El rito.

La mujer está arrodillada a los pies de un maguey en el parque junto a casa. Es domingo y pasan pocas personas por aquí. Nadie la molesta. Trae cruzado al pecho un morral abultado. De él va sacando las cosas más extrañas: un cuchillo, unas tijeras, un ramito de flores rojas, un racimo de frutos pequeños que no reconozco y una par de cosas más. La mujer esta nerviosa y fuma chupando con fuerza. Revisa las hojas de maguey y finalmente escoge una…

Yo la veo, de a ratitos, desde mi ventana. Yo la veo, pero ella no me ve. Yo cuido que no me vea. Ella está en al parque, a la vista de quien pase, pero yo siento culpa de mirar, de observar, de entrometerme con la mirada. Pero no puedo evitarlo. Y por esa vergüenza de voyeur principiante es que me pierdo gran parte del proceso, del ritual.

Cuando vuelvo a mirar, ya la hoja de maguey esta cortada longitudinalmente, hasta la mitad, y se abre bífida, como una lengua de serpiente. Chorrea la savia y ella va exprimiendo la hoja, untándose las manos y la cara con el preciado jugo. Pero no deja de fumar, ni un instante. Algo dice, sus labios se mueven , pero para mi, al otro lado del vidrio doble de mi ventana, la escena es una escena muda, aunque no nos separen ni tres metros de distancia.

Cuando vuelvo a ver, humean los restos de una fotografía, la hoja de maguey se ha transformado en un montón de fibras blancas, ya sin pulpa ni savia, de las que se ha atado el ramillete de flores y frutas rojas. La mujer camina en los alrededores, cigarrillo en mano, más nerviosa que antes, si es que eso fuera posible.

Luego de casi una hora, el ritual termina cuando la mujer vuelve al maguey, corta las fibras de las que colgaban las flores, lo envuelve en un pañuelo, guarda todo en su morral y se va de la plaza, como si nada, hacia la parada de autobús al otro lado de la avenida.

Yo quedo así, como triste por el maguey lastimado. No, no era de los más grandes y más viejos del parque, aunque debe tener, sin duda, su decena de años. Es verdad que sus hojas están todas escritas y autografiadas, quien sabe desde cuando, con esas cicatrices que no se van de plantas como estas. Pero en nombre de quién sabe quién, y a cambio de quién sabe qué, esta vez lo han lastimado mucho. Y a mi me da más lástima el maguey que la señora, sea cual haya sido su pedido…

Custodios.

Desde la ventana veo el parque. Lo veo bien, no hay una calle de por medio, sino apenas un caminito de concreto, peatonal y ni siquiera tan usado. Por eso la vida del parque es parte de nuestros días. No tenemos cortinas, no podemos evitarlo. Por eso puedo decir exactamente cuando llegaron los pozos: hace tres semanas y dos días.

Llegaron las cuadrillas y se pusieron a cavar. Unos doce pozos en todo el parque, muy prolijos, como de sesenta por setenta, y tal vez ochenta de profundidad. Obviamente, no todos aparecieron el mismo día. Una semana les llevó, al menos, terminar las tareas de cavar y rodear cada pozo con las cintas rojas y blancas de seguridad.

Ya viendo la distribución de los pozos, y conociendo la realidad de este parque olvidado de todos, no fue tan difícil adivinar que eran pozos para colocar columnas de luz, cosa que a todo mundo – o casi – haría muy feliz. Hasta aquí, pura algarabía y entusiasmo por las buenas nuevas.

Pero la cosa es que cada día, luego de ya estar bien cavados los pozos, llegaban las cuadrillas a… custodiarlos. Por cuatro o cinco horas, ahí parados, junto a un pozo o el otro, esperando quién sabe qué. Sacando del pozo, por hacer algo de rato en rato, la tierra que la lluvia de cada día volvió meter; arreglando las cintas plásticas que la intemperie ha deteriorado o algún pillo rompió al pasar; fumando un cigarrillo o filosofando sobre la vida. O dándole compulsivamente al celular, jugando, chateando o navegando por el mundo tan poco extraño de facebook. Pero principalmente custodiando los pozos, cuidándolos, como si algún tesoro secreto hubiera escondido allí, o como si existiera la remota posibilidad de que se escaparan de su lugar…

Así, día tras día, desde hace más de dos semanas. Esperan, supongo, que lleguen los postes que no llegan. Mientras tanto, dos rectángulos más han aparecido marcados con cal, señal de que nuevos pozos llegarán en breve. Tal vez sea porque van a poner más luces. O porque ya no saben que hacer los custodios con tanto tiempo de no hacer nada con la pala en mano. Como sea, al parque le viene bien que le remuevan un poco la tierra, tan apisonada por años….

Sobre la magia.

Yo no sé si creo en la magia. Tal vez sí, tal vez no. Tal vez solo a veces. Y cuando hablo de magia, no sé si es de magia o de algo que se le parece. Es más, no sé que es la magia exactamente, pero como cualquiera, lo intuyo. Como cualquiera, imagino, busco y armo de a pedazos mi propia definición.

Y a veces creo, y a veces no. La mayoría de las veces no, pero a veces sí (porque a veces se elige y a veces no). Pero incluso cuando sucede que sí, incluso entonces, también tengo mis parámetros, como cualquiera, como todos. Qué sí es y qué no es. Cuando sí y cuando no. Hasta donde sí y hasta donde no. Donde nace y donde muere, donde vive y de que está hecha. Y así formo mis opiniones.

La magia, creo yo, no está en la galera. Ni en el abracadabra. Ni en la varita a la que llaman mágica. Ni en la pócima ni en el brebaje que hierve en el caldero. Para mí que es algo que está mucho más adentro, por decirlo de alguna manera. No en el conejo, no en el mazo de cartas. Ahí, tal vez, esté el truco, pero no la magia.

Tampoco la magia del momento está en el momento. No en el eclipse, ni en la luna llena. La magia está en otro lado, y ese otro lado no son las estrellas ni las tripas ensangrentas de una oveja. No está en las palabras, ni en las piedras, ni en un agua en particular, como si no fueran todas las aguas la misma agua. No está en los rituales ni en los lugares sagrados. Obviamente, la magia no está en el corazón del sacrificado, ni en la estampita, ni en la estatua. La magia, casi que podría asegurarlo, no está en los dedos cruzados, ni en el gato negro ni en los espejos (ni en los rotos, ni en los sanos).

Pero la magia, tal vez, esté en los magos, en las brujas, en los adivinos, los nigromantes y las hechiceras.  O simplemente en el gente. A mi me gusta creer en la gente. Yo prefiero creer en la gente.

Las vecinas

(Antes que nada, quiero dejar en claro que el texto a continuación es pura ficción, de verdad lo digo, es pura mentira. Cualquier similitud con personajes y situaciones de la vida real es pura casualidad, se los juro. No vayan ustedes a creer ni una palabra, por favor. Por favorcito, de corazón se los pido…)

No voy a nombrarlas. Porque no corresponde. Pero además, porque no me sé sus nombres. Los escuché un par de veces, pero no los retuve. Y como sea, no voy a nombrarlas, no vaya a ser que, por esas cosas de la vida, un día lean esto. No voy a nombrarlas, no vaya a ser que se den por aludidas, y mi integridad corra peligro. Mis vecinas, las brujas malas, son gente de temer.

Sé perfectamente que en general las brujas son buenas, a pesar de lo que digan los cuentos de antes. Pero no es este el caso. Aunque lo aparenten, las estas doñas no tienen nada de buenitas. Yo lo sé, porque a veces vamos a las reuniones de vecinos que se hacen, prácticamente, en la puerta de nuestra casa. En el parque del barrio en realidad, pero es casi la puerta de nuestra casa. Desde la ventana del comedor vemos que se va formando el aquelarre, y allá vamos. Con una dotación enorme de antiácidos en los bolsillos, vamos para que después no digan que nadie va, que a nadie le importa.

