Por una cosita de nada

Una cosa chiquita. Una cosita. Algo mínimo.
Una miguita de algo. O una gotita de algo.
O ni siquiera eso. El vestigio de una cosita.

Una insignificancia, en el lugar equivocado.
En el preciso y específico lugar equivocado.
Y todos mis demonios emergerán como demonios.

Con la violencia de un espasmo, desde mis entrañas.
Con la fuerza ascendente con la que estalla un volcán.
Fuera de toda proporción, reacción desmedida y letal.

Por una cosita de nada, o el recuerdo de alguna cosita,
De un algo que se haya quedado molestando en mi garganta.
Reaccionarán mis tripas, como una horda enloquecida y feroz.

Hilachas

A veces pasa. Llega un momento distinto a todos los demás momentos y de repente, así, como sin querer, todas las viejas sábanas que cubrían a los viejos fantasmas, caen como viejos trapos deshilachados.

Y resulta que bajo esos trapos no queda nada. Nada de nada. Nada que asuste, ni nada que conmueva. Nadie sabe, ante tal acto de magia repentina, si reír o llorar. Casi todos optan por una sonrisa leve, de esas sonrisas satisfechas, como de quien dice ¿Qué se le va a hacer?¡A otra cosa, mariposa!

(Ya vendrán otros fantasmas, nuevos, distintos, más puros, y posiblemente más significativos. Porque fantasmas siempre hay. El secreto está en espantarlos pronto, que no se queden, que no se instalen, que no se acostumbren a nosotros. Ni nosotros a ellos.)

Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

Nadie muere en la víspera.

“Nadie muere en la víspera”, decían…

Claro, yo era chica, muy chica, ni siquiera sabía que significaba «víspera»; habré imaginado que era algún día en especial, alguna festividad, un feriado como tantos. Me resultaba extraño que nadie muriera justamente ese día, pero la veracidad de las frases hechas era incuestionable en aquella época.

Supongo que tampoco tendría que haber tenido en claro que era morir. Pero sí. A los 4 años a veces las cosas se ven mas simples. Morir era morir. No había dudas sobre eso. La gente se moría. Y lo que venía después la muerte era la vida de los que quedaban con vida. Las versiones adultas sobre cielos e infiernos, reencarnaciones y renacimientos eran contradictorias e incomprobables. Y por eso mismo, y por tan ajena, y por tan lejana, la muerte realmente no me preocupaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando un tiempo después me angustiaban los millones de muertes violentas, las masacres, las tragedias, los accidentes, el hambre, la pobreza y las guerras, la muerte fue cosa seria.. Entonces la misma frase me resultó tan hipócrita, tan conformista, tan despreciable. Yo habré tenido diez, doce años. Tal vez un poco más. El mundo era terriblemente injusto. Y dios, si existía, también.

“Nadie muere en la víspera”…

Empecé a repetirme la frase una y otra vez a modo de disculpa, o de excusa, cuando ante la muerte ajena me quedaba inmóvil y silenciosa. O cuando simplemente prefería ignorarla. El mundo era como era y si existía Dios, no me importaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando la muerte fue llegando a mis abuelos, y cada día podía ser el ultimo de sus días, la frase no era más que una sentencia burlona y despiadada. Y quise creer en un dios que me garantizará otro mundo donde encontrarme con mis muertos.

“Nadie muere en la víspera”…

Sin ser vieja ahora sé que la víspera puede ser en cualquier momento. Y resurgen los miedos, y resurgen las dudas, y veo la muerte en cada esquina , y la frase resuena en mis oídos definitivamente ridícula.

“Nadie muere en la víspera”…

En mil voces suena de mil formas diferentes. En quien lucha, resulta una consigna llena de esperanzas, de fe en que nada ocurrirá antes de tiempo. Y quien teme la entona como un conjuro para espantar la muerte.

“Nadie muere en la víspera”…

Consuelo, excusa, promesa, advertencia.

“Nadie muere en la víspera”…

Una frase hecha, como tantas, caballito de batalla de quienes creen en el destino, para los que se convencen, de algún modo, de que todo está escrito. No es mi caso. Ojalá lo fuera.

Nadie muere en la víspera de su propia muerte. Taxativamente cierto.Tan gramaticalmente correcto que es casi absurdo enunciarlo.  Como si fuera posible otra cosa, como si fuera posible morir tantas veces.  Como si no supiéramos acaso que los días se suceden unos a otros inevitablemente.

Como si en el último minuto importase comprender que la víspera de nuestra muerte fue justamente ayer y que paso de largo inevitablemente.  El final, nuestro final, debería ser tan simple y tan claro, como cuando teníamos cuatro años. Y comprender, y aceptar que morir es morir, y lo que vendrá, ya es parte la vida de los demás.

                                               RegD, Pná, Arg, 2005

No. Nunca. Jamás.

Ni a propósito, ni por error.
De ninguna forma ni por ningún motivo.
Ni siquiera por puta casualidad.
Ni por lástima, ni por compasión siquiera.
Se apelen los medios a los que se apelen.
Ni por favor, si se los pidiera.
Ni por las causas primeras,
Ni por las razones últimas.
Ni para cumplir formalidades.
Ni para simular simpatías.
Ni si por las dudas ni si por tal vez.
Ni por curiosidad, por leve que sea.
Ni, definitivamente, por genuino interés.

Ahora lo ves, y ahora ya no lo ves.

Así es. Ahora lo ves. Y ahora ya no lo ves.
En un parpadeo fugaz, en un tronar de dedos.
Sin siquiera un abracadabra, sin contar hasta tres.
Así es la magia sin trucos de los eternos escapistas.

