Sin caos no hay poesía

Me bastó ver por la ventana por unos segundos. Ya lo intuía: los pequeños indicios en el entorno me lo venían sugiriendo. En realidad, ya me lo habían anticipado. Pero para entenderlo, para aceptarlo, tuve que asomarme a la ventana y verlo con mis propios ojos. Y a pesar de saberlo, y a pesar de intuirlo, confirmarlo fue un golpe de puño profundo en el alma.

El caos había desaparecido. Las paredes limpias, blancas como recién pintadas, apenas mancilladas por el viejo mapa del lugar, algún retrato clásico y un escudo oficial. El escritorio, brillante y despejado. Ni un papel a la vista, ni un folio, ni una nota escrita a las apuradas en una servilleta. Ni un lápiz fuera de lugar, ni una taza sucia del día anterior fungiendo de pisapapeles. Nada de estanterías y más estanterías repletas de carpetas y cajas con expedientes y proyectos de todo tipo, como las que en otros tiempos lo cubrían todo de piso a techo. Hasta la papelera se veía inmaculada.. Todo extrañamente alineado con todo. Todo prolijo, ordenado, pulcro. Antiséptico, así es como se veía. O al menos como lo veía yo desde el otro lado del cristal.

Lo que en algún momento me había parecido una usina fértil de ideas y proyectos, ahora se veía como la oficina de un teniente coronel, tal vez eficiente y tal vez eficaz, pero sin un ápice de magia ni de encanto. La misma oficina, las mismas puertas, las mismas ventanas. Pero un espíritu tan distinto, que por no saber más, me fui de ahí como queriendo no haber estado…

Y sin embargo… sorprender, no me sorprendió. Todo tan perfectamente lógico y obvio, tan acorde a lo esperado, que de haber tenido voz y voto para protestar posiblemente no lo hubiera hecho. Las políticas, las burocracias, las formas y los formatos. Sus rituales y consignas, sus danzas sin arte ni gracia. Las reglas explicitas y normas implícitas, todo, todo, tenía más que ver con las paredes desnudas y blanqueadas del nuevo cuartel general que con el recuerdo bohemio que yo guardaba del lugar en otros tiempos.

Yo no sé, pero intuyo, que al igual que antes, hoy las cosas fluyen, o no fluyen,  a su propio ritmo. Que lo que cambia es principalmente el estilo, y por debajo de eso, la esencia es la misma de siempre, inalterable e invisible por los siglos de los siglos.

Por eso, y tal vez por otras cosas, aunque hoy esa ventana para mi sea un recuerdo a miles de kilómetros de casa, si me preguntan, yo aun preferiría el modelo de cuando la oficina militar era el cobertizo del gran jardinero, del que hablaba con las rosas, del que imaginaba a lo grande, el de los sueños fuera de presupuesto. Porque sin una cuota de caos no hay poesía, y en el devenir cotidiano, por más reglamentaciones oficiales que haya que cumplir, la poesía es la que hace la diferencia. Y siempre para bien.

 

Custodios.

Desde la ventana veo el parque. Lo veo bien, no hay una calle de por medio, sino apenas un caminito de concreto, peatonal y ni siquiera tan usado. Por eso la vida del parque es parte de nuestros días. No tenemos cortinas, no podemos evitarlo. Por eso puedo decir exactamente cuando llegaron los pozos: hace tres semanas y dos días.

Llegaron las cuadrillas y se pusieron a cavar. Unos doce pozos en todo el parque, muy prolijos, como de sesenta por setenta, y tal vez ochenta de profundidad. Obviamente, no todos aparecieron el mismo día. Una semana les llevó, al menos, terminar las tareas de cavar y rodear cada pozo con las cintas rojas y blancas de seguridad.

Ya viendo la distribución de los pozos, y conociendo la realidad de este parque olvidado de todos, no fue tan difícil adivinar que eran pozos para colocar columnas de luz, cosa que a todo mundo – o casi – haría muy feliz. Hasta aquí, pura algarabía y entusiasmo por las buenas nuevas.

Pero la cosa es que cada día, luego de ya estar bien cavados los pozos, llegaban las cuadrillas a… custodiarlos. Por cuatro o cinco horas, ahí parados, junto a un pozo o el otro, esperando quién sabe qué. Sacando del pozo, por hacer algo de rato en rato, la tierra que la lluvia de cada día volvió meter; arreglando las cintas plásticas que la intemperie ha deteriorado o algún pillo rompió al pasar; fumando un cigarrillo o filosofando sobre la vida. O dándole compulsivamente al celular, jugando, chateando o navegando por el mundo tan poco extraño de facebook. Pero principalmente custodiando los pozos, cuidándolos, como si algún tesoro secreto hubiera escondido allí, o como si existiera la remota posibilidad de que se escaparan de su lugar…

Así, día tras día, desde hace más de dos semanas. Esperan, supongo, que lleguen los postes que no llegan. Mientras tanto, dos rectángulos más han aparecido marcados con cal, señal de que nuevos pozos llegarán en breve. Tal vez sea porque van a poner más luces. O porque ya no saben que hacer los custodios con tanto tiempo de no hacer nada con la pala en mano. Como sea, al parque le viene bien que le remuevan un poco la tierra, tan apisonada por años….

Las vecinas

(Antes que nada, quiero dejar en claro que el texto a continuación es pura ficción, de verdad lo digo, es pura mentira. Cualquier similitud con personajes y situaciones de la vida real es pura casualidad, se los juro. No vayan ustedes a creer ni una palabra, por favor. Por favorcito, de corazón se los pido…)

No voy a nombrarlas. Porque no corresponde. Pero además, porque no me sé sus nombres. Los escuché un par de veces, pero no los retuve. Y como sea, no voy a nombrarlas, no vaya a ser que, por esas cosas de la vida, un día lean esto. No voy a nombrarlas, no vaya a ser que se den por aludidas, y mi integridad corra peligro. Mis vecinas, las brujas malas, son gente de temer.

Sé perfectamente que en general las brujas son buenas, a pesar de lo que digan los cuentos de antes. Pero no es este el caso. Aunque lo aparenten, las estas doñas no tienen nada de buenitas. Yo lo sé, porque a veces vamos a las reuniones de vecinos que se hacen, prácticamente, en la puerta de nuestra casa. En el parque del barrio en realidad, pero es casi la puerta de nuestra casa. Desde la ventana del comedor vemos que se va formando el aquelarre, y allá vamos. Con una dotación enorme de antiácidos en los bolsillos, vamos para que después no digan que nadie va, que a nadie le importa.

Estas vecinas no quieren a nadie. Ni entre ellas se quieren. Arman y desarman entre ellas frentes de acusación mutua, que ni con seis años de estudios intensivos de política internacional podría alguien entender. Tampoco soportan nada: como por arte de magia sacan sus propuestas de enrejar por aquí y por allá, indiscriminadamente, ya sea un pedazo de parque, un sector del paseo, o las mismísimas calles. Es su hechizo predilecto, su solución para todo. Eso, y poner cámaras de vigilancia en cada poste, en cada casa, y si fuera posible, en cada árbol.

Como en los cuentos, estas señoras brujas odian a los niños y especialmente odian el ruido que hacen los niños. No estoy inventando, ellas lo dicen abiertamente. Sienten repulsión por los adolescentes, para qué engañarnos, y más aún si se los ve felices retozando en el parque. A los jóvenes los odian por jóvenes, supongo. Y a los demás, a los que no son de su exclusivo club de mujeres «bien», los odian nomas por existir. Ni vendedores, ni pasantes, ni estudiantes. Ni profesores, ni mendigos. A nadie quieren cerca. Que nadie se atreva a poner pies en su reino, porque ellas, y solo ellas, tienen el poder de invocar a los poderes terrenales, pero también a los otros.

Incapaces de ponerse en los zapatos de nadie, alzan las banderas de quién sabe qué decencia ofendida, y escandalizadas se elevan sobre el resto de los mortales como las mártires del barrio; sus salvadoras, sus profetas y su única esperanza. Dueñas de todas las verdades, quien las contradiga se hará inmediatamente merecedor de todo tipo de maldiciones y tendrá que vivir temeroso de su ira de por vida.

Su séquito, sus acólitos, van aprendiendo rápido. De un año a esta parte se ven sus progresos y dan miedo. Sus rictus fruncidos de perpetua indignación van dejando huellas profundas en sus rostros. A diferencia de sus maestras, aún no saben simular simpatía proselitista y sus sonrisas forzadas intimidan y espantan.

Entre sus principales poderes, se encuentra el de transformar conceptos como el de «Espacio Público» en algo tétrico y peligroso; el de invocar los Derechos Humanos para reprimir a quien ose pisar el pasto y el de decidir, a su entera voluntad, cuando las leyes sirven y cuando no.

De verdad dan miedo nuestras vecinas; incluso sin sus poderes brujeriles lo darían. También dan vergüenza ajena y gastritis.Y aunque hay que reconocer que les sobra voluntad y cierta tipo de vocación comunal, esa voluntad y esa vocación son bastante retorcidas. Saben perfectamente, creo yo, del dilema en que nos sumergen al invitarnos a participar: si no participamos, lo dejamos todo en sus crueles manos; y si nos sumamos a su club, nos volvemos cómplices de sus acciones. Lo saben, y me atrevería a decir que lo disfrutan.

Maldito dilema bien pensado, pero así funciona la cosa. Y es una lastima que no haya nadie más por aquí, ni siquiera nosotros, que esté dispuesto a jugar el rol que ellas ostentan. Porque te da, sin duda, una cuota de poder, una cuotita, pero también algo demandante, agotador y exigente. Y te vuelven blanco de todo tipo de antipatías. Ya lo ven.

Tiranetas

Cuando se vive en un país que no es el país natal, ni el que nos vio crecer, la posibilidad de aprender nuevas palabras cada día es tan alta, que es más una certeza que una mera posibilidad. Incluso si en ambos países se habla el mismo idioma. Porque el idioma que se supone que es el mismo, no es tan el mismo. Porque la gente que escuchamos y con la que hablamos ya no es la misma. Porque lo que leemos ya no es lo mismo. Y por la historia, y por las mezclas, y por las influencias. Y quién sabe por qué otra enorme cantidad de cosas más.

O porque así es la vida. Algo que pasa, algo que fluye, algo que cambia, aunque a veces cambie poquito y muy lentamente. Y a veces ese cambió chiquitito y casi imperceptible no nos deja mas enseñanza que una palabra nueva. A mi me gustan esos días porque me gustan las palabras. Me gusta jugar con las palabras nuevas,  inventar palabras, descubrir palabras. Mezclarlas, inventarles insólitas derivaciones y etimologías. Y me gusta, sobre todo, compartirlas con quien comparto mis días, porque en estas cosas compartimos las manías. Juntos jugamos a hacer malabares de palabras y crucigramas en el aire. Nos desafiamos, nos provocamos, nos retrucamos y siempre, siempre, terminamos riendo y a los besos. Nos divertimos con poco, pero nos divertimos mucho.

Hoy, mientras esperábamos nuestro pedido en un cafecito del barrio, nos llamó la atención la conversación de la mesa que estaba justo detrás de mí. Dos hombres hablaban de filosofía. Hablaban y hablaban. De Aristóteles, de Hume, de Kant. De los antecedentes de la democracia directa, de la falta de referentes suficientes, de la nueva sede de estudios filológicos, de los planes de estudios de hace veinte años, del Chopín y de Strauss, de lo que debería ser, de lo que mejor ni hablemos. Hablaban y hablaban. De todo, mucho y más fuerte de lo que en las apretadas mesas del café sería de buena educación.