Estas vecinas no quieren a nadie. Ni entre ellas se quieren. Arman y desarman entre ellas frentes de acusación mutua, que ni con seis años de estudios intensivos de política internacional podría alguien entender. Tampoco soportan nada: como por arte de magia sacan sus propuestas de enrejar por aquí y por allá, indiscriminadamente, ya sea un pedazo de parque, un sector del paseo, o las mismísimas calles. Es su hechizo predilecto, su solución para todo. Eso, y poner cámaras de vigilancia en cada poste, en cada casa, y si fuera posible, en cada árbol.

Como en los cuentos, estas señoras brujas odian a los niños y especialmente odian el ruido que hacen los niños. No estoy inventando, ellas lo dicen abiertamente. Sienten repulsión por los adolescentes, para qué engañarnos, y más aún si se los ve felices retozando en el parque. A los jóvenes los odian por jóvenes, supongo. Y a los demás, a los que no son de su exclusivo club de mujeres «bien», los odian nomas por existir. Ni vendedores, ni pasantes, ni estudiantes. Ni profesores, ni mendigos. A nadie quieren cerca. Que nadie se atreva a poner pies en su reino, porque ellas, y solo ellas, tienen el poder de invocar a los poderes terrenales, pero también a los otros.

Incapaces de ponerse en los zapatos de nadie, alzan las banderas de quién sabe qué decencia ofendida, y escandalizadas se elevan sobre el resto de los mortales como las mártires del barrio; sus salvadoras, sus profetas y su única esperanza. Dueñas de todas las verdades, quien las contradiga se hará inmediatamente merecedor de todo tipo de maldiciones y tendrá que vivir temeroso de su ira de por vida.

Su séquito, sus acólitos, van aprendiendo rápido. De un año a esta parte se ven sus progresos y dan miedo. Sus rictus fruncidos de perpetua indignación van dejando huellas profundas en sus rostros. A diferencia de sus maestras, aún no saben simular simpatía proselitista y sus sonrisas forzadas intimidan y espantan.

Entre sus principales poderes, se encuentra el de transformar conceptos como el de «Espacio Público» en algo tétrico y peligroso; el de invocar los Derechos Humanos para reprimir a quien ose pisar el pasto y el de decidir, a su entera voluntad, cuando las leyes sirven y cuando no.

De verdad dan miedo nuestras vecinas; incluso sin sus poderes brujeriles lo darían. También dan vergüenza ajena y gastritis.Y aunque hay que reconocer que les sobra voluntad y cierta tipo de vocación comunal, esa voluntad y esa vocación son bastante retorcidas. Saben perfectamente, creo yo, del dilema en que nos sumergen al invitarnos a participar: si no participamos, lo dejamos todo en sus crueles manos; y si nos sumamos a su club, nos volvemos cómplices de sus acciones. Lo saben, y me atrevería a decir que lo disfrutan.

Maldito dilema bien pensado, pero así funciona la cosa. Y es una lastima que no haya nadie más por aquí, ni siquiera nosotros, que esté dispuesto a jugar el rol que ellas ostentan. Porque te da, sin duda, una cuota de poder, una cuotita, pero también algo demandante, agotador y exigente. Y te vuelven blanco de todo tipo de antipatías. Ya lo ven.

Tiranetas

Cuando se vive en un país que no es el país natal, ni el que nos vio crecer, la posibilidad de aprender nuevas palabras cada día es tan alta, que es más una certeza que una mera posibilidad. Incluso si en ambos países se habla el mismo idioma. Porque el idioma que se supone que es el mismo, no es tan el mismo. Porque la gente que escuchamos y con la que hablamos ya no es la misma. Porque lo que leemos ya no es lo mismo. Y por la historia, y por las mezclas, y por las influencias. Y quién sabe por qué otra enorme cantidad de cosas más.

O porque así es la vida. Algo que pasa, algo que fluye, algo que cambia, aunque a veces cambie poquito y muy lentamente. Y a veces ese cambió chiquitito y casi imperceptible no nos deja mas enseñanza que una palabra nueva. A mi me gustan esos días porque me gustan las palabras. Me gusta jugar con las palabras nuevas,  inventar palabras, descubrir palabras. Mezclarlas, inventarles insólitas derivaciones y etimologías. Y me gusta, sobre todo, compartirlas con quien comparto mis días, porque en estas cosas compartimos las manías. Juntos jugamos a hacer malabares de palabras y crucigramas en el aire. Nos desafiamos, nos provocamos, nos retrucamos y siempre, siempre, terminamos riendo y a los besos. Nos divertimos con poco, pero nos divertimos mucho.

Hoy, mientras esperábamos nuestro pedido en un cafecito del barrio, nos llamó la atención la conversación de la mesa que estaba justo detrás de mí. Dos hombres hablaban de filosofía. Hablaban y hablaban. De Aristóteles, de Hume, de Kant. De los antecedentes de la democracia directa, de la falta de referentes suficientes, de la nueva sede de estudios filológicos, de los planes de estudios de hace veinte años, del Chopín y de Strauss, de lo que debería ser, de lo que mejor ni hablemos. Hablaban y hablaban. De todo, mucho y más fuerte de lo que en las apretadas mesas del café sería de buena educación.

Y sí, nosotros conversábamos de nuestras cosas también, aunque su erudita diarrea mental se metiera a cada instante en la nuestra, para mezclarse un poco, aunque ellos no lo supieran. Confieso que estaba divertida la cosa. El gurú y el aprendiz, arreglando el mundo y ajenos al mundo. Esgrimiendo citas contra citas, de casi todos los famosos de los últimos 3000 años.

Y de repente, llegó la palabra nueva del día. Así de repente y sin aviso, que es la mejor forma que tienen de llegar. Mi cómplice en el juego la dejó caer por lo bajo: tiranetas. Y claro, apenas la oí, y antes de preguntar nada, intenté rápidamente adivinar, porque es parte ineludible del juego. Mi primera opción fue bastante ridícula, por no decir absolutamente absurda. Era algo así como: «tiranetas, dícese de pequeñas tiranas, de poca monta, y casi nulo poder».

Y ahí si, pedí repetición. Viendo el conocido gesto en mi cara de no entender nada, repitió más lentamente: tira-netas. Dicho así lo entiende cualquiera. «Tiranetas», aquí en México, es el que en Argentina «tiene la posta», el que «te canta la justa». El siempre famoso «que se las sabe todas», y que además no puede vivir sin hacérselo saber a todo el mundo.

Terminamos nuestro postre y nos dimos cuenta que habíamos perdido hace rato el hilo de la conversación ajena. Pagamos lo nuestro y nos fuimos a casa, aún entre risas y besos.

Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

El otro payaso.

Con la convicción de que hacer reír es bueno, el payaso se consuela.

El fantasma del buen Garrik lo guía, lo invade, lo acompaña.

Ya no soporta hacerse el tonto, pero es lo que mejor funciona.
Ya no quiere seguir tropezándose a propósito con sus propios pies.
Ya está cansado de pintarse la cara de blanco y de tanta ridiculez.
Ya está harto de caer de cara en el pastel, una y otra y otra vez.

Pero el númerito del payaso listo no funciona aún del todo bien.
Al menor gesto de inteligencia los niños se asustan y  lloran.
Y los adultos fruncen el ceño, fruncen la nariz, y todo lo fruncible.
Porque también los adultos les temen a los payasos inteligentes.

Si no es de la desgracia ajena, parece, ya no saben de que reírse.

(y eso no está bien, nunca lo estuvo, nunca lo estará)

El Jugador.

A todos los niños les gusta jugar. Jugar es simular mil escenarios posibles, mil realidades distintas y vivir un rato en ellas. Es una forma de aprender y de crecer.  Incluso el jugar compitiendo es parte de ese proceso de aprender que a veces se gana, a veces se pierde  y que en general no pasa ni lo uno ni lo otro.

Pero después de un tiempo, tal vez el más importante de todos los aprendizajes sea el de distinguir que un juego es un juego y nada más que eso. Se juega, se disfruta del juego, se termina de jugar y la vida continua. Una vida que también se puede disfrutar.