Jugando a ser viento, a ser humo, a ser nada.
Se calzan su ajado traje de fantasma gris y se pierden.
Se desvanecen frente a tus ojos y ya no hay nada que hacer.
Apenas un vaho rancio queda a modo de involuntaria pista.

Los presentes harán su pantomima de sorpresa.
Organizaran una profunda búsqueda simulada, otra vez.
Como para matar el tiempo de espera imprescindible.
Porque el show así lo exige, porque el show así lo manda.

Y esperando, esperarán que vuelvan a materializarse.
Los escapistas, los magos trashumantes, siempre vuelven.
Como dicen que dicen que vuelven las oscuras golondrinas.
Como ciertos recuerdos, también oscuros, irrenunciables.

A su regreso siempre son más bellos a nuestros ojos.
La magia se ha cumplido, cierra su ciclo, se corona de gloria.
La angustia, como la ausencia misma, deja de ser eterna.
Los aplausos y las risas festejan a la muerte que no fue.

(Y yo descruzo los dedos a escondidas. Respiro hondo.
Por suerte ha vuelto. Ojalá se quede por mucho tiempo)

Doña Ricarda

Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.

El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior  y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.

Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.

Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.

Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.

Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.

Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.

Pantallazos

A veces hay momentos así. Momentos en que lo único que me urge es sentarme en un sillón cualquiera frente al televisor imaginario de mi alma.

Entonces desconecto el cerebro de lo que pasa alrededor y entorno los ojos como para enfocar mejor. Ahí están: ciento veintiún canales a todo color y sonido estereofónico.

Haber, hay de todo: historia,  romance, ciencia ficción y fantasía; mucho de arte, algo de filosofía y hasta esoterismo berreta. También se encontrarán canales de acción y violencia, reductos de tiernas infatiladas y terror para todos los gustos.  No falta algo de pseudo actualidad en forma de noticieros. Y algo, alguito, de porno. Mi alma, mi espíritu, mi «lo que sea», será lo que será, pero está bien surtida.

Sin siquiera un parpadeo, de modo automático, voy haciendo zapping. Como si fuera una frenética carrera, mezcla de ansiedad y hastío, por acabar de revisar los vericuetos y escondrijos de mí misma.

Doy por sabido que no hay nada nuevo que ver. Pero debe haberlo. Y yo prefiero mejor ni enterarme, pero igual me entero. Parece inútil repasar una y otra vez aquello que no puedo no saber. Pero el chiste está en verlo desde afuera, desde mi siempre tan cómodo sillón de espectador premium.  Desde afuera todo se ve distinto, aunque sea lo mismo.

Por ejemplo, aquello que alguna vez se vio como un documental de guerra, hoy aparece en la pantalla de  mi televisor imaginario, como round de lucha libre. Como cuando veíamos Titanes en el Ring. Como la lucha libre de la Arena México. Exactamente así. Una lucha que es mezcla de danza y acrobacias, una lucha donde se lucha, pero no tanto. Una lucha donde hay buenos y malos, pero donde no pueden faltar ni los unos ni los otros. Una lucha que, por histórica, debe ser más o menos pareja, aunque siempre ganen los mismos.

El tic tac.

Cuando los ignoro, mis pequeños demonios se quejan.
Golpean las paredes de su prisión como con furia.
Se quejan como se quejan los que se quejan con razón.

Y los golpes van adoptando un ritmo. Se parecen a latidos.
Sus puños son puños diminutos, y ni dientes tienen, ni garras.
A veces duele un poco, sí; pero se parece más a una molestia.

Como  una piedra en el zapato. Una basurita en el ojo.
Un latido, constante como latido. Suave, rítmico, infinito.
Un tic tac profundo y sordo, y a su vez, ensordecedor.

Día de Muertos

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Porque no todos creemos lo mismo.
Porque no todos tenemos religión.
Porque no todos tenemos un dios.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto.

Muertos propios por derecho de sangre.
Muertos ajenos, adoptados como propios.
Muertos con paz, o sin paz, muertos a destiempo.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto, al menos, para recordar.

Muertos queridos, respetados, admirados.
Y también de los otros, pero siempre propios.
Muertos que duelen y muertos que sanan.
Muertos que nos definen, para bien o para mal.

Muertos que son nuestra historia chiquita.
Pero también nuestra historia con mayúsculas.
Muertos que son la base de nuestra identidad.
Muertos que enseñan, advierten o consuelan.
Muertos que, a veces, también reclaman una mirada.

Por eso, entre otras cosas, importa la memoria.
Por eso importa el ejercicio sano de la memoria.
Y la reconciliación con el misterio que supone la muerte.
Todavía lo único ineludible, lo que a todos nos toca.

Un espectro.

Por su arte de aparecer y desaparecer.
Por su eterno ansia de ser y no ser.
Por su porte altivo de alma en pena.
Por su capacidad de hacer temblar a cualquiera.
Por su deambular que se hace eterno.
Por su don perdido de la ubiquidad.
Por su aire de poeta extraviado.
Por su estigma de antiguo espíritu filosofal.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Traslúcido más que transparente.
No es invisible, pero sabe ocultarse bien.
Insondable en esa niebla que lo define
y lo confunde con esa otra niebla que lo rodea.
Demasiadas vidas vividas en demasiados mundos,
demasiado al mismo tiempo.
Aparenta cuarenta y tantos.
Puede que sean cuarenta y cien.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Con la soga rota siempre al cuello.
Siempre amaneciendo de regreso del más allá.
Enojado, serio, triste, condenado.
Siempre en el filo exacto de no sé qué.
Pero de risa fácil y de risa franca,
intuyo que incluso desde el llanto sepulcral.
Rápido en el tablero que desprecia,
juega siempre a no perder, pero sin nunca ganar.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Y porque para sí mismo eligió el traje solemne de fantasma gris.
Con los hilos que le ofreció la vida se confeccionó su traje a medida.
Cual guante, piel de fantasma adherida a la piel, y también al alma.
Tiene el raro privilegio de ver siempre un poco más que los demás.

