Compré mi pasaje y la única boletería del lugar cerró su ventanilla tras darme mis dos moneditas de vuelto. La estación del tren está desierta en esta fresca medianoche de otoño.
El ambiente es más que propicio. Es inevitable: llegan aunque nos las llame. Primero las palabras sueltas, luego las ideas, después las imágenes.
Esta noche será, sin duda, una noche de sueños infernales.
Esta noche tengo cita con mis demonios personales
Me sonrío. No les temo. Ya hace tiempo que no les temo. Mis demonios son sangre de mi sangre imaginaria.
Son violentos, desagradables, impiadosos. Impulsivos, desprejuiciados e irónicos. Pero a su manera, bien podría decirse que son gente de palabra. Y tenemos un trato; día a día, ellos devoran y digieren todo lo que me hace mal y me los devuelven en forma de razonamientos forzados y mala poesía; yo los protejo de las fuerzas inquisidoras de la moral y las buenas costumbres, de los predicadores de turno, los psicólogos y las pastillas.
Yo los dejo existir en sus penumbras. Ellos me dejan vivir mi vida.
Las clausulas son simples, son pocas y son justas: ellos no asomaran sus narices de este lado de universo si hay gente cerca; yo, de vez en cuando, desapareceré para todo y para todos por un día y dejaré que ellos hagan con mi mente y con mi alma lo que quieran, lo que puedan. Sus quince minutos al sol. Cualquier condenado los merece.
Con el tiempo, mis demonios y yo hemos desarrollado una relación simbiótica: ellos me muestran lo que solo puedo ver a través de sus ojos: yo de vez en cuando escribo, a mi manera, sus historias.
Mis demonios, dulces ángeles de la guarda caídos en desgracia. Atormentados, negados y solos. Condenados y confinados por mi misma y sin embargo, amantes fieles como pocos.
Dicen que dicen que el infierno son los otros. Yo prefiero creer que no. No podría ser quien soy sin ellos.