Aunque no para todas las personas la cosa es igual. Al menos para una persona no fue así. Y yo conocí a esa persona. De chico le gustaba jugar, como a todos. Pero ganar le gustaba mucho más que a cualquiera. Es más: solo jugaba a algo si existía la posibilidad de ganar. Para él ganar era vencer, derrotar. Y siempre le molestó profundamente perder. Mucho. Tanto como para seguir malhumorado por días si lo descubrían en las escondidas o le adivinaban una adivinanza.

Por eso, creo yo, a nadie le gustaba jugar con él. No era nada divertido. Casi que daba miedo. Miedo a que ganara, porque se volvía insoportable en sus festejos. Y más miedo a que perdiera, porque ahí sí que se enojaba, pateaba tableros, azotaba puertas, denunciaba imaginarios complots en su contra, reclamaba revancha como quien reclama venganza. Sus rabietas no eran divertidas, ni siquiera un poquito. Así que algunos optaron por dejarlo ganar siempre, otros se rehusaron a jugar con él bajo cualquier pretexto y otros simplemente evitaron cruzarse en su camino.

Hay que reconocer que era bueno en casi todo. Bueno, pero no tan bueno. No tan bueno como el creía ,al menos. Y por no aceptar la derrota por mérito ajeno o por error propio, se volvió supersticioso: si perdía era por mala suerte, por haberse cruzado con un gato negro, por haber volcado la sal, por haberse levantado con el pie izquierdo. O por rascarse el codo contra la costilla siete segundos antes de levantar las cartas de la mesa.

Como era bueno en casi todo, también era bueno a la hora de disimular. Por eso nadie se dio cuenta de sus rituales cotidianos para espantar  la suerte adversa, ni que los límites entre el juego y la realidad eran cada vez más difusos para él.

La vida se convirtió, para él, en un juego de conspiraciones donde todos jugaban, aún sin saberlo. Se convirtió en un juego de reglas que había que ir adivinando, reglas que había que ir inventando, donde cada vez había más contrincantes y menos aliados. Una vida donde, además, todo es apostable: el dinero, las personas, los sentimientos, los ideales y, también, el alma.

El corrector (de finales)

Me lo encontré en una estación, pero bien podría haber sido en la sala de su casa. Tan a gusto se lo veía, como si la gris y fría banca de cemento donde apoyaba el culo fuera el más mullido y confortable de los sillones. Largando humo hasta por las orejas, más allá de carteles y advertencias, leyes, usos y costumbres modernas. Los ojos un poco vidriosos, un poco rojos, un poco perdidos, pero con su chispa intacta. Y un montón de libros, cuadernos y libretas desparramadas alrededor. Libros viejos, manoseados, ajados. Libros marcados por doquier. Cuadernos escritos, tachados, garabateados. Tan invisible, tan fuera de contexto y tan el centro de todo.

Fue verlo y reconocerlo al instante. Era él y solo él a quien yo buscaba desde hacía tiempo sin saber siquiera que buscaba algo. La persona ideal para la osada tarea que tenia que encomendarle ¿Quién más se iba a animar? ¿Quién más dispondría del tiempo? ¿Y quién, juntando esos dos requisitos, tendría además la capacidad de hacerlo y hacerlo bien?  Creo, no lo sé, pero creo, que me vio y me reconoció también. Me sonrió y me tendió la mano, como pidiendo la lista que yo aún no había plasmado por escrito, pero que me sabía bastante de memoria.

En la parte de atrás de un boleto viejo enumeré seis o siete obras. No hacía falta que pusiera los autores, estaba más que claro. Tampoco hizo falta que me dijera cuando estaría listo el trabajo. Cuando lo estuviera, en esa estación o en cualquier otra, nos volveríamos a encontrar.

No. Nunca. Jamás.

Ni a propósito, ni por error.
De ninguna forma ni por ningún motivo.
Ni siquiera por puta casualidad.
Ni por lástima, ni por compasión siquiera.
Se apelen los medios a los que se apelen.
Ni por favor, si se los pidiera.
Ni por las causas primeras,
Ni por las razones últimas.
Ni para cumplir formalidades.
Ni para simular simpatías.
Ni si por las dudas ni si por tal vez.
Ni por curiosidad, por leve que sea.
Ni, definitivamente, por genuino interés.

Ahora lo ves, y ahora ya no lo ves.

Así es. Ahora lo ves. Y ahora ya no lo ves.
En un parpadeo fugaz, en un tronar de dedos.
Sin siquiera un abracadabra, sin contar hasta tres.
Así es la magia sin trucos de los eternos escapistas.

Jugando a ser viento, a ser humo, a ser nada.
Se calzan su ajado traje de fantasma gris y se pierden.
Se desvanecen frente a tus ojos y ya no hay nada que hacer.
Apenas un vaho rancio queda a modo de involuntaria pista.

Los presentes harán su pantomima de sorpresa.
Organizaran una profunda búsqueda simulada, otra vez.
Como para matar el tiempo de espera imprescindible.
Porque el show así lo exige, porque el show así lo manda.

Y esperando, esperarán que vuelvan a materializarse.
Los escapistas, los magos trashumantes, siempre vuelven.
Como dicen que dicen que vuelven las oscuras golondrinas.
Como ciertos recuerdos, también oscuros, irrenunciables.

A su regreso siempre son más bellos a nuestros ojos.
La magia se ha cumplido, cierra su ciclo, se corona de gloria.
La angustia, como la ausencia misma, deja de ser eterna.
Los aplausos y las risas festejan a la muerte que no fue.

(Y yo descruzo los dedos a escondidas. Respiro hondo.
Por suerte ha vuelto. Ojalá se quede por mucho tiempo)

Doña Ricarda

Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.

El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior  y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.

Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.

Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.

Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.

Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.

Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.

No estaban muertos…

Cuando de niña escuchaba hablar de los organilleros, siempre era con un dejo de nostalgia. Para mí eran algo muy antiguo, de un pasado que era más de la infancia de mis abuelos que de mis padres. Una especie extinta, desaparecida, de un pasado remoto.

Incluso en mi ciudad, que hace un siglo ya era ciudad a su manera, había un organillero. Uno, por lo menos. En la plaza principal. Con un mono. Eso fue lo que escuché siempre en casa. Y en mi cabeza infantil lo transformé en un ser mitológico, como los colchoneros, los deshollinadores, o las vendedoras de mazamorra de los tiempos de la Independencia.

Los organilleros eran seres de una época en que la música automática era casi magia, aunque fuera tan sencillamente mecánica. Seres que le daban vuelta a la manivela y que al compás de una musiquita hacían bailar un mono. Todo por unas monedas. Y tal vez, por amenizar una tarde en la plaza, por ver las miradas fascinadas de niños y grandes, quien sabe….

Organillos y organilleros vivían, para mí, en ese mundo mágico y triste de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas que solo sobreviven en los museos, los libros y las películas. Eran de esas cosas que yo supuse que no conocería jamás, como los dinosaurios. Y eso era parte importante de su perfil romántico.

Pero pasó un día, cuando yo ya tenía más de treinta, que por esas cosas de la vida, me encontré viviendo en otra ciudad y en otro país. Y en la esquina de la nueva casa, ahí nomas, a un par de decenas de metros, en su uniforme marrón gastado, estaba dale que dale a la manivela un organillero con su organillo.

Ya no lleva un mono atado con una correa para que baile al son. Hoy no sería políticamente correcto. Pero sí lo acompaña un asistente que, gorra en mano, va pidiendo una colaboración «para mantener la tradición». Se mueve rápido por entre los automóviles en lo que dura el rojo del semáforo, entrenado el ojo para detectar desde lejos el más mínimo gesto de quien quiera dar.

La primera vez que lo ví, de alguna forma también me maravillé. Se supone que las cosas extintas no vuelven a la vida. Pero allí estaba. Y yo creí, por un momento, que tenía el honor de estar frente al último de los últimos. La música no era tan bella como imaginaba, pero la mística de los años de ser místico lo enmendaba fácilmente.