Invocarlo es un ritual largo, monótono y amargo,
pero siempre, absolutamente siempre, vale la pena.
Aunque no sea más que por un rato.

(Que también de a ratos se construyen eternidades)

El mal jardinero (o el jardinero del mal)

Don Aurelio es el encargado del parque junto a nuestra casa. No se llama Aurelio, claro. Podría llamarse también Don Benancio, Don Cipriano o Don Adelfo. Pero Aurelio es un nombre que le va tan bien como cualquier otro. Digamos que le decimos Aurelio por no revelar su nombre verdadero. Pero la verdad es que hubo un día en que supe su nombre, y ese mismo día lo olvidé.

Malhumorado, mas bien bajo y, a simple vista, mal tratado por todas las circunstancias. Como si recién se hubiera bajado de una mala mula, así va por la vida. Quejándose con quien pueda, de lo que sea, siempre que se presente la ocasión. Acusando a los unos y a los otros, por todo lo malo, por todo lo falsamente bueno y por las dudas también. Conspirando entre las hilos del micro universo que es el parque, que ni siquiera es un parque tan grande.

Mal encarado, y mal querido por el barrio, pero con justa razón. Vende su simpatía y su favor a cambio de unas monedas extras, que bien pronto se convierten en cuota quincenal. ¡Y como se resiente si las monedas no llegan!. Abusa de su ínfimo poder a través de tontas venganzas: montones de hojas o toneladas basura se acumulan frente a la casa de su enemigo predilecto de cada semana.

Pero dejando de lado su mal humor, es mal jardinero, se mire por donde se mire. Tan malo que le queda grande el titulo de jardinero. Y también le queda grande el titulo de cuidador. Inclusive el titulo de barrendero. Mal tipo diría yo, aunque no sé como sea el hombre cuando vuelve a su casa.

Pero mal jardinero sin dudas. Y mal tipo, me figuro.

Con su sobrero de paja roída calado hasta las hojas y su uniforme desteñido que lo camufla con el entorno, aparece y desaparece entre los árboles como por arte de magia. Nadie sabe cuando viene o cuando no. Es como un espectro en eterna enemistad con los vecinos, con los pasantes, con los deportistas e incluso hasta con las parejas de enamorados que mal que mal, disfrutan el rato sobre el pasto seco o la tierra pelada.

Cuando hace unos pocos años llegué a estas tierras, intenté hacer las cosas bien. Me presenté con el Don, me ofrecí para ayudarle en algunas cosas, su discurso me dio lástima. Casi que caí en su trampa. Hoy estoy en su lista negra, no lo dudo. Encontramos su marca siniestra en nuestra puerta.

Medio árbol

El árbol está medio muerto. Literalmente.

Medio árbol está indudablemente muerto.

Y la otra mitad está como apestada.

Y sin embargo…

Hace unos días, el durazno dio una flor.

Pequeña y rosada, pálida, casi blanca.

En la rama desnuda, una sola flor.

Brillaba como una luna, como un sol.

Después llegaron otras flores, algunas pocas.

Y algunas tímidas hojas verdes, muy verdes.

Medio árbol sigue irremediablemente muerto.

Pero la otra mitad mantiene viva la esperanza.

Y por esta temporada (al menos)

lo ha salvado del hachazo final.

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De bitácoras y afines

Me decía un viajador que conocí

que es importante llevar una bitácora de viaje,

un cuaderno de memorias, un registro cotidiano.

Porque tarde o temprano llegará el día, decía él,

en que le preguntemos al destino, a la vida (o a dios)

esa trillada pregunta retórica de la que nadie escapa.

Y en mudo silencio o gritando a viva voz

querremos saber que hacemos hoy aquí

y como es que llegamos a donde estamos.

Entonces, decía el viajador,

 cada palabra de nuestro puño y letra será una respuesta.

Y habremos perdido ciertos placeres que acarrea la ignorancia,

pero habremos ganado mucho más.

El gato amarillo

Ahora ya no hay perros en la casa.
Desde hace poco más de un año y después de más de dos décadas.
Por eso, los flacos gatos del barrio se aventuran al jardín.
Uno da tanta pena que lo han medio adoptado.
Quién sabe bien porqué.
Este gato, es un gato amarillo, gato flaco, casi gatito.
Pasa las horas bajo el helecho.
Acepta presuroso la comida y el agua.
Pero no acepta la cercanía.
Si me acerco a siete metros se pone alerta.
Si me acerco un metro más, retrocede.
Se trepa a la pila de ladrillos que hay en el fondo.
Un paso más y se sube al tapial.
Desde ahí me mira ahora que lo miro.
Y me mantiene la mirada.
Yo no sé que pasa por su cabeza de gato amarillo.
Yo no sé que pensará el gato flaco en este momento.
Pero si sé a que conclusión he llegado yo:
Si uno tiene mucho, pero mucho tiempo para viajar,
al final siempre se estará volviendo.
No importa cual sea el lugar.

.

Un año despues…

Desde que escribí aquí la ultima vez, ha pasado un año.
Casi un año, más o menos un año, según dice la bitácora.
Para mi ha pasado un siglo. Han pasado demasiadas cosas.
Y si no demasiadas, al menos muchas.
Tal vez sí demasiadas como para sentarme a escribir.

El camino de las ideas de siempre, ahora quedo muy lejos.
Tengo que encontrar uno nuevo. Tengo que inventarme uno nuevo.
Pero lleva tiempo. Sé como hacerlo, pero lleva tiempo.
Ya una vez lo reinventé,  encontré el como y el cuando.
Lo reinventé en una ruta distinta, porque era un tiempo distinto.

