectura, que supongo que conoce ya de memoria las curvas, los frenazos y los tiempos de esta linea metro. Se ve tan niño en medio de tanto adulto.

Lo miro. Y me pregunto como llegó ese libro a sus manos. Es un libro escrito expresamente para él, pero a mi, persona promedio de más de treinta, me estrujo el alma. Como sea, ya está por terminarlo. Tan presente lo tengo, que casi que podría decir yo por donde va. Lee rápido, con avidez, y lo entiendo. La historia te envuelve, te atrapa y te angustia. El final es inesperado, todo apunta que será un terrible final. Y en realidad, es medio terrible, pero no tan terrible. Quisiera decírselo, pero esas cosas no se hacen entre lectores que disfrutan su lectura.

Lo miro. Quien sabe hasta donde seguirá su viaje. Mi parada es la próxima estación. Veo, por entre la multitud que acaba de subir, que se sonríe de lado. Creo que ya está descubriendo de que viene la cosa, ya está atando cabos, elaborando hipótesis, arriesgando futuros más prometedores. Que buen momento ese momento.

Me sonrío también, con el alma calentita. Me sonrío y él ni se entera, ni tiene como enterarse, porque no ha levantado la vista del libro ni una sola vez.

Observaciones al vuelo

Los aviones más modernos tienen una pantalla por pasajero. Incluso si son pasajeros de clase turista, que es lo que suelo ser yo cuando viajo en avión.

Una persona, una pantalla.

Una pantalla por pasajero, y un par audífonos también.

No de los mejores, no para todos al menos. De esos chiquitos e incómodos que van dentro de la oreja. Audífonos, obviamente, para no molestar al vecino de asiento, que tan cerquita está.

Y para que no nos molesten.

Más que ninguna otra cosa, los audífonos inhiben a cualquiera que ose dirigirnos la palabra. Si llevamos los audífonos puestos, es como si estuviéramos dormidos.

O muertos.

Ni la hora se les pregunta a los que no quieren escuchar. Desprecian hasta un “buendía” sin siquiera hacer un gesto. Los audífonos, por lo visto, también los habilita para hacerla de ciegos.

Texturas / el viaje de la memoria.

Aún no soy vieja lo que se dice vieja, pero ya estoy por cumplir treinta y siete. Y ya hace más de una década que mis canas no se pueden extirpar una por una, no tan fácilmente al menos, no como cuando tenía dieciocho y las canas recién empezaban a aparecer…

Mi memoria nunca ha sido mala en rasgos generales. Más bien ha sido de calidad inestable.

En la adolescencia tenia una memoria casi prodigiosamente nítida para todo lo que hubiera vivido o estudiado a partir de los diez. Fechas, nombres, situaciones, formulas, imágenes. Todo, incluso las boludeces. Todo, que tal vez era demasiado. Pero la verdad es que la vida por venir me parecía infinita, como la memoria.

En esa misma época en que oficialmente pasaba a ser mayor de edad, la memoria de mi niñez se sumergía en una nebulosa de la que solo recordaba fragmentos robados de la memoria familiar, de las fotos y las anécdotas. O de aquellas cosas que componían el resumen de mi infancia, un compilado de memorias que sabía y repetía de memoria, pero sin estar realmente segura de recordar.

Entre los veinte y los treinta, más o menos, una parte de mi memoria fina se borró a la fuerza, por decirlo de alguna manera, y otra he intentado borrarla a voluntad, por decirlo de alguna forma también. Como si la colección de recuerdos de ese período quedara guardado en stand by: no fueron borrados, pero tampoco pueden ser evocados aún con tanta facilidad. Recuerdo lo hechos, la sucesión de los hechos, pero no los detalles. Y no me preocupa ni me angustia que así sea.

Pero desde entonces, y principalmente en los últimos años, tal vez por la edad y tal vez por las distancias, he redescubierto la memoria de los detalles y sus maravillas. La memoria de las texturas, de las luces, las sombras y los reflejos de mi infancia, pero también de mi presente. Las voces y sus inflexiones, los olores, la cotidianidad que no queda nunca en las anécdotas ni en las fotos, y ni siquiera en la memoria familiar.

Ahora sé que me estoy acercando a la memoria de los viejos, que tanto me admiraba cuando los viejos eran todos los demás. Esa memoria que te deja revivir el pasado de a ratos, que te deja disfrutar de paisajes lejanos con solo cerrar los ojos.

Después, en algún momento, sé que los vaivenes de la memoria serán otros. De momento, me siento con superpoderes recuperados, y eso me tiene feliz.

De bitácoras y afines

Me decía un viajador que conocí

que es importante llevar una bitácora de viaje,

un cuaderno de memorias, un registro cotidiano.

Porque tarde o temprano llegará el día, decía él,

en que le preguntemos al destino, a la vida (o a dios)

esa trillada pregunta retórica de la que nadie escapa.