Luego, un tiempo después, alguien me dijo que solo aquí, en este lugar del mundo, quedan organilleros, y que son rigurosamente cuarenta. Y yo no termino de creerles, los hay por todas partes. En casi todos los semáforos donde se cruzan avenidas importantes. Y en el centro, en la peatonal, en los parques. Hasta sindicato tienen. Dos en sindicatos, en realidad. A mi no me joden: en vía de extinción no están, ni por casualidad.

Lo que sí me atrevo a poner en duda, fuertemente, es que aún existan afinadores. O tal vez sí los hay, y se mueran de hambre. Porque el odioso sonido de los organillos puede llegar a desquiciar a cualquiera. Empiezo a creer también, que las monedas que la gente les da es para que ya paren de una vez, para que ya no sigan. Me suena más a extorsión que a arte, ¿que quieren que les diga? Hasta me han dicho que dicen que algunos usan grabaciones. Espantosas grabaciones de espantosas melodías que ya no son las hermosas melodías que solían ser.

Y sí, a veces, con culpa, fantaseo con extinguirlos y mandarlos de nuevo allí donde vivían, el romántico mundo de las cosas de un pasado mejor, más humano. Sino a todos, al menos a aquél que se pone cada día en la esquina de casa.

Margaritas a los chanchos

Con el alma compungida y el semblante triste de los que están siempre tristes, fue a sentarse en el peñasco desde el que se veía la mitad del mundo. Y mirando el horizonte como quién busca respuestas, se repitió las mismas preguntas que ya se había preguntado mil veces:

¿Por qué alimentar a la Bestia con los mejores frutos de mi huerta?
Si no los pide, no los necesita, ni los aprecia. Ni se digna a probarlos.
Todo lo que le ofrezco, frutos y frutas, se pudre en bandeja de plata.

¿Por qué alimentar a la Bestia con los mejores frutos de mi huerta?
¿Por qué? ¡si con mucho menos le basta!¡incluso con nada!

¿Por qué he de ofrecerle mis mejores lineas y mis más sentidos versos?
¿Por qué? ¡si con mucho menos le basta!¡incluso con nada!

Y en el horizonte que miraba, o tal vez más allá, encontró la respuesta. No le gustó, pero bien sabía que las respuestas no siempre han de gustar. Y de su próxima cosecha, separó lo más hermoso para los que amaba, y también algo, un poco nomas, para la Bestia. Por las dudas. Quién sabe. Tal vez, un día, cambiase de parecer. Esas cosas pasan.  A veces pasan. Al menos, eso dicen.

Un espectro.

Por su arte de aparecer y desaparecer.
Por su eterno ansia de ser y no ser.
Por su porte altivo de alma en pena.
Por su capacidad de hacer temblar a cualquiera.
Por su deambular que se hace eterno.
Por su don perdido de la ubiquidad.
Por su aire de poeta extraviado.
Por su estigma de antiguo espíritu filosofal.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Traslúcido más que transparente.
No es invisible, pero sabe ocultarse bien.
Insondable en esa niebla que lo define
y lo confunde con esa otra niebla que lo rodea.
Demasiadas vidas vividas en demasiados mundos,
demasiado al mismo tiempo.
Aparenta cuarenta y tantos.
Puede que sean cuarenta y cien.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Con la soga rota siempre al cuello.
Siempre amaneciendo de regreso del más allá.
Enojado, serio, triste, condenado.
Siempre en el filo exacto de no sé qué.
Pero de risa fácil y de risa franca,
intuyo que incluso desde el llanto sepulcral.
Rápido en el tablero que desprecia,
juega siempre a no perder, pero sin nunca ganar.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Y porque para sí mismo eligió el traje solemne de fantasma gris.
Con los hilos que le ofreció la vida se confeccionó su traje a medida.
Cual guante, piel de fantasma adherida a la piel, y también al alma.
Tiene el raro privilegio de ver siempre un poco más que los demás.

Invocarlo es un ritual largo, monótono y amargo,
pero siempre, absolutamente siempre, vale la pena.
Aunque no sea más que por un rato.

(Que también de a ratos se construyen eternidades)

El mal jardinero (o el jardinero del mal)

Don Aurelio es el encargado del parque junto a nuestra casa. No se llama Aurelio, claro. Podría llamarse también Don Benancio, Don Cipriano o Don Adelfo. Pero Aurelio es un nombre que le va tan bien como cualquier otro. Digamos que le decimos Aurelio por no revelar su nombre verdadero. Pero la verdad es que hubo un día en que supe su nombre, y ese mismo día lo olvidé.

Malhumorado, mas bien bajo y, a simple vista, mal tratado por todas las circunstancias. Como si recién se hubiera bajado de una mala mula, así va por la vida. Quejándose con quien pueda, de lo que sea, siempre que se presente la ocasión. Acusando a los unos y a los otros, por todo lo malo, por todo lo falsamente bueno y por las dudas también. Conspirando entre las hilos del micro universo que es el parque, que ni siquiera es un parque tan grande.

Mal encarado, y mal querido por el barrio, pero con justa razón. Vende su simpatía y su favor a cambio de unas monedas extras, que bien pronto se convierten en cuota quincenal. ¡Y como se resiente si las monedas no llegan!. Abusa de su ínfimo poder a través de tontas venganzas: montones de hojas o toneladas basura se acumulan frente a la casa de su enemigo predilecto de cada semana.

Pero dejando de lado su mal humor, es mal jardinero, se mire por donde se mire. Tan malo que le queda grande el titulo de jardinero. Y también le queda grande el titulo de cuidador. Inclusive el titulo de barrendero. Mal tipo diría yo, aunque no sé como sea el hombre cuando vuelve a su casa.

Pero mal jardinero sin dudas. Y mal tipo, me figuro.

Con su sobrero de paja roída calado hasta las hojas y su uniforme desteñido que lo camufla con el entorno, aparece y desaparece entre los árboles como por arte de magia. Nadie sabe cuando viene o cuando no. Es como un espectro en eterna enemistad con los vecinos, con los pasantes, con los deportistas e incluso hasta con las parejas de enamorados que mal que mal, disfrutan el rato sobre el pasto seco o la tierra pelada.

Cuando hace unos pocos años llegué a estas tierras, intenté hacer las cosas bien. Me presenté con el Don, me ofrecí para ayudarle en algunas cosas, su discurso me dio lástima. Casi que caí en su trampa. Hoy estoy en su lista negra, no lo dudo. Encontramos su marca siniestra en nuestra puerta.

Malabares invisibles

El mimo malabarista hace malabares con pelotas invisibles.

Concentrado su semblante, fija su mirada quién sabe dónde.

(quién sabe donde o quién sabe cuándo).

Las bolas no se ven, nosotros no las vemos, pero claramente se revelan de cristal.

Y en su interior, también invisibles a nuestros ojos, se adivinan pequeños tesoros.

¿Serán trozos de su vida? ¿recuerdos? ¿sueños? ¿ideas sueltas? ¿proyectos? ¿anhelos?

¿Serán indómitos sentimientos por fin dominados? ¿sensaciones? ¿pensamientos?

¿Serán, acaso, sus pequeños demonios encarcelados en bolas de cristal imaginario?

Algo así ha de ser, supongo.

Nunca vi malabarista tan esmerado, ni tan cuidadoso.

Toma las etéreas esferas delicadamente, con suavidad y ternura.

Las arroja, una tras otra, con la segura precisión que da la experiencia.

En su cara de mimo pintado, todo y nada se trasluce en un mismo gesto:

Esperanza, miedo, alegría, orgullo, incertidumbre, amor, respeto.

Y cierta templanza insondable, que me fascina a la distancia.

Ese otro

El hombre en el parque junto a la casa.

Lo veo a lo lejos, desde mi ventana.

Ese hombre parado ahí, como una estatua.

Como una esfinge esperando su respuesta.

Como esforzándose en ser parte del paisaje.

Perdida quien sabe donde la mirada.

(tal vez mira al sudeste; esas cosas pasan)

Inmutable pero también indefinido.

Como un triste fantasma petrificado.

Como una estatua de sal o de niebla.

Tan presente y ausente en un tiempo.

Tan presente, tan pasado y tan futuro.

Tan propio, tan ajeno, tan distante.