Y éste es un tiempo distinto también. Y un país distinto.
A ver que sale…

Fuego

Una chispa que no es llama, que no es hoguera,
que salta, vuela y se extingue en un solo gesto.
Una chispa etérea, fugaz como una estrella fugaz
que nunca – jamás – concede deseos,
pero los despierta, los incita, los eleva.
Una chispa que es todos los fuegos en su esencia.
Y a la que le basta iluminar un solo instante,
para espantar las sombras y develar el camino.

La cuenta regresiva

Se acerca el día.
No hay forma de ignorarlo.
Todo el fuego.
Todo lo que es, lo que fue y lo que será.
Todo se alborota, todo se incendia.
Y todo se exalta y se mezcla.
Las emociones, las ideas.
Los sentimientos, las acciones.
Y cada día que pasa es un día menos.
¿Y después?
Después habrá un después.
Y un después de ese después.
Ignoto como todo futuro, pero imaginable.
Cargado de expectativas presentes y pasadas.
Un futuro que no existe.
Y a la vez, es arcilla blanda en nuestras manos artesanas.

Agua

Hacia tiempo que no llovía y en su tierra hacia falta la lluvia.
La sequía, callada, prolongada y violenta en su pasividad,
amenazaba con acabar de una vez y sin embargo, persistía.

Y ellos se sentían capaces de hacer llover.
Improvisaron una danza de la lluvia.
Nada extraño, nada complicado, sin sofisticasiones.
Solo deseo, voluntad, sudor y una fe casi de fantasía.

Danzaron y se desató la tormenta.  Y llovió.
Ellos sonrieron reconociendo la increíble coincidencia.
Ellos sonrieron y descansaron sin dejar de sonreír,
queriendo creer, desde lo mas profundo, que hubo algo más.

 ( Y tal vez lo hubo, tal vez lo hay; aún no deja de llover )

Sobre libros, palabras, deseos y olvidos

En el libro en cuestión, que no es un libro cualquiera,
ella le dice que su última orden, su último deseo, será que él la mate.

Dicen algunos que dicen que saben que, efectivamente, la mata.
Otros, que también dicen que saben, opinan que no.
Yo prefiero creer que ella pide que al final la olvide.

Porque olvidar es una forma de matar, y también de morir.
Casi siempre necesaria, muchas veces imprescindible.
Casi nunca deseable, pocas veces posible…

15 de diciembre 2009

Ya pasada la medianoche.
Escribo mientras espero
que sea la hora de ir a la estación.

Una vuelta mas. Un ir y un venir.
Y habrá terminado el año. Otro año mas.

Luego la vida continua.
Como si el universo este
nada supiera de calendarios.

Y sin embargo, esta vez
diciembre y enero marcarán
un antes y un después.

Sueños Recurrentes

Desde mis épocas de estudiante,
puebla mis noches, de tanto en tanto,
un sueño recurrente y alocado;
un mundo de flechas de colores,
donde mandan las nociones más básicas
que estudiábamos cuando estudiábamos Estática.

Acciones, reacciones y resultantes.
Y un equilibrio que busca perpetuarse.
Un mundo, un universo, más que eso;
un millón de vínculos y relaciones,
transmutadas en flechas de colores.

Un sueño recurrente, que no espanta ni seduce.
No esclarece ni confunde.
Y vuelve siempre en tiempos como este.

Luces, sombras y reflejos

La noche, la luna, las nubes, el río y el timbó, entre otras cosas.

El momento

A veces parece que ha llegado el momento indicado.
El ahora o nunca, la hora del todo o nada.

El instante crucial en que un gesto, un palabra,
harán realmente la diferencia.

Como si el futuro de todas las cosas, de todo el universo,
dependiese de este mismísimo instante.

Y aunque no sea cierto en absoluto,
aunque no sea más que una sensación,
el temblor que genera la incertidumbre
sacude el alma desde lo más profundo.

Sus sonrisas

Volver a ver sus sonrisas pronto,
y sentir en cada rincón de su casa,
y en cada lugar por donde pasan,
su habitual brillo, su calor y energía.
Eso sería para mí una enorme alegría.
Y poder brindarles, en un abrazo,
toda la fuerza y la esperanza mia,
para vivir estos días…

La humedad

Dicen que lo que mata, es la humedad.
Pero hay humedades y humedades.
La humedad del beso que más se ansía.
La humedad del sexo compartido.
La humedad del sudor del cuerpo amando.
Esas humedades no matan ni hieren.
Humedades que son emoción destilada.
Sentimiento líquido que aflora y se mezcla.
O al menos lo intenta.

Días así

Y sí, a hay días así.
Días en que por alguna razón nos volvemos inmunes a la ironía.
Días en que los grandes dilemas parecen dejar de reclamar respuestas.
Días en que los mal amados demonios se toman franco sin aviso.
Días en que cualquier contradicción no es más que una circunstancia.
Y el alma se puebla de carcajadas sin razón y sin sentido.
Días en que las pocas certezas se vuelven irrefutables y suficientes.
Y el futuro se vislumbra límpido, calmo y eterno.
Como el cielo de una noche de verano en el campo.
Como el cielo de una siesta a fin del invierno.
Hay días así y hoy es un día de esos.

Lord of the Keys

…and they said:
 
«In The Wolf we trust».
 
And so do I.
Always.
 
Congratulations, my dear friend.
 
[IM/LYATT]

Irreversible

Cuando Humpty Dumpty
se cruza de imprevisto
en mi pensamiento,
se me hiela la sangre
y se me eriza la piel.
Como una señal, un aviso
de que algo preciado,
compartirá en breve
su irreversible destino
y estallará en pedazos
como Humpty Dumpty
al caer de la pared.