Y en mudo silencio o gritando a viva voz

querremos saber que hacemos hoy aquí

y como es que llegamos a donde estamos.

Entonces, decía el viajador,

 cada palabra de nuestro puño y letra será una respuesta.

Y habremos perdido ciertos placeres que acarrea la ignorancia,

pero habremos ganado mucho más.

Los días

Viajes que son parte de otros viajes.
Esperas que son parte de otras esperas.
Y las cosas unas que son también las otras.
Y viceversa.

Viajes y esperas; viajes esperados e inesperados.
Esperas que son un viaje. Esperas que son esperas.
Viajes que son una vida, y esperas que también lo son.

Capítulos de capítulos, que inician y terminan
Y se cierran y se abren; y se cierran y se abren.
Que se superponen y se corresponden.

Capítulos de una misma historia.
Historia que se teje con otras mil historias.
Capítulos que se suceden, y no se repiten.

Cosas que vamos decidiendo, cosas que no.
Cosas que vamos haciendo, cosas que no.
Cosas que son lo que son y lo parecen.

Vida que se va viviendo. De alguna forma.
Vida que se va viviendo. Como siempre.

Días previos

Hay viajes que son así.
No todos, pero sí algunos.
Que empiezan mucho antes de empezar.
Éste será uno de esos.
Un viaje que empezó hace días.
Semanas. Meses. Tal vez hace años.
Empezó y ya está por empezar.
Ya casi, casi…..

El viaje de espera

Esperar viajando.
Esperar el gran viaje viajando.
Por ahi sirve.
La ansiedad.
De alguna forma hay que combatir la ansiedad.
Intentar un simulacro de naturalidad.
Hasta que ya sea inminente.
Hasta que ya no haya mas que hacer.
Hasta que llegue la hora de  abandonarse a la euforia.
Y volar.

La cuenta regresiva

Se acerca el día.
No hay forma de ignorarlo.
Todo el fuego.
Todo lo que es, lo que fue y lo que será.
Todo se alborota, todo se incendia.
Y todo se exalta y se mezcla.
Las emociones, las ideas.
Los sentimientos, las acciones.
Y cada día que pasa es un día menos.
¿Y después?
Después habrá un después.
Y un después de ese después.
Ignoto como todo futuro, pero imaginable.
Cargado de expectativas presentes y pasadas.
Un futuro que no existe.
Y a la vez, es arcilla blanda en nuestras manos artesanas.

15 de diciembre 2009

Ya pasada la medianoche.
Escribo mientras espero
que sea la hora de ir a la estación.

Una vuelta mas. Un ir y un venir.
Y habrá terminado el año. Otro año mas.

Luego la vida continua.
Como si el universo este
nada supiera de calendarios.

Y sin embargo, esta vez
diciembre y enero marcarán
un antes y un después.

Caminos y encrucijadas

Un camino que se abre en dos caminos.
Una bifurcación, casi una encrucijada.
Un caminante que llega hasta allí.
De nada le vale arrojar una moneda al aire.
Las opciones son, como mínimo, cuatro.
Y tal vez mucho mas que cuatro.
Definitivamente no es cuestión a cara o cruz.
Se detiene un segundo, sonríe. Y se consuela.
Lo sabe desde siempre, aunque recién se de cuenta.
Siempre las opciones han sido mas de dos.
A cada paso, a cada instante, en cada respiro.
Por mas recto y lineal que pareciera el camino.

Todos los caminos

Dicen que todos los caminos conducen a Roma.
Yo recorro caminos, kilómetro a kilómetro.
Ida y vuelta. Más lejos o más cerca. Siempre.
Y no voy a Roma, no me interesa Roma.
Y sin embargo siento (presiento) que me acerco,
mas allá de los circunstanciales destinos,
a lo que bien podría llamarse, mi propia Roma,
que busco y evito, sin saber a ciencia cierta
como es y si habré de reconocerla.
Sin saber, siquiera, si esa Roma existe.

¡En sus marcas!

Volviendo a casa por un camino poco habitual. Haciendo escala en un pueblito sin nombre en medio de un viaje que se ha hecho largo.Y así sin más, me dispongo a matar el tiempo en una precaria casilla que oficia de estación, mal plantada a la vera de un ancho camino de tierra. Y del otro lado de la rústica avenida, nada. Apenas, a lo lejos, un bullicio ahogado por la distancia y la inmensidad. Una nube de polvo que no termina nunca de asentarse. En la distancia, la sequía lo mimetiza todo.


¿Una carrera de perros? Algo he escuchado sobre carreras de perros en esta zona. Me acerco. Tengo tiempo aún. Bastante tiempo. La pista improvisada se parece a una pista de caballos, algo más chica tal vez.