(Yo no sé lo que espera, pero lo intuyo)

Agua

Hacia tiempo que no llovía y en su tierra hacia falta la lluvia.
La sequía, callada, prolongada y violenta en su pasividad,
amenazaba con acabar de una vez y sin embargo, persistía.

Y ellos se sentían capaces de hacer llover.
Improvisaron una danza de la lluvia.
Nada extraño, nada complicado, sin sofisticasiones.
Solo deseo, voluntad, sudor y una fe casi de fantasía.

Danzaron y se desató la tormenta.  Y llovió.
Ellos sonrieron reconociendo la increíble coincidencia.
Ellos sonrieron y descansaron sin dejar de sonreír,
queriendo creer, desde lo mas profundo, que hubo algo más.

 ( Y tal vez lo hubo, tal vez lo hay; aún no deja de llover )

Sobre libros, palabras, deseos y olvidos

En el libro en cuestión, que no es un libro cualquiera,
ella le dice que su última orden, su último deseo, será que él la mate.

Dicen algunos que dicen que saben que, efectivamente, la mata.
Otros, que también dicen que saben, opinan que no.
Yo prefiero creer que ella pide que al final la olvide.

Porque olvidar es una forma de matar, y también de morir.
Casi siempre necesaria, muchas veces imprescindible.
Casi nunca deseable, pocas veces posible…

Sus sonrisas

Volver a ver sus sonrisas pronto,
y sentir en cada rincón de su casa,
y en cada lugar por donde pasan,
su habitual brillo, su calor y energía.
Eso sería para mí una enorme alegría.
Y poder brindarles, en un abrazo,
toda la fuerza y la esperanza mia,
para vivir estos días…

Lord of the Keys

…and they said:
 
«In The Wolf we trust».
 
And so do I.
Always.
 
Congratulations, my dear friend.
 
[IM/LYATT]

Observaciones sobre una performance

Comienza la acción.

Son palabras proyectadas. Me sorprende pero no me sorprende del todo. Yo estoy un poco más habituada a leer las acciones que a verlas. Hace tiempo creo que todos deberían poder leerlas. Esta vez sí pueden. Sobre la pantalla, la descripción de lo que irá sucediendo, la explicación no del todo desarrollada del porqué y la exposición atípica de las emociones que desencadena el proceso.

Después, el hombre de rojo se para entre la pantalla y el proyector. Y las palabras se proyectan en él. Están escritas en primera persona, como si las estuviera diciendo. Pero no. Lo único que se oye es el suave ronronear de la maquina y llanto contenido de una bebé más allá del escenario.

Comienza la acción a la que llamamos acción; veo los ojos que la ven.

Después me preguntarán porqué me parece tan importante el silencio como elemento de la obra.

A mi me parece una pregunta absurda. Pero el contexto la justifica: todo es tan absurdo que se completa el sistema con una lógica que se sustenta a si misma. Entonces trato de explicarme.

El silencio éste es como el silencio de las tardes de verano en el pueblo, o de las noches de invierno en el campo: un silencio absoluto en el que todo lo que nunca se oye se deja escuchar.

El silencio éste es como el espacio vacío, como el tiempo muerto, el soporte de toda la obra.

Sin el silencio no podrían oírse los pasos descalzos sobre la madera, la fricción de la ropa contra el cuerpo, el roce del pincel sobre la piel. Ni se oirían los latidos del corazón del hombre de rojo, que es, al fin y al cabo, el tictac de este ingenio relojero.

Por eso, creo, la obra se termina cuando el silencio se materializa y muere en el sonido de una flauta. Ya no queda ni tiempo ni espacio ni silencio para más nada.

El Fantasma de Sir Richard

En el parque, frente al río, temprano en la mañana, cuando apenas amanece y se va levantando la helada bajo el rojo intenso del sol recién nacido. Ese es el momento ideal para encontrarse con el fantasma de Sir Richard. Y en algunas siestas de tibieza otoñal.La sabiduría de sus palabras hay que saber interpretarlas. Habla poco, siempre tan amable como cuando vivía y no era fantasma, ni era Sir, ni era Richard, sino Ricardo, el hombre sin mas techo que el mismísimo cielo. Un hombre viejo a fuerza de intemperie, penas y alcohol que paso algunas temporadas rondando por nuestro barrio.

Todavía hoy, como entonces, se hace presente así como de repente, pero ya no pide ni una pequeña monedita, ni una corbata, ni una silla, ni una espumadera.

Y como aquella vez, sin pedir mas, ofrece incluso aquello de lo que parece que más carece: palabras de consuelo y algo de fe.

Yo no sé bien porqué, en aquel frío amanecer, le dí las gracias y rehusé su oferta. No se porqué, lo sigo haciendo cada vez.

Acto 8 – escena 4 (excusas)

Una persona: que la vida es dura..

La otra persona: es verdad.

La primera persona: y que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente…

La otra persona: así dice el tango.

La primera persona: que errar es humano…

La otra persona: todos nos equivocamos de vez en cuando.

La primera persona: y además, el contexto es adverso…

La otra persona: ha habido tiempos mejores.

La primera persona:  ya no se puede creer en nadie…

La otra persona: eso se rumorea.

La primera persona:  todo es relativo…

La otra persona: puede ser.

La primera persona: y que las cosas ya no son como eran…

La otra persona: ahmmm…

La primera persona:  y en verdad, las circunstancias no se prestan…

La otra persona: mmmmm…

La primera persona: y este clima que, para colmo, no ayuda…

La otra persona: …

La primera persona: ¡uffff! ¡Qué bueno que comprendas!

La otra persona: comprendo, comprendo…

La primera persona: la vida es injusta…

La otra persona: tenés razón.  Y nosotros no somos más que marionetas del destino. De todas formas, bien podrías haberme avisado que no ibas a venir…

Mitológicas 2: el penúltimo vuelo de Ícaro

El padre construía, para él y para su hijo,
dos pares de alas con plumas, hilos y cera.
Ícaro construía otras alas, pero con plumas de ensueño.
Dédalo era, sin duda, un tipo admirable; un inventor, un artista,
constructor de laberintos de pesadilla, señor de los escapistas.
Ícaro era apenas un poeta, apenas y a su manera.
Con sus efímeras alas hechas de nada,
regresó una noche a todo lo que amaba.
El día siguiente fue el gran día de la fuga.
– No tan bajo, no tan alto – le advirtió el hacedor.
Quien sabe que pasaba por la mente y el corazón de Ícaro.
Pese a todas las advertencias, fijó su rumbo directo al sol.

Vivencias memorables

Siete personas y un perro alrededor del fuego.
Historias de vida muy distintas y muy calladas.
Y un costillar de ciervo en una estaca asándose lento.
Absolutamente todas las estrellas en un cielo sin luna.
El pueblo más cercano, para nada cercano.
Ni un destello de luz civilizada hasta donde alcanza la mirada.
Y una guitarra mancillada que no pudo ante el imponente silencio.
El silencio no tan silencioso de la noche en el monte.
El anfitrión corta con el único cuchillo disponible las raciones.
Las reparte en un pedazo de hoja de diario junto a un trozo de pan.
Una botella de agua y una botella de vino pasan de mano en mano.
Cada cual a su manera agradece silenciosamente el alimento.
Y agradece la bebida, el fuego, la naturaleza que nos cobija, y la compañía.

Bubbles

En la estación, un vendedor ambulante vestido de payaso hace pompas de jabón que vuelan por todo el lugar.

Su ingeniosa maquinita de tres pesos con cincuenta hace miles de burbujas y burbujitas. Los niños se empecinan en destruirlas a todas, una por una, entre risas, saltos y gritos de algarabía.

Pero hay una niña que no. Sentada en un rincón, simplemente observa las burbujas que escapan a la masacre, y las sigue con la vista hasta que se desvanecen por motu proprio. No ríe como los demás niños, pero en su carita se adivina una felicidad muy distinta.

Yo me siento a su lado y trato de ver los que ven sus ojos de nueve años. No hace falta que le pregunte nada.