Alevosía.

Si fuera tan solo de vez en cuando.
Pero no. Es todos los días. Todos.
Casi siempre a la misma hora.
Invariablemente, desde hace años.
Pasan indiferentes frente a mi ventana.
Imponentes, llamativos, deseados y deseables.
Haciendo surgir una chispa de criminalidad a su paso.
Incluso en las mentes de la más buena gente.
Misteriosos, incitantes, inalcanzables.
¿Quién no ha imaginado la felicidad de poseerlos?
¿Quién no ha soñado con la posibilidad de emboscarlos?
Ni el más santo entre los santos.
Ni el más honrado entre los mortales.
Más allá siempre de nuestro alcance.
Provocativos, provocadores, inmorales.
¿Porque no cambian, alguna vez, de recorrido
los blindados y brillantes camiones amarillos
que transportan los caudales de esta ciudad?

Feelings

yesteday I found some reasons
(too many reasons maybe)
for feeling, again,
that I am the ekeko of myself.
( or something like that )

Observaciones sobre una performance

Comienza la acción.

Son palabras proyectadas. Me sorprende pero no me sorprende del todo. Yo estoy un poco más habituada a leer las acciones que a verlas. Hace tiempo creo que todos deberían poder leerlas. Esta vez sí pueden. Sobre la pantalla, la descripción de lo que irá sucediendo, la explicación no del todo desarrollada del porqué y la exposición atípica de las emociones que desencadena el proceso.

Después, el hombre de rojo se para entre la pantalla y el proyector. Y las palabras se proyectan en él. Están escritas en primera persona, como si las estuviera diciendo. Pero no. Lo único que se oye es el suave ronronear de la maquina y llanto contenido de una bebé más allá del escenario.

Comienza la acción a la que llamamos acción; veo los ojos que la ven.

Después me preguntarán porqué me parece tan importante el silencio como elemento de la obra.

A mi me parece una pregunta absurda. Pero el contexto la justifica: todo es tan absurdo que se completa el sistema con una lógica que se sustenta a si misma. Entonces trato de explicarme.

El silencio éste es como el silencio de las tardes de verano en el pueblo, o de las noches de invierno en el campo: un silencio absoluto en el que todo lo que nunca se oye se deja escuchar.

El silencio éste es como el espacio vacío, como el tiempo muerto, el soporte de toda la obra.

Sin el silencio no podrían oírse los pasos descalzos sobre la madera, la fricción de la ropa contra el cuerpo, el roce del pincel sobre la piel. Ni se oirían los latidos del corazón del hombre de rojo, que es, al fin y al cabo, el tictac de este ingenio relojero.

Por eso, creo, la obra se termina cuando el silencio se materializa y muere en el sonido de una flauta. Ya no queda ni tiempo ni espacio ni silencio para más nada.

Aprendizajes fortuitos

Iban sentados en los asientos de más atrás.
Yo iba medio durmiendo, medio soñando,
como de costumbre, en la penúltima fila.
Y daba la sensación de que en ese viaje no viajaba nadie más.

Entramos a una ciudad.
El colectivo cambio su marcha, recobré un poco la conciencia.
No sé de qué venían hablando.
No sé cual fue la pregunta, ni sé cual fue la respuesta.
Solo escuché un fragmento del dialogo, dos lineas.

– Gracias – dijo una voz llena de lagrimas emocionadas
– Gracias por no mentirme.
– Gracias a vos – dijo otra voz, que finalmente moriría en un beso
– Gracias por no obligarme a mentir.

No dijeron nada más. Nada, al menos, que yo alcanzará a escuchar.
Bajaron en la siguiente estación, tomados siempre de las manos.
Yo no les vi las caras, pero seguro que sonreían.

Volví a dormirme casi enseguida
para despertar muchos kilómetros después,
dispuesta a agradecer semejantes privilegios también,
a quien correspondiera.

El Fantasma de Sir Richard

En el parque, frente al río, temprano en la mañana, cuando apenas amanece y se va levantando la helada bajo el rojo intenso del sol recién nacido. Ese es el momento ideal para encontrarse con el fantasma de Sir Richard. Y en algunas siestas de tibieza otoñal.La sabiduría de sus palabras hay que saber interpretarlas. Habla poco, siempre tan amable como cuando vivía y no era fantasma, ni era Sir, ni era Richard, sino Ricardo, el hombre sin mas techo que el mismísimo cielo. Un hombre viejo a fuerza de intemperie, penas y alcohol que paso algunas temporadas rondando por nuestro barrio.

Todavía hoy, como entonces, se hace presente así como de repente, pero ya no pide ni una pequeña monedita, ni una corbata, ni una silla, ni una espumadera.

Y como aquella vez, sin pedir mas, ofrece incluso aquello de lo que parece que más carece: palabras de consuelo y algo de fe.

Yo no sé bien porqué, en aquel frío amanecer, le dí las gracias y rehusé su oferta. No se porqué, lo sigo haciendo cada vez.

Acto 8 – escena 4 (excusas)

Una persona: que la vida es dura..

La otra persona: es verdad.

La primera persona: y que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente…

La otra persona: así dice el tango.

La primera persona: que errar es humano…

La otra persona: todos nos equivocamos de vez en cuando.

La primera persona: y además, el contexto es adverso…

La otra persona: ha habido tiempos mejores.

La primera persona:  ya no se puede creer en nadie…

La otra persona: eso se rumorea.

La primera persona:  todo es relativo…

La otra persona: puede ser.

