De entre todas las nostalgias posibles hay una, a mi entender,
que todos hemos experimentado alguna vez y es mi predilecta:
la nostalgia por lo que no fue, pero que tal vez pudo haber sido.

Es el sentimiento sutil, agridulce y sin embargo satisfactorio
de extrañar aquello que no tuvo a bien morir en su momento,
pero que tampoco supo como mantenerse con vida y florecer.

Este tipo de nostalgia en particular es puro presente extendido.
No se desgarra con saña las vestiduras ni sueña con dulces quimeras.

Inocente, no tiene garras ni dientes con los aferrarse a un pasado
poblado mayormente por desdibujados recuerdos y anécdotas.

Descree del destino, y no le interesa el futuro aunque no esté escrito.
La nostalgia por lo que no fue, nada tiene que ver con lo que no será.

Yo sé en que hueco del alma habita esta nostalgia mía, donde dormita.
He lamido la llaga donde anida: es suave y antigua la miel que destila.

Si presto un poco de atención, logro identificar su irregular latido.
A veces sucede, así sin más, que su pulso se confunde con el mio.

He visto como se mece con gracia en el columpio de lo incierto;
ese vértigo mínimo le alcanza, es su único y más sagrado alimento.

A diferencia de otras nostalgias, esta se ha librado del deseo de trascender
y así, se da el lujo de empaparse en los vapores de la melancolía sin sufrir.

Esta nostalgia mía construye con nada, con casi nada, todo un idioma:
gestos mínimos, símbolos imperceptibles, palabras sueltas y silencios.

Principalmente de silencios que se hacen signo y carne en ese latido extra,
en ese imperceptible segundo en que la nostalgia encuentra el resquicio
por el cual asomarse a este lado de la vida, reconocer el paisaje, oxigenarse,
para volver renovada y fresca a los abismos de su propio universo,

que son, al fin y al cabo, mis propias profundidades.