– ¿No son son hermosas?- dice, entre afirmando e interrogando a alguien que no soy yo.

Y entonces sí,  veo en los efímeros mundos de reflejos y colores todos los continentes y los océanos, todas las historias y todos los personajes.

Y ahí me quedo, también sonriendo, hasta que se termina la improvisada representación de este big bang de fantasía.

De viajes, montañas, sabios y preferencias

Otra vez el mismo viaje imaginario.

Un camino que sube a una montaña, en cuya cima hay una cueva donde hay un viejo sabio al que le preguntaremos algo. Algo cuya respuesta posiblemente ya sabemos. O del cual recibiremos algo, un regalo cuyo significado habrá que interpretar en el camino de regreso.Una vez, dos, cinco. Trescientas veces el mismo periplo.

Yo preferiría que el sabio fuese el vecino de la puerta junto a mi puerta. O la tía de una amiga. O el hijo del lechero. Yo preferiría que el sabio fuese esa mujer con quien me cruzo cada mañana cuando salgo a la calle. O un amigo de la infancia. Un sabio de la llanura, un sabio menos imaginario, de los que confrontan cada pregunta y cada respuesta a la constante refutación de la vida cotidiana.

Y preferiría también que este eventual viaje imaginado de tan profundo aprendizaje fuese cosa de todos los días. Supongo que es cuestión de estar mas atentos. Un poco mas atentos.

Un perro gris de un ojo blanco

Este lobo citadino,  aquí en la ciudad, es en realidad un perro callejero.
Hace unos días que lo observo, acurrucado bajo la vidriera de un local abandonado.
Está herido en el anca, en el pecho, en el cuello.
Alguien le ha acercado unos cartones y unas mantas viejas.
Las noches son noches muy frías en estos tiempos.
También le han dejado algo de comida, algunos restos, un poco de agua.
Yo me le acerqué esta mañana.
Me senté ahí junto, le enseñé las palmas de mis manos desnudas, dejé que me olfateara.
Sé que puedo acercarme a él, pero no tocarlo.
La calle tiene sus códigos, y no hay ley que se cumpla más que esa ley.
En realidad, nada le ofrecí más que compañía.
O nada busque en él, más que compañía.
Su mirada dice bastante. Un perro gris con un ojo blanco.
Es un gen reconocible en los perros vagabundos de mi barrio desde hace años.
No lame sus heridas para limpiarlas o curarlas.
Se empecina en mantenerlas abiertas, y se empecina también en no morir.
Yo creo que no morirá, no en breve al menos.

El equilibrista

Muy de repente recordó que entre lo uno y lo otro, solo dista un paso.

Y dados los acontecimientos,

ese paso bien podría ser el que está por dar.

Desde entonces ahí está, aún en el mismo lugar,

haciendo equilibrio sobre su pie izquierdo.

Estatua viviente que solo viaja con la mente y envejece.

Porque el tiempo pasa e indefectiblemente se acerca la muerte.

El cuerpo ya no resiste, ni resiste el alma (no todo se puede).

Y tiembla.

«Es el agotamiento» se dice, pero no es del todo cierto.

Es el temor ante la certeza de que llegará en breve el momento,

el instante fatal, la hora señalada, y no quedará otra opción.

Como decía una vieja canción: show must go on.

                                       (el show debe continuar)

Izena duen guzia omen da

Un tipo que conocí decía (citando a otro que no sé quien es o quien haya sido), que las cosas , si tienen nombre, existen. Debe haberlo realmente creído, porque lo repitió varias veces en una noche. Yo pienso que de alguna manera, el tipo este, tiene razón.

Sin embargo… ponerle nombre a las cosas y así darles existencia, es bastante simple y cotidiano. Lo difícil, me parece, es sacarle el nombre a algo, para que ya no exista.

Se lo planteé algún tiempo después, vía mail, pero nunca me contestó. No creo que haya dejado de existir, su nombre aun lo recuerdo.

Grises de todos los matices

Lobos, lobeznos, y también lobos viejos.
Grises todos, muy grises, de todos los matices.
Grises como los recuerdos, las novedades,
y los futuros que barajamos hasta no hace tanto.

Políticamente correctos en este nuevo milenio.
Sanas y salvas sus conciencias insatisfechas.
Controvertidos, contradictorios y funcionales;
sabios, soberbios, orgullosos hijos del desencanto.

Su historia es una filigrana de cicatrices,
meticulosamente escrita en la piel y en el alma.
Sin espíritu alguno de jauría ni de manada,
no es el amor el que los reúne, sino el espanto.

Su estepa abarca todas las geografías,
su estepa es un pañuelo de papel arrugado.
Fundan sus cubiles y demarcan sus cotos de caza,
en los pliegues invisibles de la vida cotidiana.

Difícil será el destino de quien se enamore
del filo de sus colmillos o el brillo de su mirada,
del encantamiento de su ingenio o su voz callada,
del sabor de su sangre o la miel de sus lágrimas.

(No, no es fácil, pero tampoco es opcional.
Y de todas maneras ¡vale mucho la pena!)

 

 

 

Mitologicas 1: el viaje de la medusa

La medusa lleva luto blanco en la cabeza.
Mil cicatrices orgullosas de otras tantas tristezas gozadas.
Con amor y un hierro candente, cegó las serpientes de su mente,
con la esperanza ser, finalmente, mas inofensiva y mas sabia.
También, por precaución tal vez innecesaria,
vendó sus propios ojos con la suave tela que hila la confianza.
Viuda de una muerte de la que de vez en cuando si se vuelve,
va sonriendo sobre caminos siempre inciertos.
Sin días y sin  noches, el pasado, el presente y el futuro
son tan solo un largo presente continuo, sin nostalgias ni ansiedades.
Va bien dispuesta a vivir viviendo la vida
y a dejarse sorprender, si la ocasión lo amerita.

Una pregunta específica

En mi sueño, la Estación Central esta vacía y en cada dársena descansa un autobús. Son cientos. Tal vez son miles. Yo voy con el pasaje en mano y el equipaje al hombro buscando el sector anunciado para mi partida. Como tantas veces.

Encuentro el coche cuya leyenda anuncia mi destino. Chequeo la hora. Y es la hora correcta.

Me acerco al chofer que está parado junto a la puerta, como sí fuera una esfinge, la mismísima Esfinge de Tebas. Ahí es cuando el sueño se vuelve decididamente más extraño.

Yo le entrego mi boleto, inclino la cabeza como queriendo insinuar un saludo, y me dispongo a subir.

– ¿Quién sos? – pregunta. Y me descoloca. Muchas veces hice viajes similares y nunca me preguntaron quien era. Lo habitual es que pregunten donde vas…

– Regina Daichman – contesto, sin entender aún del todo la situación, tratando de imaginar algún cambio administrativo o de seguridad, que de todas formas no justifica el tono.

– ¿Quién sos? – repite, y yo busco a tientas en mi mochila alguna identificación. Me parece ridículo que no le baste mi palabra, pero no me espanto. Burocracia.

– Soy yo – digo, mostrando con desgana el plástico con mi foto, mi nombre y otros datos menos relevantes.

– ¿Quién sos? – insiste nuevamente. Su voz no se inmuta y sigue su mirada vacía mirándome como ciega, sin verme.

– Soy yo, Regina Daichman – le respondo, queriendo dar por terminado ya éste interrogatorio filosófico de trasnoche.

– Y, disculpe ud, pero cualquier otra respuesta que le dé, será menos específica que esta – agrego, después de dudar un instante. Me sonrío ante la simple idea de haber dudado un instante sobre mí misma, de haber buscado una respuesta distinta, aunque la pregunta fuera la misma una y otra vez.

Recién entonces el chofer – esfinge me libera el paso, puedo subir, buscar mi asiento, dormirme. Y despertar.

El infierno no son los otros

Compré mi pasaje y la única boletería del lugar cerró su ventanilla tras darme mis dos moneditas de vuelto. La estación del tren está desierta en esta fresca medianoche de otoño.

 

El ambiente es más que propicio. Es inevitable: llegan aunque nos las llame. Primero las palabras sueltas, luego las ideas, después las imágenes.