La primera persona: y que las cosas ya no son como eran…

La otra persona: ahmmm…

La primera persona:  y en verdad, las circunstancias no se prestan…

La otra persona: mmmmm…

La primera persona: y este clima que, para colmo, no ayuda…

La otra persona: …

La primera persona: ¡uffff! ¡Qué bueno que comprendas!

La otra persona: comprendo, comprendo…

La primera persona: la vida es injusta…

La otra persona: tenés razón.  Y nosotros no somos más que marionetas del destino. De todas formas, bien podrías haberme avisado que no ibas a venir…

Paseo subacuático

Bajo el agua, cuarenta y cinco segundos.
Con mucho esfuerzo, sesenta.
Aguantando la respiración, cada segundo parece un día.

Pero a pesar de las bellezas subacuáticas,
del disfrute de ese mundo sin gravedad,
a pesar de todo lo maravilloso,
cuando el aire falta comienza la desesperación.

Y hay que saber reconocer los propios límites.
Buscar la superficie antes de que sea demasiado tarde,
porque sino, la fiesta se termina para siempre.

( Y existen modos de prolongar el goce,
pero requieren un esfuerzo extra, que no siempre vale la pena)

Vivencias memorables

Siete personas y un perro alrededor del fuego.
Historias de vida muy distintas y muy calladas.
Y un costillar de ciervo en una estaca asándose lento.
Absolutamente todas las estrellas en un cielo sin luna.
El pueblo más cercano, para nada cercano.
Ni un destello de luz civilizada hasta donde alcanza la mirada.
Y una guitarra mancillada que no pudo ante el imponente silencio.
El silencio no tan silencioso de la noche en el monte.
El anfitrión corta con el único cuchillo disponible las raciones.
Las reparte en un pedazo de hoja de diario junto a un trozo de pan.
Una botella de agua y una botella de vino pasan de mano en mano.
Cada cual a su manera agradece silenciosamente el alimento.
Y agradece la bebida, el fuego, la naturaleza que nos cobija, y la compañía.

Cursilerías metafísicas y otras convicciones empalagosas

Como en las películas, hay instantes especiales en la vida en los que el tiempo se detiene, el entorno se desvanece y todo se inunda de una luz brillante.

Instantes después de los cuales el universo ya no es el mismo, aunque lo parezca.

Instantes que dejan grabada la sonrisa primigenia en el alma, como una marca de hierro candente. Una dulce cicatriz que a veces duele, pero no sangra. Un amuleto contra el olvido y la tristeza.

Instantes tan llenos de magia y plenitud que hacen que toda la vida vivida y por vivir, tenga un nuevo sentido.

No son instantes que se den tan a menudo, no con esa intensidad. Pero una sola vez basta para darse cuenta, para aprender a reconocerlos apenas inician. Al menos, así me paso a mi.

De viajes, montañas, sabios y preferencias

Otra vez el mismo viaje imaginario.

Un camino que sube a una montaña, en cuya cima hay una cueva donde hay un viejo sabio al que le preguntaremos algo. Algo cuya respuesta posiblemente ya sabemos. O del cual recibiremos algo, un regalo cuyo significado habrá que interpretar en el camino de regreso.Una vez, dos, cinco. Trescientas veces el mismo periplo.

Yo preferiría que el sabio fuese el vecino de la puerta junto a mi puerta. O la tía de una amiga. O el hijo del lechero. Yo preferiría que el sabio fuese esa mujer con quien me cruzo cada mañana cuando salgo a la calle. O un amigo de la infancia. Un sabio de la llanura, un sabio menos imaginario, de los que confrontan cada pregunta y cada respuesta a la constante refutación de la vida cotidiana.

Y preferiría también que este eventual viaje imaginado de tan profundo aprendizaje fuese cosa de todos los días. Supongo que es cuestión de estar mas atentos. Un poco mas atentos.

El viaje de los nombres

Hacia años que ella era la mujer de la casa que estaba entre el terreno abandonado donde se erguía el árbol grande, y la casa del ahijado del dueño del viejo bar de la esquina, tres cuadras y media subiendo desde la plaza del segundo pueblo sobre la ruta que unía la ciudad con el mar, contando, claro está, desde la ciudad y no al revés.

Por eso, cuando él llegó a la estación y sus labios, en un mismo gesto iluminado, sonrieron y pronunciaron su nombre, ella dudó un instante, volvió mentalmente a un día ya lejano en un lugar distinto pero muy similar, se reconoció y supo, definitivamente, que todos los nombres, de todas las cosas, habían regresado con él.

El equilibrista

Muy de repente recordó que entre lo uno y lo otro, solo dista un paso.

Y dados los acontecimientos,

ese paso bien podría ser el que está por dar.

Desde entonces ahí está, aún en el mismo lugar,

haciendo equilibrio sobre su pie izquierdo.

Estatua viviente que solo viaja con la mente y envejece.

Porque el tiempo pasa e indefectiblemente se acerca la muerte.

El cuerpo ya no resiste, ni resiste el alma (no todo se puede).

Y tiembla.

«Es el agotamiento» se dice, pero no es del todo cierto.

Es el temor ante la certeza de que llegará en breve el momento,

el instante fatal, la hora señalada, y no quedará otra opción.

Como decía una vieja canción: show must go on.

                                       (el show debe continuar)

El viaje de los libros

Estos libros y yo hemos compartido el mismo techo por un tiempo.

Algunos leí, algunos hojeé apenas.

Pero a la mayoría casi nunca los toqué.

Libros viejos de hojas amarronadas,

frágiles como alas de mariposas nocturnas.

Sus tapas forradas hasta tres veces con papeles de lo más variado.

Su primera hoja siempre con rubricas y dedicatorias.

Señal que los cuidaban, señal que los querían, los atesoraban.