Por sacar conversación, le pregunto a alguien de que tipo de carrera se trata. – No es una carrera por distancia, sino por agotamiento – contesta otra persona a mis espaldas, sin agregar más palabra. Me doy vuelta y lo busco con la mirada, ya sin encontrarlo. La frase me queda colgada en el alma por unos minutos. ¿Correrán hasta reventar de cansancio? ¿Es acaso una carrera a muerte? ¿O simplemente irán abandonando la carrera al menguar sus fuerzas? De todas formas, me parece una carrera cruel. Demasiado cruel. Observo el público. No distingo a los organizadores del evento ni a los dueños de los perros, aunque hay un grupo con claras preferencias y otro que no hace más que registrar en sus pequeñas libretas negras vaya uno a saber qué cosas. Hay un aire innegable de irrealidad o de surrealismo en la escena. Falta aún para que sea la hora de continuar mi viaje, pero no me quiero quedar más aquí. Prefiero esperar tomando un café imaginario en la inexistente cafetería del pueblo, que no por imaginario dejará de ser malo, como de costumbre.


De repente, vuelve a levantarse un murmullo agitado. Los animales se acercan desde la izquierda. Pasan demasiado rápido, demasiado entreverados entre si. Demasiado cubiertos de polvo, demasiado confundidos en la polvareda.  Parecen perros, pero no lo son. Nadie se va. Y no, no hay apuestas en esta carrera. Me pregunto porque no se van. De repente me doy cuenta que tampoco yo he podido irme. Sigo ahí. No puedo irme. Muy a mi pesar, me integro a ese mar de expectativas y ansiedad por saber como terminará esta insólita carrera. Y sé que no podré seguir el camino a casa hasta no saberlo. Resignada, me prometo a mi misma que nunca volveré a tomar una ruta que pase por este pueblo ignoto. Eso, claro está, si es que esta carrera finalmente termina antes de que yo misma muera. Nadie sabe decirme cuando empezó, nadie se anima a pronosticar cuando acabará. Y yo empiezo a sospechar que detrás de esta carrera cruel hay otra más cruel aun. Empieza a faltarme el aire, mi corazón late como enloquecido y me duele cada fibra del cuerpo. Ya estoy dentro de la carrera. Me siento bien, me siento fuerte. Sé perfectamente las reglas, aún las recuerdo, sé que debo irme, volver a casa, llegar a donde me esperan. Tengo tiempo. Siempre habrá oportunidad de retomar el viaje. Me lo repito una y otra vez. Pero algo muy dentro de mí se resiste a aceptarlo. Y mientras me debato y me pierdo en un discurrir filosófico sin sentido, voy dejando mis huellas ensangrentadas en la tierra humedecida por el rocío de la madruga. El viento sigue golpeándome la cara . Los kilómetros y los años van pasando por mi. 

Aprendizajes fortuitos

Iban sentados en los asientos de más atrás.
Yo iba medio durmiendo, medio soñando,
como de costumbre, en la penúltima fila.
Y daba la sensación de que en ese viaje no viajaba nadie más.

Entramos a una ciudad.
El colectivo cambio su marcha, recobré un poco la conciencia.
No sé de qué venían hablando.
No sé cual fue la pregunta, ni sé cual fue la respuesta.
Solo escuché un fragmento del dialogo, dos lineas.

– Gracias – dijo una voz llena de lagrimas emocionadas
– Gracias por no mentirme.
– Gracias a vos – dijo otra voz, que finalmente moriría en un beso
– Gracias por no obligarme a mentir.

No dijeron nada más. Nada, al menos, que yo alcanzará a escuchar.
Bajaron en la siguiente estación, tomados siempre de las manos.
Yo no les vi las caras, pero seguro que sonreían.

Volví a dormirme casi enseguida
para despertar muchos kilómetros después,
dispuesta a agradecer semejantes privilegios también,
a quien correspondiera.

Mitológicas 2: el penúltimo vuelo de Ícaro

El padre construía, para él y para su hijo,
dos pares de alas con plumas, hilos y cera.
Ícaro construía otras alas, pero con plumas de ensueño.
Dédalo era, sin duda, un tipo admirable; un inventor, un artista,
constructor de laberintos de pesadilla, señor de los escapistas.
Ícaro era apenas un poeta, apenas y a su manera.
Con sus efímeras alas hechas de nada,
regresó una noche a todo lo que amaba.
El día siguiente fue el gran día de la fuga.
– No tan bajo, no tan alto – le advirtió el hacedor.
Quien sabe que pasaba por la mente y el corazón de Ícaro.
Pese a todas las advertencias, fijó su rumbo directo al sol.

Día de lluvia

El autobús avanza sobre la ruta inundada. Va levantando agua a cada lado. Parece como si fuéramos surcando un río muy rectilíneo, como si fuéramos apenas rozando la superficie, como flotando. Las orillas de este río, monte nativo y sembradíos, se ven también anegados. Bajos que por un tiempo son lagunas. Y una geografía que, sin ser delta, lo parece.