Y sí, nosotros conversábamos de nuestras cosas también, aunque su erudita diarrea mental se metiera a cada instante en la nuestra, para mezclarse un poco, aunque ellos no lo supieran. Confieso que estaba divertida la cosa. El gurú y el aprendiz, arreglando el mundo y ajenos al mundo. Esgrimiendo citas contra citas, de casi todos los famosos de los últimos 3000 años.

Y de repente, llegó la palabra nueva del día. Así de repente y sin aviso, que es la mejor forma que tienen de llegar. Mi cómplice en el juego la dejó caer por lo bajo: tiranetas. Y claro, apenas la oí, y antes de preguntar nada, intenté rápidamente adivinar, porque es parte ineludible del juego. Mi primera opción fue bastante ridícula, por no decir absolutamente absurda. Era algo así como: «tiranetas, dícese de pequeñas tiranas, de poca monta, y casi nulo poder».

Y ahí si, pedí repetición. Viendo el conocido gesto en mi cara de no entender nada, repitió más lentamente: tira-netas. Dicho así lo entiende cualquiera. «Tiranetas», aquí en México, es el que en Argentina «tiene la posta», el que «te canta la justa». El siempre famoso «que se las sabe todas», y que además no puede vivir sin hacérselo saber a todo el mundo.

Terminamos nuestro postre y nos dimos cuenta que habíamos perdido hace rato el hilo de la conversación ajena. Pagamos lo nuestro y nos fuimos a casa, aún entre risas y besos.

Experiencia ferio-libresca

En las ciudades grandes, casi todo es grande y de casi todo hay mucho. Por ejemplo las ferias. Por ejemplo, las ferias de libros, de esas que son mitad feria, mitad festival, mitad congreso, mitad mercado callejero. Sí, tan grandes que pueden tener hasta cuatro mitades o más.

En una de esas estuve hace poco, de esas que bajo una carpa gigantesca tienen muchísimos puestos de venta de libros y afines, stands que les dicen, prolijamente ordenados por editorial y en orden alfabético. Con sus respectivos promotores que, cual los más experimentados feriantes de pueblo, vocean sus productos y te invitan a pasar, a ver, a olfatear gratuitamente esos tentadores libros, sin compromiso, dicen, sin compromiso, repiten. Igualito que cuando en el mercado te ofrecen catar un trozo de fruta en la punta de un enorme cuchillo, siempre tan amigablemente amenazante.

Huyendo de esos vendedores, y atravesando con especial cuidado el mar de gente que inunda los pasillos, llegué al otro lado de la mega carpa. Por un momento no entendía nada de nada. Afuera llovía y yo había entrado no hacía tanto, cuando aún brillaba el sol.

Una multitud de voces por alta voz se superponen en el nuevo escenario: dos personas relatan cuentos distintos pero con el mismo tono y la misma cadencia; una tercera voz parece ser de una transmisión de radio en vivo, una cuarta contesta con pocas ganas preguntas que el público no le hizo, una quinta invita a la gente a la clase abierta de salsa y una sexta, en el mismo volumen y frecuencia que las demás, anuncia las ofertas gastronómicas, los especiales del día, los solo por hoy.

Bajo toldos demasiado cercanos unos de otros, se organizan los foros.  Es decir, una tarima con tres o cinco silloncitos, frente a unas sesenta sillas muy ortogonalmente acomodadas.

Durante una hora, cada hora, alguien presentará un libro nuevo, y ese alguien no será el escritor del libro. Otro alguien presentará al autor, que por supuesto no será el mismo. Pero al final tendrá tiempo para decir gracias a una audiencia que en el mejor de los casos llenará la mitad de las sillas. Y en el peor de los casos consistirá en unas seis o siete personas, principalmente colegas, amigos y familia. Y un par que probablemente se sentarán en las filas de más atrás a descansar,  protegerse de la lluvia leve pero persistente, y a darle a sus teléfonos en paz si encuentran una red disponible.

Sé lo que digo porque yo fui una de las de ese último grupo, esperando que sea la hora de la presentación que me llevó hasta allí. Aunque en mí defensa he de decir que intenté prestar atención las dos veces que me senté en un foro elegido al azar.  Aguanté como quince minutos en cada uno. Y si bien no recuerdo hoy ni el nombre de los autores, ni de los presentadores ni de las obras, sí recuerdo la enseñanza de que me dejó la experiencia: conocer a los autores antes que a las obras puede ser nocivo para la literatura, sobre todo si te caen mal, porque ahí ya ni ganas de leerlos te quedan, y capaz que hasta son buenos.

Finalmente pasé mis últimos ratos de espera bajo la llovizna, como tantos, en la larga fila de los que ansiaban comprar su combo de mal café con sándwich tipo baguette por unos no tan míseros cincuenta pesitos.  Yo pedí un agua mineral de medio litro y un pan dulce que costaron casi lo mismo y que tampoco fueron la gran cosa.

Ya casi era hora de pasar a ser parte de la audiencia calificada, de los del primer grupo, subgrupo amigos del escritor. Del mero mero, como dicen aquí. Del más importante de los que están en la tarima. Del que, después de tres o cuatro largos discursos en donde los otros cuentan casi con detalle la trama y el desenlace del nuevo libro, sus porqués y sus tal veces, apenas tendrá tiempo para agregar un gracias por venir. Y a desalojar rapidito el lugar, que ya llega el siguiente, y vamos tarde con el cronograma.

El Jugador.

A todos los niños les gusta jugar. Jugar es simular mil escenarios posibles, mil realidades distintas y vivir un rato en ellas. Es una forma de aprender y de crecer.  Incluso el jugar compitiendo es parte de ese proceso de aprender que a veces se gana, a veces se pierde  y que en general no pasa ni lo uno ni lo otro.

Pero después de un tiempo, tal vez el más importante de todos los aprendizajes sea el de distinguir que un juego es un juego y nada más que eso. Se juega, se disfruta del juego, se termina de jugar y la vida continua. Una vida que también se puede disfrutar.

Aunque no para todas las personas la cosa es igual. Al menos para una persona no fue así. Y yo conocí a esa persona. De chico le gustaba jugar, como a todos. Pero ganar le gustaba mucho más que a cualquiera. Es más: solo jugaba a algo si existía la posibilidad de ganar. Para él ganar era vencer, derrotar. Y siempre le molestó profundamente perder. Mucho. Tanto como para seguir malhumorado por días si lo descubrían en las escondidas o le adivinaban una adivinanza.

Por eso, creo yo, a nadie le gustaba jugar con él. No era nada divertido. Casi que daba miedo. Miedo a que ganara, porque se volvía insoportable en sus festejos. Y más miedo a que perdiera, porque ahí sí que se enojaba, pateaba tableros, azotaba puertas, denunciaba imaginarios complots en su contra, reclamaba revancha como quien reclama venganza. Sus rabietas no eran divertidas, ni siquiera un poquito. Así que algunos optaron por dejarlo ganar siempre, otros se rehusaron a jugar con él bajo cualquier pretexto y otros simplemente evitaron cruzarse en su camino.

Hay que reconocer que era bueno en casi todo. Bueno, pero no tan bueno. No tan bueno como el creía ,al menos. Y por no aceptar la derrota por mérito ajeno o por error propio, se volvió supersticioso: si perdía era por mala suerte, por haberse cruzado con un gato negro, por haber volcado la sal, por haberse levantado con el pie izquierdo. O por rascarse el codo contra la costilla siete segundos antes de levantar las cartas de la mesa.

Como era bueno en casi todo, también era bueno a la hora de disimular. Por eso nadie se dio cuenta de sus rituales cotidianos para espantar  la suerte adversa, ni que los límites entre el juego y la realidad eran cada vez más difusos para él.

La vida se convirtió, para él, en un juego de conspiraciones donde todos jugaban, aún sin saberlo. Se convirtió en un juego de reglas que había que ir adivinando, reglas que había que ir inventando, donde cada vez había más contrincantes y menos aliados. Una vida donde, además, todo es apostable: el dinero, las personas, los sentimientos, los ideales y, también, el alma.

Vano intento de cuento.

A continuación, un ejemplo de porqué escribir una novela, o incluso un cuento, sería una misión casi imposible para mí.

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Había una vez un rey… (creo que corresponde decir “hubo una vez un rey”. Este cuento se complica desde la primera palabra, literalmente). Otra vez.

Había una vez un rey… (aunque esté mal gramaticalmente, queda tan bien así, que así se queda). Otra vez.

Había una vez un rey… (en realidad hubo un rey más de una vez, por supuesto; y más de un rey a la vez, también, varias veces). Sigo.

Había una vez un rey, una vez en particular, un rey en especial, y aunque ésta no sea la historia de ese rey, la afirmación no deja de ser cierta.

Había una vez un rey, y había también un hombre que no era ese rey. Ese otro hombre será el personaje de este cuento, el rey  supongo que ya no vuelve a aparecer.

Debería haber empezado de la siguiente forma:

Había una vez un hombre… Así, con minúsculas porque el hombre era un solo un hombre. Un hombre al que no le pasa nada extraordinario.

Había una vez un hombre al que no le pasó nunca nada atípico, en cuyos mesurados aconteceres cotidianos no reparó nadie lo suficiente como para escribir en media página un día cualquiera de su vida. Un hombre cuyos pensamientos más profundos son completamente inaccesibles, y por lo tanto, inútiles para rellenar con ellos los silencios del presente escrito.

Había una vez un hombre del que no sé nada, y sobre el cual quiero escribir. Voy a tener que inventarlo.

Había una vez un hombre que no existió, pero voy a decir que sí existió, porque lo necesito. Tendré que decir como era, aunque por supuesto, nunca fue.

Voy a tener que inventar cosas que nunca le pasaron, paisajes por donde no anduvo, palabras que no dijo, amores y rencores que no tuvo.

Me va a dar mucha pena por ese hombre. Porque en un momento voy a tener que dejar de escribir, y su vida, inventada sí, es cierto, pero suya al fin y al cabo, va a quedar trunca.

Creo que no lo voy a hacer.

Y veo sin embargo que ese hombre ya existe, aunque no lo haya llamado por su nombre, pues así, al pasar, lo nombré junto a un rey que sí existió, y que sí tuvo su historia, sobre la que escribieron quién sabe cuántos.

Ni siquiera llegué a la segunda frase del cuento y ya no quiero seguir. Es tremendamente más difícil de lo que hubiese imaginado. De lo que hube imaginado. De lo que imaginé.

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                                          (reg, pná, arg,  hace mucho, mucho tiempo)

Nadie muere en la víspera.

“Nadie muere en la víspera”, decían…

Claro, yo era chica, muy chica, ni siquiera sabía que significaba «víspera»; habré imaginado que era algún día en especial, alguna festividad, un feriado como tantos. Me resultaba extraño que nadie muriera justamente ese día, pero la veracidad de las frases hechas era incuestionable en aquella época.

Supongo que tampoco tendría que haber tenido en claro que era morir. Pero sí. A los 4 años a veces las cosas se ven mas simples. Morir era morir. No había dudas sobre eso. La gente se moría. Y lo que venía después la muerte era la vida de los que quedaban con vida. Las versiones adultas sobre cielos e infiernos, reencarnaciones y renacimientos eran contradictorias e incomprobables. Y por eso mismo, y por tan ajena, y por tan lejana, la muerte realmente no me preocupaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando un tiempo después me angustiaban los millones de muertes violentas, las masacres, las tragedias, los accidentes, el hambre, la pobreza y las guerras, la muerte fue cosa seria.. Entonces la misma frase me resultó tan hipócrita, tan conformista, tan despreciable. Yo habré tenido diez, doce años. Tal vez un poco más. El mundo era terriblemente injusto. Y dios, si existía, también.

