A todos los niños les gusta jugar. Jugar es simular mil escenarios posibles, mil realidades distintas y vivir un rato en ellas. Es una forma de aprender y de crecer. Incluso el jugar compitiendo es parte de ese proceso de aprender que a veces se gana, a veces se pierde y que en general no pasa ni lo uno ni lo otro.
Pero después de un tiempo, tal vez el más importante de todos los aprendizajes sea el de distinguir que un juego es un juego y nada más que eso. Se juega, se disfruta del juego, se termina de jugar y la vida continua. Una vida que también se puede disfrutar.
Aunque no para todas las personas la cosa es igual. Al menos para una persona no fue así. Y yo conocí a esa persona. De chico le gustaba jugar, como a todos. Pero ganar le gustaba mucho más que a cualquiera. Es más: solo jugaba a algo si existía la posibilidad de ganar. Para él ganar era vencer, derrotar. Y siempre le molestó profundamente perder. Mucho. Tanto como para seguir malhumorado por días si lo descubrían en las escondidas o le adivinaban una adivinanza.
Por eso, creo yo, a nadie le gustaba jugar con él. No era nada divertido. Casi que daba miedo. Miedo a que ganara, porque se volvía insoportable en sus festejos. Y más miedo a que perdiera, porque ahí sí que se enojaba, pateaba tableros, azotaba puertas, denunciaba imaginarios complots en su contra, reclamaba revancha como quien reclama venganza. Sus rabietas no eran divertidas, ni siquiera un poquito. Así que algunos optaron por dejarlo ganar siempre, otros se rehusaron a jugar con él bajo cualquier pretexto y otros simplemente evitaron cruzarse en su camino.
Hay que reconocer que era bueno en casi todo. Bueno, pero no tan bueno. No tan bueno como el creía ,al menos. Y por no aceptar la derrota por mérito ajeno o por error propio, se volvió supersticioso: si perdía era por mala suerte, por haberse cruzado con un gato negro, por haber volcado la sal, por haberse levantado con el pie izquierdo. O por rascarse el codo contra la costilla siete segundos antes de levantar las cartas de la mesa.
Como era bueno en casi todo, también era bueno a la hora de disimular. Por eso nadie se dio cuenta de sus rituales cotidianos para espantar la suerte adversa, ni que los límites entre el juego y la realidad eran cada vez más difusos para él.
La vida se convirtió, para él, en un juego de conspiraciones donde todos jugaban, aún sin saberlo. Se convirtió en un juego de reglas que había que ir adivinando, reglas que había que ir inventando, donde cada vez había más contrincantes y menos aliados. Una vida donde, además, todo es apostable: el dinero, las personas, los sentimientos, los ideales y, también, el alma.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...