 

Esta noche será, sin duda, una noche de sueños infernales.

 

Esta noche tengo cita con mis demonios personales

 

Me sonrío. No les temo. Ya hace tiempo que no les temo. Mis demonios son sangre de mi sangre imaginaria.

 

Son violentos, desagradables, impiadosos. Impulsivos, desprejuiciados e irónicos. Pero a su manera, bien podría decirse que son gente de palabra. Y tenemos un trato; día a día, ellos devoran y digieren todo lo que me hace mal y me los devuelven en forma de razonamientos forzados y mala poesía; yo los protejo de las fuerzas inquisidoras de la moral y las buenas costumbres, de los predicadores de turno, los psicólogos y las pastillas. 

 

Yo los dejo existir en sus penumbras. Ellos me dejan vivir mi vida.

 

Las clausulas son simples, son pocas y son justas: ellos no asomaran sus narices de este lado de universo si hay gente cerca; yo, de vez en cuando, desapareceré para todo y para todos por un día y dejaré que ellos hagan con mi mente y con mi alma lo que quieran, lo que puedan. Sus quince minutos al sol. Cualquier condenado los merece.

 

Con el tiempo, mis demonios y yo hemos desarrollado una relación simbiótica: ellos me muestran lo que solo puedo ver a través de sus ojos: yo de vez en cuando escribo, a mi manera, sus historias.

 

Mis demonios, dulces ángeles de la guarda caídos en desgracia. Atormentados, negados y solos. Condenados y confinados por mi misma y sin embargo, amantes fieles como pocos.

 

Dicen que dicen que el infierno son los otros. Yo prefiero creer que no. No podría ser quien soy sin ellos.

Sensaciones…

Una noche de viernes, en una sala de la ciudad, una muchacha toca la guitarra.
Una sala ni grande ni pequeña. Una muchacha amiga de una amiga de una amiga.
A los presentes, esa mujer y esa guitarra nos quitan las palabras y el aliento. No exagero. Yo apenas si respiro, suavecito, lo mínimo, lo indispensable. También la gente a mi alrededor. Los observo. Casi se podría decir que respiramos al unísono, por pura obligación vital.

En un dejo de sana envidia y reflexiva admiración, me pregunto si podría yo alguna vez crear algo, ofrecer algo, tan así, de un virtuosismo tal.

Un amigo me recomendaría relajarme, sentir y disfrutar. No puedo. Lo disfruto, pero no puedo evitar buscar las palabras para describirlo, las palabras que me ayuden luego a no olvidar el momento. Las sensaciones del momento. Aún sabiendo que serán siempre insuficientes, parciales,  subjetivas. No importa.

Por un instante, está todo ahí.

La pasión de la mujer por lo que hace y el respeto por las melodías que interpreta. Toda la simplicidad y la complejidad en la sincronía con que sus manos hacen temblar las cuerdas… y que logra esa otra sincronía, entre ella, su instrumento, la música, su público, la sala y el tiempo ese, en que nos roba por unos minutos el alma.

Con la naturalidad de quien habla su lengua materna, sus dedos se mueven expertos en el arte de amarlo todo.  Parece que nunca nada que no fuera bello pudiese salir de esas manos. Sé que posiblemente no sea así, pero lo parece.

Entereza, seguridad, sensibilidad, delicadeza y fuerza. Humildad, entrega y orgullo. Perfección y libertad. Transparencia y misterio. Todo parece emanar de cada gesto y de cada nota. Otra vez observo a quienes me rodean. A cada quien le afecta a su manera. Esa es la magia. El poder de sensibilizar, cautivar, inspirar y dejarnos ir …

¿Podré alguna vez acaso lograr algo así? Lo dudo, es cosa de artistas dedicados. Yo no soy artista ni tengo esa constancia. Tampoco la habilidad innata de los virtuosos de nacimiento. ¿Podré alguna vez? No lo sé. Solo una vez sentí en mí algo similar. Un destello fugaz. Y en una situación muy distinta, también de ensueño, muy real, hace ya un tiempo atrás.

Reencuentro

Nos reencontramos esta vez en otra estación. Cada encuentro, con éste fantasma, es en realidad un reencuentro. Será tal vez porque todas las despedidas se saben tal vez definitivas. Tal vez porque cada despedida es un adiós completamente indefinido, sin un dónde ni un cuándo, ni nada que augure un tiempo futuro compartido, aunque más no sea por unas pocas horas.

Será por eso que cada encuentro genera tanta algarabía, tiene ese grado de sorpresa bien recibida. Casi, diría yo, como si se tratará de un pequeñísimo y dómestico milagro.

¿Que decir? Podría verse la cosa desde otro punto de vista completamente distinto. Pero yo lo prefiero así.

Casi lo mismo

Otra vez en la estación, otra vez el mismo personaje. No importa donde este, a donde vaya o de donde venga. Está ahí, casi siempre.

Tal vez por aburrimiento o por genuina curiosidad me acerqué, buscando mentalmente una excusa que pareciera excusa. Válgame la ingenuidad, porque ingenua me sentí cuando me habló como quien retoma de la nada el hilo de una conversación interrumpida quien sabe cuando, quien sabe donde.

Y sí… – me dijo con la mirada perdida en algún detalle invisible del desgastado pavimento de las dársenas vacías – a veces pasa que el tiempo ya no pasa. Entonces, la única forma de envejecer es viajando, engullendo distancias, haciendo pasar centímetros y kilómetros forzosamente a través de nosotros, cuando ya no quieren pasar ni las horas ni los días ni los años.

Ya verás – agregó, mientras se levantaba y se acomodaba al hombro su equipaje imaginario –  ya verás, al final la ilusión que se obtiene es bastante similar.

Y yo no pude más que asentir. El altavoz anunciaba dos nuevos arribos y tres nuevas partidas. Era hora de embarcar.

Sin duda podría haber acotado algo, pero bien podía quedar para la próxima. Otra vez.

Estrategas

Junto a la estación hay una pequeña plaza. En la pequeña plaza hay un gran árbol. Bajo su sombra dos tipos juegan al ajedrez. Dos linyeras, dos crotos, dos vagabundos. Two homeless, dirían en ingles. Uno casi no oye, el otro no sabe ni quién es. Golpeados, mal heridos por la vida, ulceradas indefectiblemente el alma y la piel. Se demoran en cada jugada, juegan sin reloj, juegan sin tiempo. ¿Viven sin tiempo? No lo sé. La mirada fija en el tablero. Dicen los que saben que ambos juegan muy bien. En el brillo de sus ojos brumosos se intuye el juego cuatro, cinco, seis jugadas adelantadas. Impecables estrategas de la nada. Peón por peón, sonrisa ladeada, juegan las blancas. Llega un autobús. Se alborotan taxistas, vendedores ambulantes, se agita la manada. Retrocede el caballo, se libera la dama. Quisiera poder leer en sus mentes ese futuro inmediato que los deleita.
Pero mi hora de partir llegará antes de que muera un rey, sea cual sea.
(Sí hay relojes de este lado de la vida)

El circo

No sé cuantas veces fui a un circo. Yo recuerdo, con esfuerzo, haber ido solo una vez, cuando tenia tal vez seis o siete años. Tendría que haber prestado entonces mayor atención. Siempre hay de quien aprender cosas útiles. Después la vida fue requiriéndome habilidades de equilibrista, de malabarista; reclamándome payasadas e ilusiones varias. Tendría que haber prestado mas atención…

 

(sin embargo, dicen,
que el pobre Garrick sigue sin curarse,
pálido su rostro y la misma sonrisa pintada;
la mirada perdida quién sabe en qué,
el paso seguro, elegante y medido,
como si fuera haciendo equilibrio
en una eterna cuerda floja que nadie ve,
mientras va haciendo imposibles malabares
con los pedazos que quedan de lo que fue)

Cuestión de piel

dias de frio
HACÍA MUCHO FRIO. ESE FRIO QUE HIERE LA PIEL.
POCAS VECES ME SENTI TAN VIVA.

