Perros

Aquí. Acá.

Un perro negro. Todo negro.

Con un ojo negro. Y otro ojo blanco.

Como allá,

Aquel otro perro que no era negro

Pero tenia, también,  un ojo blanco.

Aqui, en un pequeño parque al pie de los volcanes.

Allá, en un gran parque junto al gran río.

Una y otra vez allí.

Una y otra vez aquí.

Algo tienen los perros callejeros de un ojo blanco.

Algo tienen, que me hace sentir que el mundo es pequeño.

Las arañas

Las arañas que me miran.

Las arañas que me miran desde los huecos de un techo que ya no existe.

Las arañas que me miran desde las grietas de paredes que ya no existen.

Esas arañas, que ya no existen, pero me miran.

Han de ser arañas fantasmas.

Esas arañas que ya no pueden hacerme nada.

Soy para ellas tal vez un fantasma.

Un fantasma durmiendo en una cama que ya no existe.

Medio árbol

El árbol está medio muerto. Literalmente.

Medio árbol está indudablemente muerto.

Y la otra mitad está como apestada.

Y sin embargo…

Hace unos días, el durazno dio una flor.

Pequeña y rosada, pálida, casi blanca.

En la rama desnuda, una sola flor.

Brillaba como una luna, como un sol.

Después llegaron otras flores, algunas pocas.

Y algunas tímidas hojas verdes, muy verdes.

Medio árbol sigue irremediablemente muerto.

Pero la otra mitad mantiene viva la esperanza.

Y por esta temporada (al menos)

lo ha salvado del hachazo final.

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El gato amarillo

Ahora ya no hay perros en la casa.
Desde hace poco más de un año y después de más de dos décadas.
Por eso, los flacos gatos del barrio se aventuran al jardín.
Uno da tanta pena que lo han medio adoptado.
Quién sabe bien porqué.
Este gato, es un gato amarillo, gato flaco, casi gatito.
Pasa las horas bajo el helecho.
Acepta presuroso la comida y el agua.
Pero no acepta la cercanía.
Si me acerco a siete metros se pone alerta.
Si me acerco un metro más, retrocede.
Se trepa a la pila de ladrillos que hay en el fondo.
Un paso más y se sube al tapial.
Desde ahí me mira ahora que lo miro.
Y me mantiene la mirada.
Yo no sé que pasa por su cabeza de gato amarillo.
Yo no sé que pensará el gato flaco en este momento.
Pero si sé a que conclusión he llegado yo:
Si uno tiene mucho, pero mucho tiempo para viajar,
al final siempre se estará volviendo.
No importa cual sea el lugar.

.

¡En sus marcas!

Volviendo a casa por un camino poco habitual. Haciendo escala en un pueblito sin nombre en medio de un viaje que se ha hecho largo.Y así sin más, me dispongo a matar el tiempo en una precaria casilla que oficia de estación, mal plantada a la vera de un ancho camino de tierra. Y del otro lado de la rústica avenida, nada. Apenas, a lo lejos, un bullicio ahogado por la distancia y la inmensidad. Una nube de polvo que no termina nunca de asentarse. En la distancia, la sequía lo mimetiza todo.


¿Una carrera de perros? Algo he escuchado sobre carreras de perros en esta zona. Me acerco. Tengo tiempo aún. Bastante tiempo. La pista improvisada se parece a una pista de caballos, algo más chica tal vez.


Por sacar conversación, le pregunto a alguien de que tipo de carrera se trata. – No es una carrera por distancia, sino por agotamiento – contesta otra persona a mis espaldas, sin agregar más palabra. Me doy vuelta y lo busco con la mirada, ya sin encontrarlo. La frase me queda colgada en el alma por unos minutos. ¿Correrán hasta reventar de cansancio? ¿Es acaso una carrera a muerte? ¿O simplemente irán abandonando la carrera al menguar sus fuerzas? De todas formas, me parece una carrera cruel. Demasiado cruel. Observo el público. No distingo a los organizadores del evento ni a los dueños de los perros, aunque hay un grupo con claras preferencias y otro que no hace más que registrar en sus pequeñas libretas negras vaya uno a saber qué cosas. Hay un aire innegable de irrealidad o de surrealismo en la escena. Falta aún para que sea la hora de continuar mi viaje, pero no me quiero quedar más aquí. Prefiero esperar tomando un café imaginario en la inexistente cafetería del pueblo, que no por imaginario dejará de ser malo, como de costumbre.


De repente, vuelve a levantarse un murmullo agitado. Los animales se acercan desde la izquierda. Pasan demasiado rápido, demasiado entreverados entre si. Demasiado cubiertos de polvo, demasiado confundidos en la polvareda.  Parecen perros, pero no lo son. Nadie se va. Y no, no hay apuestas en esta carrera. Me pregunto porque no se van. De repente me doy cuenta que tampoco yo he podido irme. Sigo ahí. No puedo irme. Muy a mi pesar, me integro a ese mar de expectativas y ansiedad por saber como terminará esta insólita carrera. Y sé que no podré seguir el camino a casa hasta no saberlo. Resignada, me prometo a mi misma que nunca volveré a tomar una ruta que pase por este pueblo ignoto. Eso, claro está, si es que esta carrera finalmente termina antes de que yo misma muera. Nadie sabe decirme cuando empezó, nadie se anima a pronosticar cuando acabará. Y yo empiezo a sospechar que detrás de esta carrera cruel hay otra más cruel aun. Empieza a faltarme el aire, mi corazón late como enloquecido y me duele cada fibra del cuerpo. Ya estoy dentro de la carrera. Me siento bien, me siento fuerte. Sé perfectamente las reglas, aún las recuerdo, sé que debo irme, volver a casa, llegar a donde me esperan. Tengo tiempo. Siempre habrá oportunidad de retomar el viaje. Me lo repito una y otra vez. Pero algo muy dentro de mí se resiste a aceptarlo. Y mientras me debato y me pierdo en un discurrir filosófico sin sentido, voy dejando mis huellas ensangrentadas en la tierra humedecida por el rocío de la madruga. El viento sigue golpeándome la cara . Los kilómetros y los años van pasando por mi. 

Un perro gris de un ojo blanco

Este lobo citadino,  aquí en la ciudad, es en realidad un perro callejero.
Hace unos días que lo observo, acurrucado bajo la vidriera de un local abandonado.
Está herido en el anca, en el pecho, en el cuello.
Alguien le ha acercado unos cartones y unas mantas viejas.
Las noches son noches muy frías en estos tiempos.
También le han dejado algo de comida, algunos restos, un poco de agua.
Yo me le acerqué esta mañana.
Me senté ahí junto, le enseñé las palmas de mis manos desnudas, dejé que me olfateara.
Sé que puedo acercarme a él, pero no tocarlo.
La calle tiene sus códigos, y no hay ley que se cumpla más que esa ley.
En realidad, nada le ofrecí más que compañía.
O nada busque en él, más que compañía.
Su mirada dice bastante. Un perro gris con un ojo blanco.
Es un gen reconocible en los perros vagabundos de mi barrio desde hace años.
No lame sus heridas para limpiarlas o curarlas.
Se empecina en mantenerlas abiertas, y se empecina también en no morir.
Yo creo que no morirá, no en breve al menos.