“Nadie muere en la víspera”…

Empecé a repetirme la frase una y otra vez a modo de disculpa, o de excusa, cuando ante la muerte ajena me quedaba inmóvil y silenciosa. O cuando simplemente prefería ignorarla. El mundo era como era y si existía Dios, no me importaba.

“Nadie muere en la víspera”…

Cuando la muerte fue llegando a mis abuelos, y cada día podía ser el ultimo de sus días, la frase no era más que una sentencia burlona y despiadada. Y quise creer en un dios que me garantizará otro mundo donde encontrarme con mis muertos.

“Nadie muere en la víspera”…

Sin ser vieja ahora sé que la víspera puede ser en cualquier momento. Y resurgen los miedos, y resurgen las dudas, y veo la muerte en cada esquina , y la frase resuena en mis oídos definitivamente ridícula.

“Nadie muere en la víspera”…

En mil voces suena de mil formas diferentes. En quien lucha, resulta una consigna llena de esperanzas, de fe en que nada ocurrirá antes de tiempo. Y quien teme la entona como un conjuro para espantar la muerte.

“Nadie muere en la víspera”…

Consuelo, excusa, promesa, advertencia.

“Nadie muere en la víspera”…

Una frase hecha, como tantas, caballito de batalla de quienes creen en el destino, para los que se convencen, de algún modo, de que todo está escrito. No es mi caso. Ojalá lo fuera.

Nadie muere en la víspera de su propia muerte. Taxativamente cierto.Tan gramaticalmente correcto que es casi absurdo enunciarlo.  Como si fuera posible otra cosa, como si fuera posible morir tantas veces.  Como si no supiéramos acaso que los días se suceden unos a otros inevitablemente.

Como si en el último minuto importase comprender que la víspera de nuestra muerte fue justamente ayer y que paso de largo inevitablemente.  El final, nuestro final, debería ser tan simple y tan claro, como cuando teníamos cuatro años. Y comprender, y aceptar que morir es morir, y lo que vendrá, ya es parte la vida de los demás.

                                               RegD, Pná, Arg, 2005

Doña Ricarda

Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.

El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior  y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.

Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.

Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.

Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.

Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.

Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.

No estaban muertos…

Cuando de niña escuchaba hablar de los organilleros, siempre era con un dejo de nostalgia. Para mí eran algo muy antiguo, de un pasado que era más de la infancia de mis abuelos que de mis padres. Una especie extinta, desaparecida, de un pasado remoto.

Incluso en mi ciudad, que hace un siglo ya era ciudad a su manera, había un organillero. Uno, por lo menos. En la plaza principal. Con un mono. Eso fue lo que escuché siempre en casa. Y en mi cabeza infantil lo transformé en un ser mitológico, como los colchoneros, los deshollinadores, o las vendedoras de mazamorra de los tiempos de la Independencia.

Los organilleros eran seres de una época en que la música automática era casi magia, aunque fuera tan sencillamente mecánica. Seres que le daban vuelta a la manivela y que al compás de una musiquita hacían bailar un mono. Todo por unas monedas. Y tal vez, por amenizar una tarde en la plaza, por ver las miradas fascinadas de niños y grandes, quien sabe….

Organillos y organilleros vivían, para mí, en ese mundo mágico y triste de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas que solo sobreviven en los museos, los libros y las películas. Eran de esas cosas que yo supuse que no conocería jamás, como los dinosaurios. Y eso era parte importante de su perfil romántico.

Pero pasó un día, cuando yo ya tenía más de treinta, que por esas cosas de la vida, me encontré viviendo en otra ciudad y en otro país. Y en la esquina de la nueva casa, ahí nomas, a un par de decenas de metros, en su uniforme marrón gastado, estaba dale que dale a la manivela un organillero con su organillo.

Ya no lleva un mono atado con una correa para que baile al son. Hoy no sería políticamente correcto. Pero sí lo acompaña un asistente que, gorra en mano, va pidiendo una colaboración «para mantener la tradición». Se mueve rápido por entre los automóviles en lo que dura el rojo del semáforo, entrenado el ojo para detectar desde lejos el más mínimo gesto de quien quiera dar.

La primera vez que lo ví, de alguna forma también me maravillé. Se supone que las cosas extintas no vuelven a la vida. Pero allí estaba. Y yo creí, por un momento, que tenía el honor de estar frente al último de los últimos. La música no era tan bella como imaginaba, pero la mística de los años de ser místico lo enmendaba fácilmente.

Luego, un tiempo después, alguien me dijo que solo aquí, en este lugar del mundo, quedan organilleros, y que son rigurosamente cuarenta. Y yo no termino de creerles, los hay por todas partes. En casi todos los semáforos donde se cruzan avenidas importantes. Y en el centro, en la peatonal, en los parques. Hasta sindicato tienen. Dos en sindicatos, en realidad. A mi no me joden: en vía de extinción no están, ni por casualidad.

Lo que sí me atrevo a poner en duda, fuertemente, es que aún existan afinadores. O tal vez sí los hay, y se mueran de hambre. Porque el odioso sonido de los organillos puede llegar a desquiciar a cualquiera. Empiezo a creer también, que las monedas que la gente les da es para que ya paren de una vez, para que ya no sigan. Me suena más a extorsión que a arte, ¿que quieren que les diga? Hasta me han dicho que dicen que algunos usan grabaciones. Espantosas grabaciones de espantosas melodías que ya no son las hermosas melodías que solían ser.

Y sí, a veces, con culpa, fantaseo con extinguirlos y mandarlos de nuevo allí donde vivían, el romántico mundo de las cosas de un pasado mejor, más humano. Sino a todos, al menos a aquél que se pone cada día en la esquina de casa.

De libros, viajes y simpatias…

Viajando en la misma línea de metro de siempre. En el vagón aún medio vacío, un niño va leyendo un libro. Y es un libro que conozco.

Con culpa he de confesar que a veces siento más simpatía hacía un desconocido cualquiera que esté leyendo un libro que yo leí, que hacia uno que hable con mi propio acento. Sé que no significa nada. Gente muy diversa puede coincidir en un libro o dos, pero a mí me da un “no sé que” de intimidad, de cercanía, hasta de cariño. Ese cariño instantáneo y pasajero, que dura lo que el encuentro, que no requiere palabras, y que es unidireccional, porque el otro nada sabe de la coincidencia.

Pero con este niño es distinto. Porque el libro es distinto. Un drama infantil, sobre un drama que en la vida real suele ser más dramático que en el libro, y que sin embargo está tan bien escrito, tan bien encarado….

Lo miro. Será unos dos o tres años mayor que el protagonista. Aunque si viaja en el metro, posiblemente no se le parezca tanto. O si. Hay cosas que unen y generan identificación más que otras. Sobre todo en la infancia. También de eso habla el libro.

Lo miro. El niño, pre adolescente a todas luces, viaja solo y está tan metido en su lectura, que supongo que conoce ya de memoria las curvas, los frenazos y los tiempos de esta linea metro. Se ve tan niño en medio de tanto adulto.

Lo miro. Y me pregunto como llegó ese libro a sus manos. Es un libro escrito expresamente para él, pero a mi, persona promedio de más de treinta, me estrujo el alma. Como sea, ya está por terminarlo. Tan presente lo tengo, que casi que podría decir yo por donde va. Lee rápido, con avidez, y lo entiendo. La historia te envuelve, te atrapa y te angustia. El final es inesperado, todo apunta que será un terrible final. Y en realidad, es medio terrible, pero no tan terrible. Quisiera decírselo, pero esas cosas no se hacen entre lectores que disfrutan su lectura.

Lo miro. Quien sabe hasta donde seguirá su viaje. Mi parada es la próxima estación. Veo, por entre la multitud que acaba de subir, que se sonríe de lado. Creo que ya está descubriendo de que viene la cosa, ya está atando cabos, elaborando hipótesis, arriesgando futuros más prometedores. Que buen momento ese momento.

Me sonrío también, con el alma calentita. Me sonrío y él ni se entera, ni tiene como enterarse, porque no ha levantado la vista del libro ni una sola vez.

Imaginación ® (marca registrada)

Princesas, doctoras, mamás o astronautas. Las niñas (y los niños, obviamente) pueden jugar a lo que sea con solo desearlo. También pueden ser monstruos o conejos, karatecas o koalas, robots o bomberos. Todo ¡todo! por el mismo precio: cero pesos. Cero absoluto. Imaginar no cuesta ni un centavo. Nunca. Jamás.

La imaginación no solo es gratis, sino que también es infinita. Nadie te dice de qué color ha de ser el vestido de la princesa o la cantidad de cabezas que debe tener el dragón. Se pueden explotar planetas con un gesto, volar sin alas, respirar bajo el agua, viajar en el tiempo. Morir y resucitar mil veces. La imaginación puede ajustar el universo a la medida del que imagina tantas veces como lo desee. Así de poderosa puede ser.

La imaginación es lo único realmente suyo que tiene un niño y lo más privado. Y tal vez, también los grandes. Pero como todas las cosas que se tienen, se puede tener mucho o poco. Es decir, esa imaginación puede ser más rica y diversa, o más pobre y mediocre. Eso tampoco depende del dinero.

O sí. Tal vez sí.

Los niños que a la hora de jugar cuentan solo con su imaginación esponsorizada, de princesas marca registrada, automóviles marca registrada, extraterrestres marca registrada, tienen mucho menos que imaginar. Salvo en casos muy excepcionales, esos niños ya no pueden decidir ni el nombre, ni el color, ni la forma de sus fantasías.

Si antes de hablar ya incorporan el «como debe ser» incluso sobre lo que no existe, lo que no es más que quimeras, están perdiendo la libertad en el único ámbito en que son (o deberían ser) absolutamente libres: su imaginación.

Texturas / el viaje de la memoria.

Aún no soy vieja lo que se dice vieja, pero ya estoy por cumplir treinta y siete. Y ya hace más de una década que mis canas no se pueden extirpar una por una, no tan fácilmente al menos, no como cuando tenía dieciocho y las canas recién empezaban a aparecer…

Mi memoria nunca ha sido mala en rasgos generales. Más bien ha sido de calidad inestable.

En la adolescencia tenia una memoria casi prodigiosamente nítida para todo lo que hubiera vivido o estudiado a partir de los diez. Fechas, nombres, situaciones, formulas, imágenes. Todo, incluso las boludeces. Todo, que tal vez era demasiado. Pero la verdad es que la vida por venir me parecía infinita, como la memoria.

En esa misma época en que oficialmente pasaba a ser mayor de edad, la memoria de mi niñez se sumergía en una nebulosa de la que solo recordaba fragmentos robados de la memoria familiar, de las fotos y las anécdotas. O de aquellas cosas que componían el resumen de mi infancia, un compilado de memorias que sabía y repetía de memoria, pero sin estar realmente segura de recordar.

Entre los veinte y los treinta, más o menos, una parte de mi memoria fina se borró a la fuerza, por decirlo de alguna manera, y otra he intentado borrarla a voluntad, por decirlo de alguna forma también. Como si la colección de recuerdos de ese período quedara guardado en stand by: no fueron borrados, pero tampoco pueden ser evocados aún con tanta facilidad. Recuerdo lo hechos, la sucesión de los hechos, pero no los detalles. Y no me preocupa ni me angustia que así sea.

Pero desde entonces, y principalmente en los últimos años, tal vez por la edad y tal vez por las distancias, he redescubierto la memoria de los detalles y sus maravillas. La memoria de las texturas, de las luces, las sombras y los reflejos de mi infancia, pero también de mi presente. Las voces y sus inflexiones, los olores, la cotidianidad que no queda nunca en las anécdotas ni en las fotos, y ni siquiera en la memoria familiar.