Amaina la lluvia y regresa la bruma. El horizonte se va desdibujando. El horizonte se va acercando y finalmente desaparece. Más allá de este vidrio que separa el aquí del resto de todo, no se ve más que grisura.

La ruta que hasta hace unos minutos se suponía un río, ahora se parece mas a un mar. El sonido del motor y del agua. Y nada que se distinga en ninguna dirección. Ninguna evidencia de que en algún punto termine el cielo y comience la tierra o viceversa. El universo, en este instante, es este coche que surca la niebla y este puñado de desconocidos que miran por las ventanas esta representación efímera del infinito.

Ya pronto llegaremos a destino, aunque no sea más que un destino intermedio para mi.  Será agradable mirar llover a través de la ventana de un café, hasta que vuelva a ser la hora de embarcar.

El germen de la duda

En el altavoz, una voz impersonal anuncia que es la hora de partir. El lugar esta casi desierto. De alguna forma siento, esta vez por primera vez, que esa voz me habla exclusivamente a mí.

Llegó la hora. Debería ser algo mecánico, buscar mi boleto, tomar mi equipaje y embarcar.

Poro en el último instante, me doy el lujo de dudar. Algo, muy indeterminado dentro mio, me dice que no debería viajar. No es la voz de la lógica ni de la ética,  voces mercenarias que se acomodan a las intenciones del mejor postor. Es otra cosa. Es el germen de una duda que no termina de revelarse.

Y ya no hay tiempo para dudar. Hay compromisos tomados que prefiero cumplir. Y quiero creer que todo resultará bien, o mas o menos bien. Caso contrario, más vale ahora que después….

De viajes, montañas, sabios y preferencias

Otra vez el mismo viaje imaginario.

Un camino que sube a una montaña, en cuya cima hay una cueva donde hay un viejo sabio al que le preguntaremos algo. Algo cuya respuesta posiblemente ya sabemos. O del cual recibiremos algo, un regalo cuyo significado habrá que interpretar en el camino de regreso.Una vez, dos, cinco. Trescientas veces el mismo periplo.

Yo preferiría que el sabio fuese el vecino de la puerta junto a mi puerta. O la tía de una amiga. O el hijo del lechero. Yo preferiría que el sabio fuese esa mujer con quien me cruzo cada mañana cuando salgo a la calle. O un amigo de la infancia. Un sabio de la llanura, un sabio menos imaginario, de los que confrontan cada pregunta y cada respuesta a la constante refutación de la vida cotidiana.

Y preferiría también que este eventual viaje imaginado de tan profundo aprendizaje fuese cosa de todos los días. Supongo que es cuestión de estar mas atentos. Un poco mas atentos.

Trazos

Otra vez julio, y después, otra vez agosto. Siempre así. La vida parece una colección de ciclos sobre ciclos sobre ciclos. Y no lo es.

Cuando viajo, voy siempre al mismo lugar y siempre vuelvo al mismo lugar. Pero los lugares no son los mismos, no son exactamente los mismos.

Hay quien diría que yo no soy la misma tampoco; que para atrás en la vida no se vuelve, que la cosa es más bien lineal.

Pero no una línea recta, aunque a veces lo parezca. Siempre hay oscilaciones, mínimas o no tan mínimas.

Oscilaciones y giros en espiral; firuletes impredecibles, trazos seguros y firmes, o temblorosos y tímidos, dibujados con tinta indeleble en el multidimensional lienzo existencial.

Líneas que se cruzan, vidas que se cruzan, se acercan, se acompañan, se alejan o no se encuentran jamás. Líneas que nos transforman en artistas involuntarios de esta obra, tan colectiva, tan infinita, tan de nunca acabar….

El viaje de los nombres

Hacia años que ella era la mujer de la casa que estaba entre el terreno abandonado donde se erguía el árbol grande, y la casa del ahijado del dueño del viejo bar de la esquina, tres cuadras y media subiendo desde la plaza del segundo pueblo sobre la ruta que unía la ciudad con el mar, contando, claro está, desde la ciudad y no al revés.

Por eso, cuando él llegó a la estación y sus labios, en un mismo gesto iluminado, sonrieron y pronunciaron su nombre, ella dudó un instante, volvió mentalmente a un día ya lejano en un lugar distinto pero muy similar, se reconoció y supo, definitivamente, que todos los nombres, de todas las cosas, habían regresado con él.

Otra vez en viaje…

Un viaje que se parece a los viajes de rutina, pero no lo es. Y promete no ser un viaje simple. Empezó complicado… y todo augura que será mucho más largo que lo debiera. Pero a veces es así. No se llega a cualquier lugar en cualquier momento cuando se viaja de esta manera. Paciencia. Hoy por hoy, tiempo es lo único que tengo.

No podía no ofrecer otra oportunidad, negar un gesto de confianza.

