En la estación, un vendedor ambulante vestido de payaso hace pompas de jabón que vuelan por todo el lugar.
Su ingeniosa maquinita de tres pesos con cincuenta hace miles de burbujas y burbujitas. Los niños se empecinan en destruirlas a todas, una por una, entre risas, saltos y gritos de algarabía.
Pero hay una niña que no. Sentada en un rincón, simplemente observa las burbujas que escapan a la masacre, y las sigue con la vista hasta que se desvanecen por motu proprio. No ríe como los demás niños, pero en su carita se adivina una felicidad muy distinta.
Yo me siento a su lado y trato de ver los que ven sus ojos de nueve años. No hace falta que le pregunte nada.
– ¿No son son hermosas?- dice, entre afirmando e interrogando a alguien que no soy yo.
Y entonces sí, veo en los efímeros mundos de reflejos y colores todos los continentes y los océanos, todas las historias y todos los personajes.
Y ahí me quedo, también sonriendo, hasta que se termina la improvisada representación de este big bang de fantasía.