Ahora sé que me estoy acercando a la memoria de los viejos, que tanto me admiraba cuando los viejos eran todos los demás. Esa memoria que te deja revivir el pasado de a ratos, que te deja disfrutar de paisajes lejanos con solo cerrar los ojos.

Después, en algún momento, sé que los vaivenes de la memoria serán otros. De momento, me siento con superpoderes recuperados, y eso me tiene feliz.

Pantallazos

A veces hay momentos así. Momentos en que lo único que me urge es sentarme en un sillón cualquiera frente al televisor imaginario de mi alma.

Entonces desconecto el cerebro de lo que pasa alrededor y entorno los ojos como para enfocar mejor. Ahí están: ciento veintiún canales a todo color y sonido estereofónico.

Haber, hay de todo: historia,  romance, ciencia ficción y fantasía; mucho de arte, algo de filosofía y hasta esoterismo berreta. También se encontrarán canales de acción y violencia, reductos de tiernas infatiladas y terror para todos los gustos.  No falta algo de pseudo actualidad en forma de noticieros. Y algo, alguito, de porno. Mi alma, mi espíritu, mi «lo que sea», será lo que será, pero está bien surtida.

Sin siquiera un parpadeo, de modo automático, voy haciendo zapping. Como si fuera una frenética carrera, mezcla de ansiedad y hastío, por acabar de revisar los vericuetos y escondrijos de mí misma.

Doy por sabido que no hay nada nuevo que ver. Pero debe haberlo. Y yo prefiero mejor ni enterarme, pero igual me entero. Parece inútil repasar una y otra vez aquello que no puedo no saber. Pero el chiste está en verlo desde afuera, desde mi siempre tan cómodo sillón de espectador premium.  Desde afuera todo se ve distinto, aunque sea lo mismo.

Por ejemplo, aquello que alguna vez se vio como un documental de guerra, hoy aparece en la pantalla de  mi televisor imaginario, como round de lucha libre. Como cuando veíamos Titanes en el Ring. Como la lucha libre de la Arena México. Exactamente así. Una lucha que es mezcla de danza y acrobacias, una lucha donde se lucha, pero no tanto. Una lucha donde hay buenos y malos, pero donde no pueden faltar ni los unos ni los otros. Una lucha que, por histórica, debe ser más o menos pareja, aunque siempre ganen los mismos.

Autopsia de la libertad.

La libertad. Me preguntan por la libertad. Que si tengo algo escrito sobre la libertad. Y creo recordar que sí. Busco y rebusco en archivos viejos. Y encuentro el texto que buscaba. No era sobre la libertad, sino sobre la soledad. La única referencia a la libertad decía algo así como que la soledad huele a libertad, sabe a libertad, pero que es una mentira más de los sentidos.

Hoy, bastante años después, he de revisar esta relación que se me hacia tan sencilla entonces:

Concepto paradójico si los hay, el concepto de libertad: es una cosa de esas cosas que para mantenerla, hay que hacerse esclavo de ella.

Para mantenerla pura e impoluta, hay que desprenderse de todo. Liberarse de todo. Renunciar a todo. Incluso a la propia libertad de hacer lo que se nos venga en gana.

Renunciar a los vínculos que nos unen o nos atan a otras personas, a otras cosas, a otros proyectos, a otras ideas, porque las responsabilidades conjuntas y los compromisos no nos dejan, obviamente, ser libres.

Para ser libres, para vivir en absoluta libertad, hay que renunciar incluso a los impulsos que nos obligan. A los impulsos que nos hacen sus esclavos, a lo que llamamos «las ansias», como el hambre, la sed, el sueño o el sexo. Incluso al impulso de cagar debemos renunciar, que cuando urge, nos obliga más que ninguno.

Hay también que renunciar a toda la poesía, a toda melodía, a toda imagen. Hay que renunciar a todo arte que agite nuestra imaginación, porque nuestra imaginación ha de ser libre de estímulos externos.

Para ser libres hemos de renunciar al pensamiento, pues el pensamiento que se repite es capaz de volverse compulsiva obsesión, y no hay esclavo mas esclavo de sí mismo que el obsesivo.

Para ser libre hay que librarse de las pasiones, y abandonar los sueños, las expectativas y hasta renunciar a las ganas de ser libres. Hay que librarse de todos los miedos, pero también de toda esperanza, porque ambos nos condicionan, y estar condicionados es lo opuesto a ser libres.

Para ser libres, hemos renunciar a hacer cualquier cosa, pues nadie esta libre de las consecuencias de lo que hace, ni de lo que dice. Y ni siquiera así estaremos libres de eso a lo que unos llaman destino y otros llaman azar.

Para ser libres, completamente libres, debemos morir en la confianza de que no hay absolutamente nada mas allá. Por que si lo hay, estaremos atrapados allí, presos cual el más mísero de los reos, por toda la eternidad. Y eso es mucho, mucho tiempo.

Viéndolo así (y sin duda esto es apenas un análisis muy somero y superficial), no existe la libertad absoluta. Y dirán que es una obviedad, y sí que lo es. Pero incluso a las obviedades conviene de vez en cuando diseccionarlas un poco. Transformarlas en pequeñas obviedades parciales, así como la libertad parece no ser más que un conjunto de especificas libertades parciales.

Yo creo, sinceramente, que de esas libertades parciales e imperfectas, la única libertad que realmente tenemos, la única que debemos defender contra viento y marea, defender con uñas dientes, defender a toda costa, es la de elegir nuestros propios carceleros.

Día de Muertos

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Porque no todos creemos lo mismo.
Porque no todos tenemos religión.
Porque no todos tenemos un dios.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto.

Muertos propios por derecho de sangre.
Muertos ajenos, adoptados como propios.
Muertos con paz, o sin paz, muertos a destiempo.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto, al menos, para recordar.

Muertos queridos, respetados, admirados.
Y también de los otros, pero siempre propios.
Muertos que duelen y muertos que sanan.
Muertos que nos definen, para bien o para mal.

Muertos que son nuestra historia chiquita.
Pero también nuestra historia con mayúsculas.
Muertos que son la base de nuestra identidad.
Muertos que enseñan, advierten o consuelan.
Muertos que, a veces, también reclaman una mirada.

Por eso, entre otras cosas, importa la memoria.
Por eso importa el ejercicio sano de la memoria.
Y la reconciliación con el misterio que supone la muerte.
Todavía lo único ineludible, lo que a todos nos toca.

Excuse moi.

Todos tenemos cosas que nos gustan más que otras. Es obvio, más que obvio. Es natural. Y si tenemos cosas que nos gustan más, necesariamente tenemos cosas que nos gustan menos. Y que existan cosas a las que les tenemos una justificada aversión, es comprensible.

Pero hay cosas a las que se les tiene un rechazo profundo no justificado, inexplicable. Cosas para las que no basta un «no me gusta», ni un «me desagrada profundamente». Cosas a las que no tenemos tiempo ni de juzgar antes de rechazarlas con las vísceras revueltas. Cosas que nos espantan sin que medien las subjetividades de lo ético ni de lo estético.

Sentimiento fóbico, completamente irracional, que nos avergüenza. Que nos humilla. Que nos atormenta. Que deberíamos combatir con todas nuestras fuerzas.Sentimiento que nos hace ser o parecer quienes no somos, quienes no queremos ser. Sentimiento que nos altera, nos paraliza, nos desnaturaliza y nos anula.

Ese sentimiento es el que me provocan las uñas postizas. Lo siento. No puedo evitarlo. Uñas falsas, largas, afiladas, pintadas, decoradas, pegadas sobre otras uñas que si son de verdad. Sepan disculparme quienes las luzcan, si de repente ven que empiezo a temblar. Sepan disculparme si no puedo hablarles, ni prestarle atención a lo que me digan.

Y si de alguna manera intuyen que me estoy aguantando la risa, sepan perdonarme también.

De imágenes, palabras escritas y justificaciones

Una imagen es una imagen. Uno la ve, y ya no puede pretender que no la ha visto. O mejor dicho: sí puede pretender que no la ha visto, pero es un engaño para los demás y uno sigue sabiendo la verdad. Quieras o no, el mensaje en forma de imagen se te metió en el cerebro entre dos parpadeos. Y no te diste ni cuenta de como pasó.

Tal vez uno aprende con los años a ser más analítico en la mirada. Pero ver es como escuchar, como oler, como degustar o sentir en la piel. Con esa capacidad y habilidad nacemos, aunque algunos ( y digo nomas algunos) después desarrollen, cultiven y refinen un poquito más sus sentidos. Pero, en principio, lo único que podemos hacer para no ver lo que esta frente a nosotros, es cerrar los ojos. Y en general siempre es un segundo más tarde de lo que hubiéramos deseado.

Una imagen (sea cual sea), siempre nos llega de la forma menos amable. Alguien la diseño, la dibujó, la pintó, la fotografió, la esculpió, la editó y la liberó en su completa grandeza en un mundo lleno de ojos que ven. Sencilla o compleja, pasará solo formalmente por el cerebro para dar su golpe certero, en una milésima de segundo, allí donde habitan nuestras emociones. Absolutamente figurativo o de lo más abstracto, no importa, el mensaje nunca es del todo claro, y ni siquiera es muy conciso: deja al espectador libre de interpretar, desde sus vísceras primero y desde su mente después, lo que se le venga en gana, aunque no tengas ganas de nada.

Por eso yo prefiero escribir. Aunque las palabras se vean, no se pueden leer todas juntas de una sola mirada, salvo que sean realmente muy pocas. Así, el que empieza a leer puede irse dando cuenta, lentamente, si quiere seguir leyendo o no. Incluso puede decidirse a abandonar la lectura a media palabra. Ahí, escrito, hay un mensaje, una historia, algo que el que escribió quiso transmitir, sin obligar al receptor a recibir. No sé si me explico. Y las palabras quieren decir lo que quieren decir. Algunas tendrán dos o tres significados, pero el sentido de las frases en general será mas bien claro. Bastante claro, al menos.  Primero pasará por tu mente, y luego, ya más o menos digerido, te invadirá el alma. O no.

Por eso yo prefiero escribir. Otros preferirán expresarse de otra forma y todas las formas son válidas, sin duda. Pero esta, hoy, es la mía.

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El mal jardinero (o el jardinero del mal)

Don Aurelio es el encargado del parque junto a nuestra casa. No se llama Aurelio, claro. Podría llamarse también Don Benancio, Don Cipriano o Don Adelfo. Pero Aurelio es un nombre que le va tan bien como cualquier otro. Digamos que le decimos Aurelio por no revelar su nombre verdadero. Pero la verdad es que hubo un día en que supe su nombre, y ese mismo día lo olvidé.

Malhumorado, mas bien bajo y, a simple vista, mal tratado por todas las circunstancias. Como si recién se hubiera bajado de una mala mula, así va por la vida. Quejándose con quien pueda, de lo que sea, siempre que se presente la ocasión. Acusando a los unos y a los otros, por todo lo malo, por todo lo falsamente bueno y por las dudas también. Conspirando entre las hilos del micro universo que es el parque, que ni siquiera es un parque tan grande.

Mal encarado, y mal querido por el barrio, pero con justa razón. Vende su simpatía y su favor a cambio de unas monedas extras, que bien pronto se convierten en cuota quincenal. ¡Y como se resiente si las monedas no llegan!. Abusa de su ínfimo poder a través de tontas venganzas: montones de hojas o toneladas basura se acumulan frente a la casa de su enemigo predilecto de cada semana.