(Hay cosas que debería saber ya. Yo prefiero optar por el beneficio que otorga la duda. Otra vez)

El viaje de los libros

Estos libros y yo hemos compartido el mismo techo por un tiempo.

Algunos leí, algunos hojeé apenas.

Pero a la mayoría casi nunca los toqué.

Libros viejos de hojas amarronadas,

frágiles como alas de mariposas nocturnas.

Sus tapas forradas hasta tres veces con papeles de lo más variado.

Su primera hoja siempre con rubricas y dedicatorias.

Señal que los cuidaban, señal que los querían, los atesoraban.

Y ahora yo, con su destino en mis manos, y el tiempo pisándome los pies.

Me hubiese gustado leerlos a todos, a casi todos.

Pero aunque me los quede un tiempo más, sé que no lo haré.

Los libros viejos tienen ese no sé qué de haber sido leídos por otros ojos,

de llevarnos a otro mundo imaginado que también fue visitado

por seres queridos que a veces hoy visitamos solo en sueños.

Libros viejos que no sé si alguien volverá a leer,

si su destino será terminar de desintegrase en algún húmedo depósito,

o si alguien, más desalmado aún, los volverá fuego y ceniza.

Me llenan de pena y de angustia estos libros,

que dejaron hoy la biblioteca por cajas de embalaje.

Todavía tengo unos días más para definir su destino inmediato.

Uno, al menos uno, quedará conmigo

hasta que alguien más tenga que hacer lo que yo.

Destino intermedio

Un desconocido que llega.

Un viajero en uno de los destinos de su viaje.

Una cena íntima entre amigos que no se conocen siquiera el nombre.

Una noche de verano en otoño, que se deja respirar.

Y las palabras y tal vez, las estrellas.

Una historia mínima, con todos sus detalles.

Un hombre que se va con su mochila al hombro.

Un desconocido que ya no será un desconocido nunca más.

Y las palabras y tal vez, las estrellas, aunque ya no sean tantas.

Tiempos distintos

En la estación del pueblo. Esta vez sin la certeza de saber cuando volveré. Es una sensación extraña.

Los bolsos y mochilas a mi lado parecen intuir que finalmente tendrán su merecido descanso, libres por un tiempo de la carga de la que nunca se liberaban del todo. Han sido buenos compañeros de ruta. Fieles. Resistentes y prácticos.

No, nada augura que sea un descanso definitivo, ni siquiera muy prolongado. Pero después de algo más de dos años, a ellos y a mí nos vendrá bien un poco de quietud.

Si bien al final cuentas siempre es uno quien va eligiendo su destino, a veces las condicionantes externas pesan más que las otras, y es entonces cuando se dice que son cosas de la vida. Este bien podría ser un caso de esos.

Y me digo, más o menos convincentemente, que volveré pronto. Aunque no me lo creo demasiado. Sé que a veces me miento un poco.

En la tarde aún gris y barrosa del pueblo, todo toma un matiz diferente,  como si se tratará de un paisaje querido. Pero las cosas (y las gentes) queridas están un poco más lejos, fuera del alcance de mi vista. De ellas pude despedirme sin decir adiós, ni hasta pronto ni hasta nunca. Síntomas de una nostalgia que se asoma antes de tiempo y quien sabe si logrará hacerse carne en algún momento.

Cambian las circunstancias, cambian las reglas del juego.  Quien menos se haya enamorado de sus sueños será el que menos sufra por los futuros imaginados que ya no serán. Y será también quien más dispuesto esté a encarar el presente en el presente.

Paradoja

Viajar de noche en autobús.
Afuera la oscuridad es absoluta.
Adentro, pequeñas luces verdes y rojas que solo se iluminan a sí mismas.
Entre la vigilia y el sueño no hay mucha diferencia.
Es difícil moverse, es difícil ver.
Y no se escucha mas que el ronroneo monótono del motor.
Es casi imposible hacer nada más que seguir ahí, que seguir así.
Como si tuviera vendados los ojos, y atadas mis manos y mis pies.
Hasta pensar es difícil en ese limbo de temperatura constante.
Podría imaginarse ésta como una situación desagradable, pero no lo es.
Muy por el contrario.
Las opciones se limitan al máximo.
No hay mucho mas que hacer que dejarse llevar.
El cuerpo tal vez no descanse tan bien como en una cama.
La mente tal vez no descanse tan bien como debería.
Pero ese algo que podría llamarse voluntad, si se distiende.
Y éste sí es un descanso de los más urgentes y disfrutados.
Esta falta de libertad de acción se parece mucho a la idea de libertad.
Esa libertad de ser sin hacer, sin sentir, sin pensar.
Al menos por unas horas.

Este viaje

En breve, otra vez rumbo a la estación. Esta vez quisiera viajar en la dirección opuesta, aunque para ir donde quisiera estar, el camino más corto sería el que voy a tomar. Y sin embargo, seguiré con el plan de ruta que dibuje en mi agenda; la semana es demasiado corta, el año ya se termina.