Y ahora yo, con su destino en mis manos, y el tiempo pisándome los pies.

Me hubiese gustado leerlos a todos, a casi todos.

Pero aunque me los quede un tiempo más, sé que no lo haré.

Los libros viejos tienen ese no sé qué de haber sido leídos por otros ojos,

de llevarnos a otro mundo imaginado que también fue visitado

por seres queridos que a veces hoy visitamos solo en sueños.

Libros viejos que no sé si alguien volverá a leer,

si su destino será terminar de desintegrase en algún húmedo depósito,

o si alguien, más desalmado aún, los volverá fuego y ceniza.

Me llenan de pena y de angustia estos libros,

que dejaron hoy la biblioteca por cajas de embalaje.

Todavía tengo unos días más para definir su destino inmediato.

Uno, al menos uno, quedará conmigo

hasta que alguien más tenga que hacer lo que yo.

Coincidencias inoportunas

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Caminando por las calles de Buenos Aires, me encontré con este lugar.
No supe si reírme o si llorar.
La vida a veces parece que se divierte haciendo pequeños gestos como éste.

Grises de todos los matices

Lobos, lobeznos, y también lobos viejos.
Grises todos, muy grises, de todos los matices.
Grises como los recuerdos, las novedades,
y los futuros que barajamos hasta no hace tanto.

Políticamente correctos en este nuevo milenio.
Sanas y salvas sus conciencias insatisfechas.
Controvertidos, contradictorios y funcionales;
sabios, soberbios, orgullosos hijos del desencanto.

Su historia es una filigrana de cicatrices,
meticulosamente escrita en la piel y en el alma.
Sin espíritu alguno de jauría ni de manada,
no es el amor el que los reúne, sino el espanto.

Su estepa abarca todas las geografías,
su estepa es un pañuelo de papel arrugado.
Fundan sus cubiles y demarcan sus cotos de caza,
en los pliegues invisibles de la vida cotidiana.

Difícil será el destino de quien se enamore
del filo de sus colmillos o el brillo de su mirada,
del encantamiento de su ingenio o su voz callada,
del sabor de su sangre o la miel de sus lágrimas.

(No, no es fácil, pero tampoco es opcional.
Y de todas maneras ¡vale mucho la pena!)

 

 

 

Good show! (alquimias imposibles)

Transmutar la hiel en miel,
en un abrir y cerrar de ojos,
es un proceso de alta alquimia;
tan difícil (o más difícil)
que convertir en oro
tristes ídolos de barro.

Pero crear una ilusión convincente,
es realmente mucho más sencillo:
tres palabras elegantes y un abracadabra,
un par de lecciones de química barata,
y una sonrisa a prueba de todo.

¡Listo para consumir!
El milagro instantáneo
que reclama la manada,
tan sedienta que está de fe,
e indulgencias varias.

(sin embargo,
de esta falsa miel no comen las hormigas,
no hay truco, magia ni poder divino
que disimule ciertas amarguras)

El infierno no son los otros

Compré mi pasaje y la única boletería del lugar cerró su ventanilla tras darme mis dos moneditas de vuelto. La estación del tren está desierta en esta fresca medianoche de otoño.

 

El ambiente es más que propicio. Es inevitable: llegan aunque nos las llame. Primero las palabras sueltas, luego las ideas, después las imágenes.

 

Esta noche será, sin duda, una noche de sueños infernales.

 

Esta noche tengo cita con mis demonios personales

 

Me sonrío. No les temo. Ya hace tiempo que no les temo. Mis demonios son sangre de mi sangre imaginaria.

 

Son violentos, desagradables, impiadosos. Impulsivos, desprejuiciados e irónicos. Pero a su manera, bien podría decirse que son gente de palabra. Y tenemos un trato; día a día, ellos devoran y digieren todo lo que me hace mal y me los devuelven en forma de razonamientos forzados y mala poesía; yo los protejo de las fuerzas inquisidoras de la moral y las buenas costumbres, de los predicadores de turno, los psicólogos y las pastillas. 

 

Yo los dejo existir en sus penumbras. Ellos me dejan vivir mi vida.

 

Las clausulas son simples, son pocas y son justas: ellos no asomaran sus narices de este lado de universo si hay gente cerca; yo, de vez en cuando, desapareceré para todo y para todos por un día y dejaré que ellos hagan con mi mente y con mi alma lo que quieran, lo que puedan. Sus quince minutos al sol. Cualquier condenado los merece.

 

Con el tiempo, mis demonios y yo hemos desarrollado una relación simbiótica: ellos me muestran lo que solo puedo ver a través de sus ojos: yo de vez en cuando escribo, a mi manera, sus historias.

 

Mis demonios, dulces ángeles de la guarda caídos en desgracia. Atormentados, negados y solos. Condenados y confinados por mi misma y sin embargo, amantes fieles como pocos.

 

Dicen que dicen que el infierno son los otros. Yo prefiero creer que no. No podría ser quien soy sin ellos.

Sensaciones…

Una noche de viernes, en una sala de la ciudad, una muchacha toca la guitarra.
Una sala ni grande ni pequeña. Una muchacha amiga de una amiga de una amiga.
A los presentes, esa mujer y esa guitarra nos quitan las palabras y el aliento. No exagero. Yo apenas si respiro, suavecito, lo mínimo, lo indispensable. También la gente a mi alrededor. Los observo. Casi se podría decir que respiramos al unísono, por pura obligación vital.

En un dejo de sana envidia y reflexiva admiración, me pregunto si podría yo alguna vez crear algo, ofrecer algo, tan así, de un virtuosismo tal.