Pero dejando de lado su mal humor, es mal jardinero, se mire por donde se mire. Tan malo que le queda grande el titulo de jardinero. Y también le queda grande el titulo de cuidador. Inclusive el titulo de barrendero. Mal tipo diría yo, aunque no sé como sea el hombre cuando vuelve a su casa.

Pero mal jardinero sin dudas. Y mal tipo, me figuro.

Con su sobrero de paja roída calado hasta las hojas y su uniforme desteñido que lo camufla con el entorno, aparece y desaparece entre los árboles como por arte de magia. Nadie sabe cuando viene o cuando no. Es como un espectro en eterna enemistad con los vecinos, con los pasantes, con los deportistas e incluso hasta con las parejas de enamorados que mal que mal, disfrutan el rato sobre el pasto seco o la tierra pelada.

Cuando hace unos pocos años llegué a estas tierras, intenté hacer las cosas bien. Me presenté con el Don, me ofrecí para ayudarle en algunas cosas, su discurso me dio lástima. Casi que caí en su trampa. Hoy estoy en su lista negra, no lo dudo. Encontramos su marca siniestra en nuestra puerta.

My way (por decirlo de algún modo)

Lineas simples.

Frases cortas y sencillas.

Sin enredos innecesarios.

Solo con los enredos imprescindibles.

Así escribo, en general.

Porque así pienso en general.

Con lineas simples.

Con frases cortas y sencillas.

Sin enredos innecesarios.

Frases que se ordenan y reordenan.

Frases que se desdoblan, se repiten.

Frases que se multiplican.

Que se amontonan en mi mente.

Frases con espíritu de tumulto.

Frases que exigen salir por escrito.

O desbordar de la peor manera.

Frases que amenazan porque pueden.

Pero que se conforman con poco.

Ese otro

El hombre en el parque junto a la casa.

Lo veo a lo lejos, desde mi ventana.

Ese hombre parado ahí, como una estatua.

Como una esfinge esperando su respuesta.

Como esforzándose en ser parte del paisaje.

Perdida quien sabe donde la mirada.

(tal vez mira al sudeste; esas cosas pasan)

Inmutable pero también indefinido.

Como un triste fantasma petrificado.

Como una estatua de sal o de niebla.

Tan presente y ausente en un tiempo.

Tan presente, tan pasado y tan futuro.

Tan propio, tan ajeno, tan distante.

(Yo no sé lo que espera, pero lo intuyo)

Un cartelito que decía…

En el parque que hay junto a la casa, los árboles y los postes se han convertido, como casi todos los de la ciudad, en longilíneos soportes de publicidad. Todo se ofrece, todo se busca.  Desde lo más banal hasta lo más o menos banal. Lo que la demanda demande, lo que la oferta oferte. Lo más básico entre lo más básico del libre mercado. Se ofrecen candidatos de todos colores para todos los puestos; puestos de meseras, lava-lozas y garroteros; cursos de autocad y de peluquería; perros y gatos desparasitados; alquileres varios, servicios para todos los gustos, dulces compañías, tiradas de cartas y menús vegetarianos. Todo se ofrece, ya sea en carteles de imprenta o artesanales escritos a mano, carteles monocromos o de brillantes colores, pequeños y grandes, nuevos y viejos, sanos y rotos. Todos los carteles, todas las ofertas. Tantos, que se vuelven invisibles. Tantos, que el ojo los vuelve invisibles. Es decir, algo se ve feo en el ambiente. Desprolijo. Contaminado. Como un ruido de fondo visual. Pero los carteles ya no se ven. Sé que ustedes entienden a lo que me refiero: esa ceguera selectiva tan típicamente urbana, instintiva si se quiere, que nos hace ver el mundo culposamente menos peor.

Pero incluso cuando vamos sin ver, a veces vemos. Es inevitable.

Y así me pasó. Un cartelito de los que llamaríamos de morondanga, intrascendente, pequeño, en mala fotocopia blanco y negro, que ofrecía algo así como: «Bla bla bla… Despierte su YO interior…. Encuéntrese a sí mismo… más bla bla bla, Descubra su verdadera esencia. Y bla. Y mucho más bla». Como si uno pudiera perderse a sí mismo. O a sí misma. Como si no fuera «sí mismo» siempre, a cada instante. Como si dejara de ser uno mismo cuando, por ejemplo, cae en las contradicciones en que las que siempre evitó caer. Como si uno fuera uno solo en las buenas, y en las malas, mejor no. Como si fuera opcional ser o no ser. Es decir, ser uno mismo o no ser uno mismo. Como si uno no fuera uno mismo cuando no es igual a quien era antes, ni es igual a lo que soñaba antes que sería después. Como si uno tuviera que buscarse a sí mismo, como si solito se hubiera perdido o se lo hubieran robado. Como si al cuerpo lo habitara un ente que es otro y no uno. Como si los «Yo interiores» y los «Yo exteriores» no fueran la misma cosa. Como si fuera posible, aunque sea por un solo instante, no ser uno mismo. Y salir a buscarse como quien se busca el ombligo. Como si acaso alguien no supiera donde esta su propio ombligo. Como quien no supiera donde esta su propia nariz.

Confieso que me sentí tentada, en un arrebato, de arrancar el cartel. Pero no lo hice. Libertad de mercado. Y de expresión, podríamos decir. Respeto a quien se molestó en pegar sus carteles, ofreciéndole a la gente que encuentre su ombligo de una buena vez, por una cantidad no especificada de pesos, que serán menos, proporcionalmente hablando, si se anotan también al seminario de «encuentre su propia nariz, nivel uno y dos». Ahí quedó el dichoso cartelucho, y ya no fue más invisible para mí. Hasta que un día, no hace tanto, alguien lo quitó. Me hubiera gustado saber con que intención.

Escribir es más fácil que pensar

Escribir es más fácil que pensar. Parece ridícula la sentencia. Por supuesto, el pensamiento es innato, irrenunciable. Imprescindible.

Pero yo me refiero al pensar de quien se sienta a pensar como tarea en sí misma.

El pensamiento es demasiado independiente, difícil de conducir, al menos para mí. Divago con asombrosa facilidad. Salto de una idea otra como en un maldito carnaval mental. Voy vislumbrando un camino, una cadena de razonamientos prometedoramente coherente y….¡caballo verde! Me invade una esquizofrénica tropilla de imágenes surgidas al azar, recuerdos que nadie evocó, remiendos que quedan por hacer y cosas que definitivamente había decidido olvidar.

Dirían los especialistas que es falta de concentración. No soy una persona tan distraída. Mas bien creo que es una cuestión de velocidades. ¿Cómo elegir pensar con más cuidado?

Por eso tampoco debería hablar demasiado. Es tan mínima la fracción de segundo entre la idea y el sonido de la voz… Y es algo tan irreversible, que jamás podría poner las manos en el fuego por las palabras pronunciadas por mi propia boca.

Escribir es otra cosa. Básicamente es lo mismo, pero lentificado. Lo pienso, lo escribo, lo leo, lo corrijo, lo leo, lo pienso. Lo dejo para después. Me voy y vuelvo a una idea determinada sin temor de haberla olvidado. Así da gusto. Escribir es pensar con calma.

Incluso cuando lo que escribo otro lo lee en forma casi instantánea (¡maravilla del mundo moderno!), decía, incluso cuando eso ocurre, no puedo renegar de cada tecla presionada con intención y alevosía, ni recurrir al tan típico “¡se me escapó!”, “¡yo no quise decir eso!” y demás frases a las que apelamos cuando queremos justificarnos al haber pensado en voz alta.

A veces, es cierto, me faltan palabras, recursos idiomáticos y/o conocimientos gramaticales, para poder expresarme correctamente.

Muchas veces, también debo admitirlo, no tengo gran cosa para decir y cuando me percato de esto, solo me resta apresurar el punto final.

¡En sus marcas!

Volviendo a casa por un camino poco habitual. Haciendo escala en un pueblito sin nombre en medio de un viaje que se ha hecho largo.Y así sin más, me dispongo a matar el tiempo en una precaria casilla que oficia de estación, mal plantada a la vera de un ancho camino de tierra. Y del otro lado de la rústica avenida, nada. Apenas, a lo lejos, un bullicio ahogado por la distancia y la inmensidad. Una nube de polvo que no termina nunca de asentarse. En la distancia, la sequía lo mimetiza todo.


¿Una carrera de perros? Algo he escuchado sobre carreras de perros en esta zona. Me acerco. Tengo tiempo aún. Bastante tiempo. La pista improvisada se parece a una pista de caballos, algo más chica tal vez.


Por sacar conversación, le pregunto a alguien de que tipo de carrera se trata. – No es una carrera por distancia, sino por agotamiento – contesta otra persona a mis espaldas, sin agregar más palabra. Me doy vuelta y lo busco con la mirada, ya sin encontrarlo. La frase me queda colgada en el alma por unos minutos. ¿Correrán hasta reventar de cansancio? ¿Es acaso una carrera a muerte? ¿O simplemente irán abandonando la carrera al menguar sus fuerzas? De todas formas, me parece una carrera cruel. Demasiado cruel. Observo el público. No distingo a los organizadores del evento ni a los dueños de los perros, aunque hay un grupo con claras preferencias y otro que no hace más que registrar en sus pequeñas libretas negras vaya uno a saber qué cosas. Hay un aire innegable de irrealidad o de surrealismo en la escena. Falta aún para que sea la hora de continuar mi viaje, pero no me quiero quedar más aquí. Prefiero esperar tomando un café imaginario en la inexistente cafetería del pueblo, que no por imaginario dejará de ser malo, como de costumbre.


De repente, vuelve a levantarse un murmullo agitado. Los animales se acercan desde la izquierda. Pasan demasiado rápido, demasiado entreverados entre si. Demasiado cubiertos de polvo, demasiado confundidos en la polvareda.  Parecen perros, pero no lo son. Nadie se va. Y no, no hay apuestas en esta carrera. Me pregunto porque no se van. De repente me doy cuenta que tampoco yo he podido irme. Sigo ahí. No puedo irme. Muy a mi pesar, me integro a ese mar de expectativas y ansiedad por saber como terminará esta insólita carrera. Y sé que no podré seguir el camino a casa hasta no saberlo. Resignada, me prometo a mi misma que nunca volveré a tomar una ruta que pase por este pueblo ignoto. Eso, claro está, si es que esta carrera finalmente termina antes de que yo misma muera. Nadie sabe decirme cuando empezó, nadie se anima a pronosticar cuando acabará. Y yo empiezo a sospechar que detrás de esta carrera cruel hay otra más cruel aun. Empieza a faltarme el aire, mi corazón late como enloquecido y me duele cada fibra del cuerpo. Ya estoy dentro de la carrera. Me siento bien, me siento fuerte. Sé perfectamente las reglas, aún las recuerdo, sé que debo irme, volver a casa, llegar a donde me esperan. Tengo tiempo. Siempre habrá oportunidad de retomar el viaje. Me lo repito una y otra vez. Pero algo muy dentro de mí se resiste a aceptarlo. Y mientras me debato y me pierdo en un discurrir filosófico sin sentido, voy dejando mis huellas ensangrentadas en la tierra humedecida por el rocío de la madruga. El viento sigue golpeándome la cara . Los kilómetros y los años van pasando por mi. 