(Tan simple se muestra la vida cuando se lo propone, que es imposible creer que a veces nos compliquemos tanto, tanto…)

El viaje de las palabras

Hay veces en que no se puede viajar.
Son rutas difíciles, demasiado llenas de distancias,
en días en que los días son demasiado cortos
y la vida exige ser vivida dentro de lo planeado.

Esas veces, viajan solo mis palabras.
El objetivo se cumple solo a medias. Y ni siquiera.
No hay estación terminal ni de ningún tipo,
aunque el correo central de cierta forma se le parezca.

A veces, la tecnología brinda este tren expreso,
tan llenos de ceros, de unos  y de misterios.
Mis palabras viajan con mas facilidad que mi persona.
Son parte de mí, pero no más que eso.

Ojalá viajaran así también los abrazos, las caricias y los besos.

Fuegos

Quemar todas las naves. Y también quemar todos los bosques de esta isla, hasta que no queden más que cenizas. Y esperar que el bosque vuelva a crecer.

Mientras tanto, habrá tiempo de imaginar un barco nuevo, de maderas nuevas que no hayan conocido la tragedia. Habrá tiempo de diseñarlo y después habrá tiempo de construirlo.

Y llegará el momento, quizás, de navegar otra vez estos mares, éste océano siempre tan igual, siempre tan distinto de sí mismo.

Tiempo habrá, porque el tiempo es de esas cosas que se parecen realmente a aquello que llaman infinito. Todo lo demás, ha de acabarse algún día. Hoy, mañana, en cien años, en mil. Algún día.

Por ahora, es cuestión de quemar las naves. y los bosques (no, no es maldad, solo un gesto de precaución adicional).

Será un fuego digno de verse. Un fuego que se verá desde el mar. Y quien sabe, tal vez se verá desde el otro lado del mar. Es un riesgo que hay que correr.

El cansancio de viajar y viajar se deja sentir, pero el devenir de los acontecimientos, de vez en cuando, se empecina en sorprender.

(el instinto a veces es mas fuerte que la voluntad)

De ciudades y monedas (BA- abr/09)

Rumbo a la parada del colectivo, no se puede pensar en nada más que en monedas. Ahora entiendo a que se referían aquellos que le llamaban el vil metal.

Día a día, esta ciudad enorme convierte a cientos de miles, tal vez de millones de habitantes y turistas, en primitivos mendigos de monedas. Paradojicamente, poco importan los billetes en la cartera. Solo si abundan, si sobran, se podrá eludir esta locura sin pesar ni sufrimiento. 

En un cálculo no poco maquiavélico, no se compra lo que se necesita o se desea, sino aquello que obligue al otro a entregarnos sus codiciadas y bien guardadas monedas. Todo un tratado de tácticas sutiles y estrategias non sanctas.

Hay tantas opciones, pero no son tantas: la ciudad es demasiado extensa. En la garita, durante la espera, ya nadie habla con nadie. En el colectivo hasta un murmurado «buen día» al chófer parece tan violento, tan fuera de lugar, que se reprime hasta el menor instinto de cortesía y buena educación.

Tantas historias que se cruzan en mil puntos distintos. Historias con sus protagonistas a cuestas, que comparten un mismo camino, aunque más no sea por un rato.

Los cuerpos se verán obligados a rozarse (cuanto menos) y posiblemente tengan entre sí mas contacto físico que con el más íntimo. Levantará cada individuo, en esa nada de espacio que los separa, su coraza mental, la mentira que resguardará su privacidad. No te siento, no te huelo, no te veo. O preferiría no hacerlo.

Por supuesto, hay quienes tienen un buen gesto. Y ven al viejo que se acerca con el bastón. Le ofrecerán el asiento. Querrán, por un instante, que de algo sirva el ejemplo… y volverán a perderse en sí mismos. Agotados porque el viaje aún no termina y será largo. Y ademas ahora viajan parados.

Es una ciudad demasiado extensa esta ciudad. Una ciudad que es como una sirena, que fascina y condena, enamora y traiciona, que atrae y espanta. Una ciudad que estimula y paraliza. Una gran ciudad.

Inmensurable, inaprehensible, y  sin embargo vivible, de alguna manera.

Norte o Sur

Una ruta que corre de norte a sur y viceversa.
Una estación al margen de esa ruta.
Una única y sombría boletería.
Dos posibles rumbos a seguir: norte o sur.
Una decisión que tomar, tal vez intrascendente.

Tal vez no.

El destino, a corto plazo, es en realidad el mismo.
Es un circuito circular, sé que es así.
Se supone que es así. En teoría es así.

Y como en el cuento de Caperucita,
uno de los caminos es el más incierto.
Pero esta vez no es el más corto, sino el más largo.