Un amigo me recomendaría relajarme, sentir y disfrutar. No puedo. Lo disfruto, pero no puedo evitar buscar las palabras para describirlo, las palabras que me ayuden luego a no olvidar el momento. Las sensaciones del momento. Aún sabiendo que serán siempre insuficientes, parciales,  subjetivas. No importa.

Por un instante, está todo ahí.

La pasión de la mujer por lo que hace y el respeto por las melodías que interpreta. Toda la simplicidad y la complejidad en la sincronía con que sus manos hacen temblar las cuerdas… y que logra esa otra sincronía, entre ella, su instrumento, la música, su público, la sala y el tiempo ese, en que nos roba por unos minutos el alma.

Con la naturalidad de quien habla su lengua materna, sus dedos se mueven expertos en el arte de amarlo todo.  Parece que nunca nada que no fuera bello pudiese salir de esas manos. Sé que posiblemente no sea así, pero lo parece.

Entereza, seguridad, sensibilidad, delicadeza y fuerza. Humildad, entrega y orgullo. Perfección y libertad. Transparencia y misterio. Todo parece emanar de cada gesto y de cada nota. Otra vez observo a quienes me rodean. A cada quien le afecta a su manera. Esa es la magia. El poder de sensibilizar, cautivar, inspirar y dejarnos ir …

¿Podré alguna vez acaso lograr algo así? Lo dudo, es cosa de artistas dedicados. Yo no soy artista ni tengo esa constancia. Tampoco la habilidad innata de los virtuosos de nacimiento. ¿Podré alguna vez? No lo sé. Solo una vez sentí en mí algo similar. Un destello fugaz. Y en una situación muy distinta, también de ensueño, muy real, hace ya un tiempo atrás.

Fuegos

Quemar todas las naves. Y también quemar todos los bosques de esta isla, hasta que no queden más que cenizas. Y esperar que el bosque vuelva a crecer.

Mientras tanto, habrá tiempo de imaginar un barco nuevo, de maderas nuevas que no hayan conocido la tragedia. Habrá tiempo de diseñarlo y después habrá tiempo de construirlo.

Y llegará el momento, quizás, de navegar otra vez estos mares, éste océano siempre tan igual, siempre tan distinto de sí mismo.

Tiempo habrá, porque el tiempo es de esas cosas que se parecen realmente a aquello que llaman infinito. Todo lo demás, ha de acabarse algún día. Hoy, mañana, en cien años, en mil. Algún día.

Por ahora, es cuestión de quemar las naves. y los bosques (no, no es maldad, solo un gesto de precaución adicional).

Será un fuego digno de verse. Un fuego que se verá desde el mar. Y quien sabe, tal vez se verá desde el otro lado del mar. Es un riesgo que hay que correr.

El cansancio de viajar y viajar se deja sentir, pero el devenir de los acontecimientos, de vez en cuando, se empecina en sorprender.

(el instinto a veces es mas fuerte que la voluntad)

De ciudades y monedas (BA- abr/09)

Rumbo a la parada del colectivo, no se puede pensar en nada más que en monedas. Ahora entiendo a que se referían aquellos que le llamaban el vil metal.

Día a día, esta ciudad enorme convierte a cientos de miles, tal vez de millones de habitantes y turistas, en primitivos mendigos de monedas. Paradojicamente, poco importan los billetes en la cartera. Solo si abundan, si sobran, se podrá eludir esta locura sin pesar ni sufrimiento. 

En un cálculo no poco maquiavélico, no se compra lo que se necesita o se desea, sino aquello que obligue al otro a entregarnos sus codiciadas y bien guardadas monedas. Todo un tratado de tácticas sutiles y estrategias non sanctas.

Hay tantas opciones, pero no son tantas: la ciudad es demasiado extensa. En la garita, durante la espera, ya nadie habla con nadie. En el colectivo hasta un murmurado «buen día» al chófer parece tan violento, tan fuera de lugar, que se reprime hasta el menor instinto de cortesía y buena educación.

Tantas historias que se cruzan en mil puntos distintos. Historias con sus protagonistas a cuestas, que comparten un mismo camino, aunque más no sea por un rato.

Los cuerpos se verán obligados a rozarse (cuanto menos) y posiblemente tengan entre sí mas contacto físico que con el más íntimo. Levantará cada individuo, en esa nada de espacio que los separa, su coraza mental, la mentira que resguardará su privacidad. No te siento, no te huelo, no te veo. O preferiría no hacerlo.

Por supuesto, hay quienes tienen un buen gesto. Y ven al viejo que se acerca con el bastón. Le ofrecerán el asiento. Querrán, por un instante, que de algo sirva el ejemplo… y volverán a perderse en sí mismos. Agotados porque el viaje aún no termina y será largo. Y ademas ahora viajan parados.

Es una ciudad demasiado extensa esta ciudad. Una ciudad que es como una sirena, que fascina y condena, enamora y traiciona, que atrae y espanta. Una ciudad que estimula y paraliza. Una gran ciudad.

Inmensurable, inaprehensible, y  sin embargo vivible, de alguna manera.

Norte o Sur

Una ruta que corre de norte a sur y viceversa.
Una estación al margen de esa ruta.
Una única y sombría boletería.
Dos posibles rumbos a seguir: norte o sur.
Una decisión que tomar, tal vez intrascendente.

Tal vez no.

El destino, a corto plazo, es en realidad el mismo.
Es un circuito circular, sé que es así.
Se supone que es así. En teoría es así.

Y como en el cuento de Caperucita,
uno de los caminos es el más incierto.
Pero esta vez no es el más corto, sino el más largo.

El camino del bosque es en realidad el camino por la selva.
Es esta selva, estas fauces de lobo urbano,
que no muerden la carne sino el alma.

Dentellada que habrá que aguantar,
la decisión no fue tomada a cara o cruz.