De esperas y desesperaciones

Llegué a la terminal bastante antes de la hora prevista para partir. Sabía que tendria una larga espera. A veces no hay tantas opciones a la hora de viajar. Para llegar hasta allí había hecho otro viaje, y no había otra combinación mejor que ésta. Paciencia, tendría que esperar pero estaba dentro de lo estipulado en mi periplo.
Poco a poco fue llegando mas gente. En algunos rostros se leía algo de ansiedad. En otros, de tedio. En otros, nada.
Cuando la hora ya era casi la hora señalada, nos fuimos aproximando al andén y de alguna forma nos reconocimos como compañeros de viaje, aunque nadie cruzara ni una palabra con los demás. Cada cual con su equipaje y su pasaje en mano. Llegó el momento, pero no llegó el autobús. En silencio, seguíamos ahí como si nada sucediera fuera de lo habitual. Sin embargo nadie se atrevía a alejarse demasiado, por las dudas.
El tiempo siguió pasando. Medio por lo bajo, una joven le preguntó tímidamente a un hombre si él también esperaba ese coche, como temiendo haberlo ya perdido. Otro preguntó si el andén era el correcto. El tiempo pasaba, la gente consultaba sus relojes casi en forma compulsiva. Ya no quedaban más pasajeros que nosotros en la estación. Solo éste puñado de gente que esperaba. Hubo quien sugirió alguna teoría que explicase el retraso, y hubo quienes se sumaron al comité de evaluación situacional aportando nuevas opiniones. Un par de personas fueron a consultar sobre lo que pasaba hasta la ventanilla de informes, y regresaron sin nada, pues del otro lado del cristal no había ya nadie para informar. En algunos rostros, la mansa paciencia fue trocando en algo distinto: resignación, enojo, miedo.
La espera se hacia larga y cada minuto parecía ser la mitad de soportable que el anterior.  Tres o cuatro decidieron buscar otra forma de llegar a sus destinos, averiguaron todas las combinaciones posibles, sacaron cuentas, sopesaron costos, esfuerzos y tiempos. Unos se fueron, otros decidieron seguir esperando. Alguien más decidió suspender su viaje y dejarlo para otro día, lo anunció en voz alta y fue, por un instante, blanco de una envidia no tan sana. Hubo quien se puso a trabajar mientras esperaba, y quien simplemente se puso a leer. Hubo quien decidió dormir un poco, no sin antes pedirle a alguien más que le avise si llegaba el ansiado autobús. Otros improvisaron un pic-nic; otros, mas allá, se conocieron y parecían bien dispuestos a seguirse conociendo. Yo me puse a tomar apuntes sobre lo que veía. De alguna forma hay que distraerse. Es verdad eso que dicen: el que espera, si simplemente espera, desespera.
P.D.: Después de una insufrible media hora de demora, llegó el autobús, y partimos de inmediato.

Observaciones sobre una performance

Comienza la acción.

Son palabras proyectadas. Me sorprende pero no me sorprende del todo. Yo estoy un poco más habituada a leer las acciones que a verlas. Hace tiempo creo que todos deberían poder leerlas. Esta vez sí pueden. Sobre la pantalla, la descripción de lo que irá sucediendo, la explicación no del todo desarrollada del porqué y la exposición atípica de las emociones que desencadena el proceso.

Después, el hombre de rojo se para entre la pantalla y el proyector. Y las palabras se proyectan en él. Están escritas en primera persona, como si las estuviera diciendo. Pero no. Lo único que se oye es el suave ronronear de la maquina y llanto contenido de una bebé más allá del escenario.

Comienza la acción a la que llamamos acción; veo los ojos que la ven.

Después me preguntarán porqué me parece tan importante el silencio como elemento de la obra.

A mi me parece una pregunta absurda. Pero el contexto la justifica: todo es tan absurdo que se completa el sistema con una lógica que se sustenta a si misma. Entonces trato de explicarme.

El silencio éste es como el silencio de las tardes de verano en el pueblo, o de las noches de invierno en el campo: un silencio absoluto en el que todo lo que nunca se oye se deja escuchar.

El silencio éste es como el espacio vacío, como el tiempo muerto, el soporte de toda la obra.

Sin el silencio no podrían oírse los pasos descalzos sobre la madera, la fricción de la ropa contra el cuerpo, el roce del pincel sobre la piel. Ni se oirían los latidos del corazón del hombre de rojo, que es, al fin y al cabo, el tictac de este ingenio relojero.

Por eso, creo, la obra se termina cuando el silencio se materializa y muere en el sonido de una flauta. Ya no queda ni tiempo ni espacio ni silencio para más nada.

El Fantasma de Sir Richard

En el parque, frente al río, temprano en la mañana, cuando apenas amanece y se va levantando la helada bajo el rojo intenso del sol recién nacido. Ese es el momento ideal para encontrarse con el fantasma de Sir Richard. Y en algunas siestas de tibieza otoñal.La sabiduría de sus palabras hay que saber interpretarlas. Habla poco, siempre tan amable como cuando vivía y no era fantasma, ni era Sir, ni era Richard, sino Ricardo, el hombre sin mas techo que el mismísimo cielo. Un hombre viejo a fuerza de intemperie, penas y alcohol que paso algunas temporadas rondando por nuestro barrio.

Todavía hoy, como entonces, se hace presente así como de repente, pero ya no pide ni una pequeña monedita, ni una corbata, ni una silla, ni una espumadera.

Y como aquella vez, sin pedir mas, ofrece incluso aquello de lo que parece que más carece: palabras de consuelo y algo de fe.

Yo no sé bien porqué, en aquel frío amanecer, le dí las gracias y rehusé su oferta. No se porqué, lo sigo haciendo cada vez.

Vivencias memorables

Siete personas y un perro alrededor del fuego.
Historias de vida muy distintas y muy calladas.
Y un costillar de ciervo en una estaca asándose lento.
Absolutamente todas las estrellas en un cielo sin luna.
El pueblo más cercano, para nada cercano.
Ni un destello de luz civilizada hasta donde alcanza la mirada.
Y una guitarra mancillada que no pudo ante el imponente silencio.
El silencio no tan silencioso de la noche en el monte.
El anfitrión corta con el único cuchillo disponible las raciones.
Las reparte en un pedazo de hoja de diario junto a un trozo de pan.
Una botella de agua y una botella de vino pasan de mano en mano.
Cada cual a su manera agradece silenciosamente el alimento.
Y agradece la bebida, el fuego, la naturaleza que nos cobija, y la compañía.

Horror vacui

Tal vez lo haya leído en el Benévolo, o en el Frampton, no recuerdo bien, fue hace mucho tiempo atrás. Hablaban, claro, de arquitectura barroca, especialmente del Rococó y del Churrigueresco. De esa casi obsesión por no dejar ni el más mínimo espacio sin decorar. Del Barroco, sí; pero también de otras tantas culturas, en otros tantos tiempos y lugares.
 
 
«Horror vacui», literalmente, significa miedo o terror al vacío. Recuerdo que en algún viaje tuve la oportunidad de recorrer obras emblemáticas con esta fuerte tendencia. Y recuerdo también la sensación de sofocamiento y espantada admiración que me provocaba a cada paso.
 
 
Pero no fue una obra de arquitectura la que trajo a mi mente esa expresión esta vez. Fue algo mucho más mundano, más cotidiano, menos soberbio y para nada magnánimo: el intentar encontrar un momento libre de mi agenda que coincidiera con otras agendas, mucho más densas que la mía; e intentar también hablar con amigos sobre futuros aún no acaecidos, pero no por eso menos saturados de terror.
 
 
Terror al vacío y a otras cosas que se asemejan al vacío sin serlo. Terror al silencio, terror a la soledad, terror al aburrimiento. Terror a no tener, a no saber, a no ser y a no sentir mas que terror.
 
 
Y esta época nuestra, que ya hace tiempo dejó de ser postmoderna, se me hizo de pronto tan barroca, tan llena de cosas, tan saturada. Tan adversa a la paz en cuyo nombre todo se justifica. Y sin embargo, tan nuestra, tan fascinantemente nuestra.
 
 
(Para mí el silencio es como el aire, así de indispensable, tan indispensable como las mismísimas palabras. Y casi nada me mantiene tan viva como la incertidumbre, salvo algunas pocas certezas, simples, subjetivas y vitales)
 
 

Tiempos distintos

En la estación del pueblo. Esta vez sin la certeza de saber cuando volveré. Es una sensación extraña.

Los bolsos y mochilas a mi lado parecen intuir que finalmente tendrán su merecido descanso, libres por un tiempo de la carga de la que nunca se liberaban del todo. Han sido buenos compañeros de ruta. Fieles. Resistentes y prácticos.

No, nada augura que sea un descanso definitivo, ni siquiera muy prolongado. Pero después de algo más de dos años, a ellos y a mí nos vendrá bien un poco de quietud.

Si bien al final cuentas siempre es uno quien va eligiendo su destino, a veces las condicionantes externas pesan más que las otras, y es entonces cuando se dice que son cosas de la vida. Este bien podría ser un caso de esos.

Y me digo, más o menos convincentemente, que volveré pronto. Aunque no me lo creo demasiado. Sé que a veces me miento un poco.

En la tarde aún gris y barrosa del pueblo, todo toma un matiz diferente,  como si se tratará de un paisaje querido. Pero las cosas (y las gentes) queridas están un poco más lejos, fuera del alcance de mi vista. De ellas pude despedirme sin decir adiós, ni hasta pronto ni hasta nunca. Síntomas de una nostalgia que se asoma antes de tiempo y quien sabe si logrará hacerse carne en algún momento.

Cambian las circunstancias, cambian las reglas del juego.  Quien menos se haya enamorado de sus sueños será el que menos sufra por los futuros imaginados que ya no serán. Y será también quien más dispuesto esté a encarar el presente en el presente.

Una pregunta específica

En mi sueño, la Estación Central esta vacía y en cada dársena descansa un autobús. Son cientos. Tal vez son miles. Yo voy con el pasaje en mano y el equipaje al hombro buscando el sector anunciado para mi partida. Como tantas veces.

Encuentro el coche cuya leyenda anuncia mi destino. Chequeo la hora. Y es la hora correcta.

Me acerco al chofer que está parado junto a la puerta, como sí fuera una esfinge, la mismísima Esfinge de Tebas. Ahí es cuando el sueño se vuelve decididamente más extraño.

Yo le entrego mi boleto, inclino la cabeza como queriendo insinuar un saludo, y me dispongo a subir.

– ¿Quién sos? – pregunta. Y me descoloca. Muchas veces hice viajes similares y nunca me preguntaron quien era. Lo habitual es que pregunten donde vas…

– Regina Daichman – contesto, sin entender aún del todo la situación, tratando de imaginar algún cambio administrativo o de seguridad, que de todas formas no justifica el tono.

– ¿Quién sos? – repite, y yo busco a tientas en mi mochila alguna identificación. Me parece ridículo que no le baste mi palabra, pero no me espanto. Burocracia.

– Soy yo – digo, mostrando con desgana el plástico con mi foto, mi nombre y otros datos menos relevantes.

– ¿Quién sos? – insiste nuevamente. Su voz no se inmuta y sigue su mirada vacía mirándome como ciega, sin verme.

– Soy yo, Regina Daichman – le respondo, queriendo dar por terminado ya éste interrogatorio filosófico de trasnoche.

– Y, disculpe ud, pero cualquier otra respuesta que le dé, será menos específica que esta – agrego, después de dudar un instante. Me sonrío ante la simple idea de haber dudado un instante sobre mí misma, de haber buscado una respuesta distinta, aunque la pregunta fuera la misma una y otra vez.

Recién entonces el chofer – esfinge me libera el paso, puedo subir, buscar mi asiento, dormirme. Y despertar.

El infierno no son los otros

Compré mi pasaje y la única boletería del lugar cerró su ventanilla tras darme mis dos moneditas de vuelto. La estación del tren está desierta en esta fresca medianoche de otoño.