Tibieza

 Días de tibieza, hasta Harry los prefiere de vez en cuando…

¿Es que acaso alguien envidia su suerte? ¿o la suerte de Armanda?

http://www.bibliodelsur.unlugar.com/ebooks/hesse__lobo_estepario.pdf

Conversaciones frente al hogar

Decía una amiga mía, a quien aprecio mucho y con quien hubiese querido compartir muchas mas horas de lo que realmente compartí, que lo importante es querer, es la voluntad.
La última noche antes del regreso a su ciudad natal, nos quedamos hablando junto al fuego del hogar, tomando un te de cedrón o algo así.
Ella nos contaba de su épocas de colegiala y universitaria allá en su país.

Decía que para lograr algo, se necesitaban tres o cuatro cosas. Voluntad, dinero y tiempo. Que el dinero de alguna forma se conseguía, aunque fuera vendiendo sándwiches de pan duro y mayonesa en las madrugadas de algún festival. Que siempre se tiene algo no imprescindible que otro quiere comprar y se puede hasta malvender, que siempre se puede renunciar a algún gusto para lo que se estaba ahorrando, que lo importante era realmente querer.

Decía también que el tiempo no es más que de uno, aunque lo haya hipotecado, aunque lo haya comprometido. Que disponer de nuestro propio tiempo era una cuestión de estar dispuestos a levantar esa hipoteca; que en realidad, lo importante,era querer. Que lo importante era saber lo que se anhela, y saber que tanto se deseaba algo. Que después de eso, todo era cuestión de ser ordenados y metódicos. De tener las ideas claras.

Lastima que esa charla, llena de ejemplos, llena de risas, fue la última noche. Fue esclarecedora. Ojalá tengamos oportunidad de otras muchas charlas como esas.

Y aprovecho este medio para dejarle mis cariños a esa persona. Los tiempos y la vida que compartimos fueron muy particulares. Como sea, queda y quedará en mi recuerdo, eso sin duda. Y ademas queda entre mis contactos. Bienaventurado este medio que acorta las distancias entre quienes se quieren.

Amiga: buena suerte y hasta pronto.

Íconos

De niña muy niña tenia un tentempié (o tentenpié, disculpenseme las faltas de ortografía, que en esa época yo no sabía ni leer ni escribir). El muñeco este se llamaba así, porque por más que lo empujara mil veces, mil veces se volvía a levantar, solito.  Se mantenía en pie, esa era su esencia, su gracia, su chiste.

Mi tentempié era un muñeco inflable enorme. Enorme para mí al menos. Era como un conejo. Más bien, podríamos decir que era un cilindroide donde estaba dibujado un conejo muy sonriente, con dos orejas como de conejo que eran lo único que sobresalía del cuerpo.

Y, obviamente, no era mágico. En la base semiesférica tenia un peso fijo… y el resto era puro aire. Se mantenía en pie por pura acción de la gravedad. Pero era divertido. Intentar una y otra vez voltearlo en el suelo, para ver como inmediatamente se levantaba, siempre con la misma energía. No importaba si lo se lo recostaba con cariño o a fuerza de  golpes. Un ejemplo de tozudez, mi tentempié.

Pero, como todos,  mi conejo tenia sus punto débiles: no era más que un muñeco inflable. Si se pinchaba, o si simplemente se le destapaba su pico para inflar, se desinflaba, caía, moría, aunque fuera por un rato.

No sé como llegó a mí ese juguete. Ni sé que fue de él.

Sé que puedo preguntarle a mi mamá. De hecho, ya se lo pregunté alguna vez, pero las respuestas no deben haber sido tan significativas como para que las recuerde. Volveré a hacerlo, al menos para escribirlo aquí, a modo de homenaje.

Sé que está de fondo en un par de fotos mías, fotos de un cumpleaños.

Sé que por mucho tiempo lo recordé muy bien.

Sé que después simplemente pude mantener su imagen a través de las fotos.

Sé que dejó una impronta profunda en mí.

Sé que invoqué su imagen muchas veces de niña, de adolescente, de adulta.

Sé que lo transformé en ícono, en ejemplo, en metáfora, en estandarte.

Será que nunca creí en ángeles de la guarda…

Susurros

Él dijo que no.
Yo dije: tenes razón
Él dijo que no debería ser.
Y yo le dije: no te preocupes, no será.
Y agregué: ni siquiera es.
No me gusta. No sé. No entiendo.
No quiero. No importa. No es. 
No puedo. No sabemos, ni queremos saber. 
Y una voz que conozco bien
(una voz lupina, visceral y profunda)
me susurro en el oído:
                                            Eppur, si muove.
y yo quise susurrarte al oído:   
                                           Eppur, si muove.
No sé si no tuve suficiente fuerza.
No sé si estabas demasiado lejos.
No sé si quise que me escucharas.
Ni se si me quisiste escuchar…

Gris

Los hombres grises no son los hombres que habitualmente llamamos los hombres grises, seres alienados sin mas meta ni ambición que respirar día tras día, hasta que se cansan de respirar.

No, los hombres grises son otra cosa. Son esos que buscan preguntas en lugar de respuestas. No buscan saber La Verdad, sino que simplemente quieren entender, aunque sea algo, aunque sea un poco. Existen, son pocos, pero existen. Viven dudando, pero no confusos, ni perdidos. No sufren por no saberlo todo, por no vivirlo todo, por no tenerlo todo.

Indefinidos a fuerza de voluntad, pero únicos en si mismos. Tibios, moderados, grises.

Son habitantes de la frontera entre una cosa y su opuesto, entre una cosa y otra, aunque no sea su opuesta. Y esa frontera a veces es una linea. Y hacer equilibrio en esa linea es muchas veces agotador, y pasa a veces, que los hombres grises dan un paso a un costado, a cualquier costado y toman color, y viven felices o tristes, según pinte la ocasión.

Los hombres grises no dejan de sentir, porque son seres humanos al fin y al cabo. Van, como pueden, entre la Tristeza y la Alegría, entre la Desesperación y la Calma, entre la Duda y la Certeza, aceptándolas y negándolas. Ser gris requiere un esfuerzo cotidiano, y casi nadie es gris toda la vida, ni mucho menos. Por definición, no es una condición definitiva. Ser gris es una condena y una gracia. Y uno no sabe si amarlos u odiarlos.

Yo no sé si soy un poco grisácea. A veces quisiera serlo. A veces quisiera no serlo. Ciertas cosas me pintan, a veces, el corazón, el cuerpo, la cara, y se siente más que bien y no puedo creerlo. Pero hay lluvias fuertes que tienen esa capacidad de disolver todos los colores, incluso los que se han adentrado mas profundo en mí. Entonces, cuando el agua cae con tal violencia, vuelvo a ser gris, hasta que pase el aguacero. Vuelvo a ser gris, porque sino, desaparezco.

Informes

Me acerco a la ventanilla de Informes y pregunto. Y no, ni a La Sabiduría ni a La Felicidad hay viajes directos. Muy por debajo, en tono cómplice, el encargado me confiesa no saber donde quedan, no saber si esos destinos en realidad existen… y que sí, que muchos ofrecen el servicio, pero que cada cual va por una ruta distinta. Eso ya lo sabia, por eso me dirigí a la casilla de Informes, le contesto. El hombre se ofende un poco por mi falta de apreciación por su advertencia y atiende al que sigue como si nada hubiese ocurrido. Sigo deambulando por la Estación, la de mi ciudad natal, la más rea de las que frecuento, más aun a las dos de la mañana. Hay un no sé qué en el ambiente que nos transforma a todos en personajes bizarros y grotescos. Los que están solos y los que no. Los que esperamos para irnos, los que esperan a alguien que viene, los circunstanciales, los que están trabajando. Hasta el perro vagabundo de siempre tiene un brillo extraño en la mirada, parece tener algo importante que decirme. Y yo, bajo el influjo de la atmósfera de ensueño o de pesadilla, prefiero ignorarlo. A él y a todas esas ideas, emociones y dudas que me rondan como moscas, que me acechan. Nomas quiero que mi coche llegue pronto, para poder dormir, aunque sea un rato.