El camino del bosque es en realidad el camino por la selva.
Es esta selva, estas fauces de lobo urbano,
que no muerden la carne sino el alma.

Dentellada que habrá que aguantar,
la decisión no fue tomada a cara o cruz.

Casi lo mismo

Otra vez en la estación, otra vez el mismo personaje. No importa donde este, a donde vaya o de donde venga. Está ahí, casi siempre.

Tal vez por aburrimiento o por genuina curiosidad me acerqué, buscando mentalmente una excusa que pareciera excusa. Válgame la ingenuidad, porque ingenua me sentí cuando me habló como quien retoma de la nada el hilo de una conversación interrumpida quien sabe cuando, quien sabe donde.

Y sí… – me dijo con la mirada perdida en algún detalle invisible del desgastado pavimento de las dársenas vacías – a veces pasa que el tiempo ya no pasa. Entonces, la única forma de envejecer es viajando, engullendo distancias, haciendo pasar centímetros y kilómetros forzosamente a través de nosotros, cuando ya no quieren pasar ni las horas ni los días ni los años.

Ya verás – agregó, mientras se levantaba y se acomodaba al hombro su equipaje imaginario –  ya verás, al final la ilusión que se obtiene es bastante similar.

Y yo no pude más que asentir. El altavoz anunciaba dos nuevos arribos y tres nuevas partidas. Era hora de embarcar.

Sin duda podría haber acotado algo, pero bien podía quedar para la próxima. Otra vez.

De busquedas y afines

«Si disfruta del silencio y la quietud, entonces, es piedra. Incluso si respira», dijeron las piedras. Y ahí se quedó, mirando el infinito desde lo alto de la montaña por un tiempo. Luego bajó al bosque.
«Si tiene raíces que lo unen a la tierra, y de ella se nutre, es árbol. Aunque sus raíces sean etéreas y camine sobre la faz de la tierra», dictaminó el árbol más viejo entre los árboles. Con los árboles se quedó sintiendo el viento y luego se marchó.
«Si necesita el sol y lo venera, es lagarto aunque su sangre sea tanto más caliente», concluyeron seriamente los saurios.
«Si es esencialmente agua y depende de ella para existir, es pez, aunque no pueda respirar en ella», concordaron los peces.
«Si sueña con volar, entonces es ave, aunque no vuele más que en sueños», sentenciaron las aves sin dudarlo un instante.
«Si nació respirando y bebió la leche de su madre, es parte de la manada, aunque sus formas sean otras», afirmó la loba madre.
«Si no piensa igual que yo, no pertenece a este lugar, aunque sea tan humano», repitieron muchas veces los humanos en un lugar y en otro y en otro.
«Si no cree en lo que creo, no es de los mios»
«Si no viste como visto, si no habla la lengua que hablo, si no duerme a la hora que yo duermo…»
entre los humanos la cosa se hizo mas complicada, pero no imposible.
Después de todo, lo que buscaba lo encontró entre ellos.
Y entre ellos fundó finalmente su hogar.

Otras palabras

Cuando viajo llevo siempre a los poetas en mi bolso de mano. Los artistas de la palabras, los de hoy y los de antes. Del Dante a Sabina. ¿Quién diría? Pero siempre me les resisto. Ahí quedan, me duermo, los evito y me escapo.

Pero hoy me toco viajar de día. Y es un día muy de verano, de viaje lento, largo y caluroso. Cedí a la tentación de sus versos y se resquebrajaron mis corazas. No hay donde escapar en un autobús sino es al mundo de los sueños, que hoy, justo hoy, me negó la entrada. Y ahí estaba yo conmigo, a flor de piel.

(y una sola lágrima emocionada, que no tuvo la decencia de caer)

En tránsito

A poco de llegar a destino. Apenas a unos kilómetros. Desde aquí escribo. Salí un poco más tarde de lo previsto, el viaje estuvo  más o menos dentro de lo esperado, con algunas demoras, y ya apunto de llegar, me avisan que tendré que esperar en esta estación otro rato.

Este viaje decidí hacerlo yo. Todas las demás variables me son externas. El entorno, el mundo que me circunda, está complicado. Las variables de los cuándo y los cómo no puedo manejarlas; me someto – más o menos – a lo que ocurra.

Pero la decisión de hacer o no hacer este viaje, es decir, la variable primera y fundamental, fue mía.  Y sí, imposible ignorar lo que todos sabemos: paros, falta de combustible, rutas cortadas, miedos, precauciones. Obstáculos. Dificultades.

aquí estoy, un poco tarde, pero a punto de llegar. Es cuestión de paciencia. De paciencia y de suerte. Y de estar atenta, de saber ver, escuchar, procesar rápidamente y decidir rápidamente llegado el momento. De buscar las mejores opciones ante cada modificación de la realidad, que se empecina a cambiar hora tras hora.