 

El ambiente es más que propicio. Es inevitable: llegan aunque nos las llame. Primero las palabras sueltas, luego las ideas, después las imágenes.

 

Esta noche será, sin duda, una noche de sueños infernales.

 

Esta noche tengo cita con mis demonios personales

 

Me sonrío. No les temo. Ya hace tiempo que no les temo. Mis demonios son sangre de mi sangre imaginaria.

 

Son violentos, desagradables, impiadosos. Impulsivos, desprejuiciados e irónicos. Pero a su manera, bien podría decirse que son gente de palabra. Y tenemos un trato; día a día, ellos devoran y digieren todo lo que me hace mal y me los devuelven en forma de razonamientos forzados y mala poesía; yo los protejo de las fuerzas inquisidoras de la moral y las buenas costumbres, de los predicadores de turno, los psicólogos y las pastillas. 

 

Yo los dejo existir en sus penumbras. Ellos me dejan vivir mi vida.

 

Las clausulas son simples, son pocas y son justas: ellos no asomaran sus narices de este lado de universo si hay gente cerca; yo, de vez en cuando, desapareceré para todo y para todos por un día y dejaré que ellos hagan con mi mente y con mi alma lo que quieran, lo que puedan. Sus quince minutos al sol. Cualquier condenado los merece.

 

Con el tiempo, mis demonios y yo hemos desarrollado una relación simbiótica: ellos me muestran lo que solo puedo ver a través de sus ojos: yo de vez en cuando escribo, a mi manera, sus historias.

 

Mis demonios, dulces ángeles de la guarda caídos en desgracia. Atormentados, negados y solos. Condenados y confinados por mi misma y sin embargo, amantes fieles como pocos.

 

Dicen que dicen que el infierno son los otros. Yo prefiero creer que no. No podría ser quien soy sin ellos.

Sensaciones…

Una noche de viernes, en una sala de la ciudad, una muchacha toca la guitarra.
Una sala ni grande ni pequeña. Una muchacha amiga de una amiga de una amiga.
A los presentes, esa mujer y esa guitarra nos quitan las palabras y el aliento. No exagero. Yo apenas si respiro, suavecito, lo mínimo, lo indispensable. También la gente a mi alrededor. Los observo. Casi se podría decir que respiramos al unísono, por pura obligación vital.

En un dejo de sana envidia y reflexiva admiración, me pregunto si podría yo alguna vez crear algo, ofrecer algo, tan así, de un virtuosismo tal.

Un amigo me recomendaría relajarme, sentir y disfrutar. No puedo. Lo disfruto, pero no puedo evitar buscar las palabras para describirlo, las palabras que me ayuden luego a no olvidar el momento. Las sensaciones del momento. Aún sabiendo que serán siempre insuficientes, parciales,  subjetivas. No importa.

Por un instante, está todo ahí.

La pasión de la mujer por lo que hace y el respeto por las melodías que interpreta. Toda la simplicidad y la complejidad en la sincronía con que sus manos hacen temblar las cuerdas… y que logra esa otra sincronía, entre ella, su instrumento, la música, su público, la sala y el tiempo ese, en que nos roba por unos minutos el alma.

Con la naturalidad de quien habla su lengua materna, sus dedos se mueven expertos en el arte de amarlo todo.  Parece que nunca nada que no fuera bello pudiese salir de esas manos. Sé que posiblemente no sea así, pero lo parece.

Entereza, seguridad, sensibilidad, delicadeza y fuerza. Humildad, entrega y orgullo. Perfección y libertad. Transparencia y misterio. Todo parece emanar de cada gesto y de cada nota. Otra vez observo a quienes me rodean. A cada quien le afecta a su manera. Esa es la magia. El poder de sensibilizar, cautivar, inspirar y dejarnos ir …

¿Podré alguna vez acaso lograr algo así? Lo dudo, es cosa de artistas dedicados. Yo no soy artista ni tengo esa constancia. Tampoco la habilidad innata de los virtuosos de nacimiento. ¿Podré alguna vez? No lo sé. Solo una vez sentí en mí algo similar. Un destello fugaz. Y en una situación muy distinta, también de ensueño, muy real, hace ya un tiempo atrás.

Otra larga espera

Por esas cosas de la vida, otra espera de varias horas en una de las estaciones que ya son parte de mi rutina. Anochecer de un viernes que cierra de alguna forma una semana agitada. Ya no quiero seguir pensando y pensando, haciendo, deshaciendo, decidiendo, proyectando, calculando y volviendo a empezar.

Un dialogo moderno, vía mensajes de texto. Pequeñas frases de un dialogo sin preguntas ni respuestas. Apenas un par de frases cada hora. Un diálogo sin apuros, un medio que exige pocas palabras y una economía que no esta dispuesta al derroche. Una buena combinación.

Un dialogo sin obligación de ser, casi un juego, con pocas palabras que pueden decir mucho, no solo al que lee, sino también al que escribe. Palabras que dicen lo que dicen, pero también un poco más. Un diálogo que puede morir en cualquier instante, que acorta por un segundo distancias que se jactan de ser importantes.

Tiempos de espera en esta terminal, en esta ciudad, en este día que ya es noche. Bajo la mirada que espera sin más que esperar, todo se transforma: los detalles se hacen más visibles que el conjunto. Y se hace más visible también la trama casi mágica que los vincula.

Por eso no me desesperan los contratiempos que me obligan a quedarme aquí más de lo planeado. Cada espera es, de cierta forma, una potencial revelación, intrascendente y efímera, que vale el tiempo que parece perderse.

Y mientras, voy escribiendo. Más que nada para no distraerme con los asuntos pendientes de la semana cuyos ecos aún resuenan lejanos en algún rincón, ni con los otros asuntos pendientes que aun no están en condiciones de resolverse.

Y mientras voy escribiendo, porque así no olvidaré del todo las otras cosas que no escribo. Como esta tonta algarabía de sentirme inmune al tedio y a la ansiedad que parece acechar en lugares como este. O las inverosímiles asociaciones que va creando la mente mientras las manos escriben, los ojos se pierden en algún punto indefinido, el cuerpo se relaja como si no supiera nada de la incomoda silla que lo sostiene, y el resto de mi se sonríe sin razón aparente.

(Quedan aún dos horas y media)

De ciudades y monedas (BA- abr/09)

Rumbo a la parada del colectivo, no se puede pensar en nada más que en monedas. Ahora entiendo a que se referían aquellos que le llamaban el vil metal.

Día a día, esta ciudad enorme convierte a cientos de miles, tal vez de millones de habitantes y turistas, en primitivos mendigos de monedas. Paradojicamente, poco importan los billetes en la cartera. Solo si abundan, si sobran, se podrá eludir esta locura sin pesar ni sufrimiento. 

En un cálculo no poco maquiavélico, no se compra lo que se necesita o se desea, sino aquello que obligue al otro a entregarnos sus codiciadas y bien guardadas monedas. Todo un tratado de tácticas sutiles y estrategias non sanctas.

Hay tantas opciones, pero no son tantas: la ciudad es demasiado extensa. En la garita, durante la espera, ya nadie habla con nadie. En el colectivo hasta un murmurado «buen día» al chófer parece tan violento, tan fuera de lugar, que se reprime hasta el menor instinto de cortesía y buena educación.

Tantas historias que se cruzan en mil puntos distintos. Historias con sus protagonistas a cuestas, que comparten un mismo camino, aunque más no sea por un rato.

Los cuerpos se verán obligados a rozarse (cuanto menos) y posiblemente tengan entre sí mas contacto físico que con el más íntimo. Levantará cada individuo, en esa nada de espacio que los separa, su coraza mental, la mentira que resguardará su privacidad. No te siento, no te huelo, no te veo. O preferiría no hacerlo.

Por supuesto, hay quienes tienen un buen gesto. Y ven al viejo que se acerca con el bastón. Le ofrecerán el asiento. Querrán, por un instante, que de algo sirva el ejemplo… y volverán a perderse en sí mismos. Agotados porque el viaje aún no termina y será largo. Y ademas ahora viajan parados.

Es una ciudad demasiado extensa esta ciudad. Una ciudad que es como una sirena, que fascina y condena, enamora y traiciona, que atrae y espanta. Una ciudad que estimula y paraliza. Una gran ciudad.

Inmensurable, inaprehensible, y  sin embargo vivible, de alguna manera.

Sobre pedir deseos. Sobre no pedirlos.

Pasó fin de año. Empezó un año nuevo. En  el momento, bastó con desear con que sea un buen año para todos. Así, en forma genérica.. La cosa no daba para más. Todo el esfuerzo se fue en tratar de que el deseo sea sincero, naciera de lo profundo y no se convirtiera en una fórmula de salutación tradicional. Luego ya vendrían unos días de calma como para pensarlo mejor. ¿Cómo fue este año que pasó? ¿Cómo será este que recién empieza?

Y de repente, llegó otra vez uno de esos momentos donde tradicionalmente se piden deseos. Esta vez, un poco mas personal, el día de mi cumpleaños. Cualquiera diría que tiempo para pensar y reflexionar tuve de sobra. Y en realidad, tuve suficiente; aunque nunca sea realmente suficiente.

Llegó el momento de pedir los tres deseos. Pero este año, tal vez por primera vez en 32 años, no hubo torta de cumpleaños, ni velitas, aunque hubo festejos. No pedí ningún deseo. Renuncié a ese privilegio hace más de una década. No es que no desee cosas, que no tenga anhelos. Es que no sé pedirlos. No sé como ni sé a quien. Podrán acusarme de que soy una mujer falta de fé, pero no lo soy. Al menos optimismo no me falta.

¿Y si pudiera pedir solo un deseo, con absoluta garantía de que se va a cumplir en tiempo y forma? No sabría que pedir. A cada deseo se le interponen muchas objeciones – técnicas, prácticas, teóricas, éticas – que no los hacen merecedores de tan única oportunidad.

Y después, está este tema de la decepción.

Y está la cuestión ineludible de la comodidad de desear aquello que difícilmente lograríamos por nuestra propia cuenta (si nos atreviéramos), y que por lo tanto deseamos que se cumpla por si mismo.

Y está esa dificultad enorme de pedirle ayuda a las personas que pueden ayudarnos a la hora de cumplir deseos propios y ajenos.

Y está el tema de éste profundo sentir que la vida me ha brindado tanto, que pedir algo mas, si de pedir se tratara, sería un abuso.

Y está esta cuestión de que algún día, tal vez, puede haber un deseo más seriamente deseado que cualquier otro deseo. Y si de desear se trata, prefiero tener mi cuenta habilitada para entonces.

Por eso no pido deseos cuando cumplo años. Ni cuando veo una estrella fugaz.

 

Otro día en la Estación Central

Otra vez en la Estación Central. Hoy es un hormiguero humano/mecánico. Gente en tránsito, incluso la que espera. Coches en tránsito. Ideas en tránsito.

Yo escribo sentada desde un rincón. Horas y horas en estaciones de un tipo u otro ayudaron a tomar la decisión de comprarme algo con lo que escribir sin depender de los horarios ni las monedas. Claro, siempre pude hacerlo: bastaba una lapicera y un cuaderno, a veces menos que eso. Pero así es mas simple. Escribir como quien piensa es más lindo y es más fácil.

Las tardes de multitudes no son tranquilas en un lugar así. Una señora, viejita y maltratada por la vida, está sentada en el suelo y está descompuesta. Llora del dolor de cabeza y le cuesta hablar. Sus hijos, balbucea, fueron a comer un sándwich fuera de la estación. No me extraña: los precios aquí adentro son prohibitivos para la gran mayoría.

Dejo de escribir un rato para asistirla. Otra mujer que también espera me acompaña.