Falta poquito, poquito. En esta estación en medio de la nada, digamos que me queda un tiempo muerto como para sentarme a escribir cosas intrascendentes, como estas. Pero ya, en breve, llegará el momento de recuperar el tiempo perdido, de ponerse al día con aquello que este tiempo de viajes difíciles está retrasando. Y no habrá entonces más tiempo para tonteras….

Informes

Me acerco a la ventanilla de Informes y pregunto. Y no, ni a La Sabiduría ni a La Felicidad hay viajes directos. Muy por debajo, en tono cómplice, el encargado me confiesa no saber donde quedan, no saber si esos destinos en realidad existen… y que sí, que muchos ofrecen el servicio, pero que cada cual va por una ruta distinta. Eso ya lo sabia, por eso me dirigí a la casilla de Informes, le contesto. El hombre se ofende un poco por mi falta de apreciación por su advertencia y atiende al que sigue como si nada hubiese ocurrido. Sigo deambulando por la Estación, la de mi ciudad natal, la más rea de las que frecuento, más aun a las dos de la mañana. Hay un no sé qué en el ambiente que nos transforma a todos en personajes bizarros y grotescos. Los que están solos y los que no. Los que esperamos para irnos, los que esperan a alguien que viene, los circunstanciales, los que están trabajando. Hasta el perro vagabundo de siempre tiene un brillo extraño en la mirada, parece tener algo importante que decirme. Y yo, bajo el influjo de la atmósfera de ensueño o de pesadilla, prefiero ignorarlo. A él y a todas esas ideas, emociones y dudas que me rondan como moscas, que me acechan. Nomas quiero que mi coche llegue pronto, para poder dormir, aunque sea un rato.

Terminal central

Cinco horas en la terminal central, la más grande e importante de todas. Desde donde se va a cualquier lugar, a donde se llega desde cualquier parte. El centro neurálgico de todo. Una larga espera programada. Un lugar conocido. A mi alrededor, escucho murmurar en mil idiomas. Anuncian llegadas y partidas a cada instante.  Cerca, muy cerca, arriban los coches que llegan desde mi ciudad natal. Desde allí mismo salen, unos tras otros, como provocándome, como dándome una chance más cada vez, de volver al hogar, al útero materno. Y yo los dejo partir, como con cierta nostalgia. Todavía no es tiempo de regresar. Sabía que serían horas de larga espera, sin embargo…
Aunque mi colectivo llegó a horario, y yo llegué a finalmente a destino, un día después aun sigo sin saber donde estoy; la espera, me avisan, será por tiempo indefinido. Si bien la ruta fue la habitual, estoy en un camino que nunca hice, ni se a donde voy. Supongo que serán los riesgos admisibles de tener boleto sin fecha ni destino. Un pasaje en blanco. Un boleto mágico que no saqué en ninguna ventanilla, cuyo costo real no sé si alguna vez sabré. Pero ni modo, será cuestión de esperar.

FFCC

El tren  que esperaba estaba por llegar (lo escuchaba venir, lo veia venir, lo sentia venir).
No sé si detendrá, supongo que no. Sé que si me cruzo en su camino puedo obligarlo a frenar, puedo intentarlo; pero puede, también, que sea una tragedia, para todos.
Hace tiempo que lo espero, creo que hace tiempo que lo espero. Y sin embargo lo dejo pasar. De todas formas, no se detuvo.
 Me lamento, pero no mucho. Yo esperaba el tren, pero a mí no me esperaba ningún destino. No se aún a donde voy.

Otro día

Hoy no es lunes ni martes, pero estoy de nuevo en una estación, esta vez esperando el autobús de Ubajay hacia San José. Y ahí, otro rato en otra terminal, para entonces,  sí, salir hacia Paraná. Es viernes a la tarde, ha sido una semana larga y no da para filosofar demasiado. En realidad sí, pero no dan ganas de escribirlo. Ojalá ya estuviera allá. Ojalá me pudiese quedar en El Palmar. Esto de no estar en ningún lugar y en todos lados, de pertenecer y no pertenecer, de ser parte y no ser parte… puede que sea interesante un rato, pero se vuelve un mal hábito después de un tiempo. El no echar raíces te da cierta libertad de movimiento, pero estás siempre al borde del tropiezo fatal.

Entre los lunes y los martes

Algunas noches, entre los lunes y los martes,  me quedo dos horas en ningún lugar, sin camas pero con computadoras y café. Podrían ser dos horas laboralmente productivas, pero entre las tres y las cinco hay un «no sé qué» en el ambiente, que transforma esta terminal en un reducto imposible de ideas e imágenes absurdas, que difícilmente  tengan su oportunidad en otro momento de la semana. Sea esta, entonces, la primera de esas noches (aunque ya sea en realidad la quinta o la sexta). Vayan estas lineas sin destinatario real ni imaginario, a quien se tome la molestia de leer.
Diría alguien que yo conozco: alea jacta est  (o jacta alea est, o algo así)