Los hijos no han vuelto, no vuelven. Llamamos a un policía, él llama a uno de seguridad y ese llama a las enfermeras de guardia. Yo bajo a buscar agua fresca. Nadie sabe mucho, pero parece un golpe de alta presión. La señora huele muy mal. Tienen un montón de bolsas, bolsitas y atados quien sabe de qué alrededor. Se la llevaron con todo a la enfermería. 

¿Dónde están los hijos? ¿Qué pensaran cuando vuelvan y no la vean ni a ella ni a sus cosas? ¿Volverán? ¿Tenían pensado volver? En diez minutos llega mi autobús; después de eso tendrán que ir a preguntar a Informes, porque de los que estábamos en este sector ya no queda nadie. ¿Que será de esta señora Silvia?

La terminal, a media tarde , un sábado de calor veraniego.  Multitudes. Movimiento. Ruidos. Olores. La gente que se presta la atención necesaria, y la indiferencia necesaria. Todos demasiados próximos. No necesariamente desagradable. Se distinguen cantidad de sonrisas. Y de miradas que han viajado y arribado a destino mucho antes que los ojos que yo veo  desde aquí. Llego mi hora de partir. Los hijos no llegaron. El sistema sigue que sigue. Ya se reencontraran, pero podría haber sido todo más fácil…

«Elige…»

De visita en casa de un amigo vi uno en el estante de más abajo de la biblioteca. Yo tenía un par en casa. Era un libro de la colección «ELIGE TU PROPIA AVENTURA». Una colección de aventuras infanto juveniles de finales múltiples que en cada página o cada dos páginas, se te presentaban dos o tres opciones. Un libro impreso interactivo, por decirlo de algún modo.
Pero a pesar de ser para niños, muchos de los finales, tal vez la mitad, terminaban mal: o te morías, o te perdías, o ibas preso… vos o tus compañeros o familiares. Así de crudo podía ser.
Otros finales eran finales sin pena ni gloria, Y apenas uno o dos eran realmente los satisfactorios.
A veces, a la hora de decidir, se premiaba la sensatez, la valentía, la prudencia, la sabiduría o la ética. Pero a veces las elecciones basadas, justamente, en la sensatez, la valentía, la prudencia, la sabiduría o la ética no llevaban a buen puerto. Y generalmente había que simplemente elegir al azar.
De una manera muy rudimentaria, estos libros te enseñaban a ver que las decisiones eran importantes, que no todo era lo mismo, que a veces acarreaban tragedias. Por suerte, eran pura ficción y siempre tenías la opción de volver atrás y empezar de nuevo (lo cual era, sin duda, muy aburrido). Pero con la práctica, se iba identificando cuales eran las páginas donde estaban las decisiones primordiales, y con regresar hasta allí bastaba para reemprender la búsqueda de un final mejor.
La vida no nos da esa chance. No se puede volver atrás. Se pueden tomar nuevas decisiones tratando de revertir las consecuencias de un accionar anterior; pero lo que pasó, pasó.
Nos guste o no, como en el libro, tenemos que elegir a cada instante. La mayor parte de las veces, decisiones a simple vista intrascendentes, que efectuamos en forma casi automática; otras, absolutamente trascendentales. A esas, en general, les rehuimos un poco. Y sin embargo, escapar no es más que una opción más y al final nos damos cuenta que no se puede estar siempre escapando.

¿Quién cree?

Dice Wikipedia:
«Una profecía es una afirmación clarividente sobre el futuro, en general. Sin embargo, hay una diferencia entre profecía y predicción: una predicción es una afirmación que se utiliza para reforzar una teoría de acuerdo a un proceso lógico, mientras que una profecía no está ligada a un razonamiento en la previsión del resultado predicho y su inspiración es de origen divino.»

Bueno, yo no creo en profecías, pero antes de tener un año no podía negarme a que me llevaran con una señora que argumentó un montón de profecías/predicciones a raíz de mi carta astral. Por unos no tan módicos pesos, obviamente. Mi madre no era muy entusiasta del asunto, pero por congraciarse con la nueva familia, aceptó.

Y ahí quedó todo registrado en un casete negro, hasta que un día, hace como 20 años, ese casete fue regrabado con música de la radio. Buscaba en que grabar y encontré un casete no identificado, donde una tipa hablaba cosas raras con un acento raro. Como no era nada que me pareciera que pudiera interesarle a mis padres, le puse una cintita y se transformó en algo así como un casete virgen.

La fiebre de grabar música de la radio me duró, creo, ese solo día. Pero ese día desaparecieron los famosos designios, dando lugar a temas musicales de moda de finales de los ochenta.

Claro, yo me enteré más de una década después, cuando ocasionalmente mi madre dijo que la señora aquella en algo le había acertado. Ahí requerí un poco más de información sobre el suceso. Pero apenas si me tiraron una linea o dos. No había sido un hecho tan trascendente como para quedarse en la memoria de mi progenitora. O por algún motivo, ella no quiso pasarme la versión completa.

La desacredito al decir que la tipa le había profetizado una sola hija y ella ya estaba embarazada de mi hermano… y al final fuimos cuatro hermanitos.

La cuestión es que de la única cosa que se acordaba bastante bien mamá, nunca se había dado en mi vida, ni por asomo. Y de repente, un día, las condiciones sí se dieron. Apenas como una posibilidad, o menos que eso.

Entonces yo, ya advertida que la cuestión traería (tal vez) grandes pesares ¿cómo actúo? ¿dejo que las cosas sean? ¿trato de evitarlas? ¿me confío, contra mi costumbre, en que las cosas se sucederán de cualquier modo? ¿las fuerzo solo para demostrar que la mujer aquella estaba equivocada?

Por suerte, ando enredada en otros varios temas, algunos muy importantes para mi hoy, de toda índole. Muy propios, muy míos y que tienen toda la prioridad en lo que se refiere a atención, dedicación y energías… y mucho más.

Conversaciones frente al hogar

Decía una amiga mía, a quien aprecio mucho y con quien hubiese querido compartir muchas mas horas de lo que realmente compartí, que lo importante es querer, es la voluntad.
La última noche antes del regreso a su ciudad natal, nos quedamos hablando junto al fuego del hogar, tomando un te de cedrón o algo así.
Ella nos contaba de su épocas de colegiala y universitaria allá en su país.

Decía que para lograr algo, se necesitaban tres o cuatro cosas. Voluntad, dinero y tiempo. Que el dinero de alguna forma se conseguía, aunque fuera vendiendo sándwiches de pan duro y mayonesa en las madrugadas de algún festival. Que siempre se tiene algo no imprescindible que otro quiere comprar y se puede hasta malvender, que siempre se puede renunciar a algún gusto para lo que se estaba ahorrando, que lo importante era realmente querer.

Decía también que el tiempo no es más que de uno, aunque lo haya hipotecado, aunque lo haya comprometido. Que disponer de nuestro propio tiempo era una cuestión de estar dispuestos a levantar esa hipoteca; que en realidad, lo importante,era querer. Que lo importante era saber lo que se anhela, y saber que tanto se deseaba algo. Que después de eso, todo era cuestión de ser ordenados y metódicos. De tener las ideas claras.

Lastima que esa charla, llena de ejemplos, llena de risas, fue la última noche. Fue esclarecedora. Ojalá tengamos oportunidad de otras muchas charlas como esas.

Y aprovecho este medio para dejarle mis cariños a esa persona. Los tiempos y la vida que compartimos fueron muy particulares. Como sea, queda y quedará en mi recuerdo, eso sin duda. Y ademas queda entre mis contactos. Bienaventurado este medio que acorta las distancias entre quienes se quieren.

Amiga: buena suerte y hasta pronto.

Íconos

De niña muy niña tenia un tentempié (o tentenpié, disculpenseme las faltas de ortografía, que en esa época yo no sabía ni leer ni escribir). El muñeco este se llamaba así, porque por más que lo empujara mil veces, mil veces se volvía a levantar, solito.  Se mantenía en pie, esa era su esencia, su gracia, su chiste.

Mi tentempié era un muñeco inflable enorme. Enorme para mí al menos. Era como un conejo. Más bien, podríamos decir que era un cilindroide donde estaba dibujado un conejo muy sonriente, con dos orejas como de conejo que eran lo único que sobresalía del cuerpo.

Y, obviamente, no era mágico. En la base semiesférica tenia un peso fijo… y el resto era puro aire. Se mantenía en pie por pura acción de la gravedad. Pero era divertido. Intentar una y otra vez voltearlo en el suelo, para ver como inmediatamente se levantaba, siempre con la misma energía. No importaba si lo se lo recostaba con cariño o a fuerza de  golpes. Un ejemplo de tozudez, mi tentempié.

Pero, como todos,  mi conejo tenia sus punto débiles: no era más que un muñeco inflable. Si se pinchaba, o si simplemente se le destapaba su pico para inflar, se desinflaba, caía, moría, aunque fuera por un rato.

No sé como llegó a mí ese juguete. Ni sé que fue de él.

Sé que puedo preguntarle a mi mamá. De hecho, ya se lo pregunté alguna vez, pero las respuestas no deben haber sido tan significativas como para que las recuerde. Volveré a hacerlo, al menos para escribirlo aquí, a modo de homenaje.

Sé que está de fondo en un par de fotos mías, fotos de un cumpleaños.

Sé que por mucho tiempo lo recordé muy bien.

Sé que después simplemente pude mantener su imagen a través de las fotos.

Sé que dejó una impronta profunda en mí.

Sé que invoqué su imagen muchas veces de niña, de adolescente, de adulta.

Sé que lo transformé en ícono, en ejemplo, en metáfora, en estandarte.

Será que nunca creí en ángeles de la guarda…

Gris

Los hombres grises no son los hombres que habitualmente llamamos los hombres grises, seres alienados sin mas meta ni ambición que respirar día tras día, hasta que se cansan de respirar.

No, los hombres grises son otra cosa. Son esos que buscan preguntas en lugar de respuestas. No buscan saber La Verdad, sino que simplemente quieren entender, aunque sea algo, aunque sea un poco. Existen, son pocos, pero existen. Viven dudando, pero no confusos, ni perdidos. No sufren por no saberlo todo, por no vivirlo todo, por no tenerlo todo.

Indefinidos a fuerza de voluntad, pero únicos en si mismos. Tibios, moderados, grises.

Son habitantes de la frontera entre una cosa y su opuesto, entre una cosa y otra, aunque no sea su opuesta. Y esa frontera a veces es una linea. Y hacer equilibrio en esa linea es muchas veces agotador, y pasa a veces, que los hombres grises dan un paso a un costado, a cualquier costado y toman color, y viven felices o tristes, según pinte la ocasión.

Los hombres grises no dejan de sentir, porque son seres humanos al fin y al cabo. Van, como pueden, entre la Tristeza y la Alegría, entre la Desesperación y la Calma, entre la Duda y la Certeza, aceptándolas y negándolas. Ser gris requiere un esfuerzo cotidiano, y casi nadie es gris toda la vida, ni mucho menos. Por definición, no es una condición definitiva. Ser gris es una condena y una gracia. Y uno no sabe si amarlos u odiarlos.

Yo no sé si soy un poco grisácea. A veces quisiera serlo. A veces quisiera no serlo. Ciertas cosas me pintan, a veces, el corazón, el cuerpo, la cara, y se siente más que bien y no puedo creerlo. Pero hay lluvias fuertes que tienen esa capacidad de disolver todos los colores, incluso los que se han adentrado mas profundo en mí. Entonces, cuando el agua cae con tal violencia, vuelvo a ser gris, hasta que pase el aguacero. Vuelvo a ser gris, porque sino, desaparezco.