Imaginen.
Imaginen que la luz, en vez de ser una radiación electromagnética, fuera sólida.
Como millones de agujas microscópicas.
Filosas pero frágiles. Muy filosas, muy frágiles.
Muy calientes.
Y con una inercia infernal.
Que no pudieran atravesar nuestros huesos.
Pero si nuestros ojos.
Y que a través de nuestros ojos llegaran a nuestro cerebro.
Y que allí, atrapadas rebotaran una y otra vez,
Estrellándose una y otra vez contra los huesos de nuestro cráneos.
Partiéndose en mil pedazos cada vez, sin poder detenerse.
Intentando salir por la nuca, por las cienes, por la coronilla.
Y rebotando y multiplicándose cada vez.
Haciendo de nuestro cerebro una masa desecha, palpitante.
Pinchada, cortada, desgarrada.
Una masa inflamada a punto de desbordar por donde sea.
Imaginen algo similar respecto al sonido.
Asi, mas o menos, es como duelen ciertos dolores de cabeza.
Solo la oscuridad absoluta, el silencio absoluto, una paz absoluta pueden calmarla.
Y una toalla bien mojada y fría sobre los ojos y la frente.
Y un par de drogas benditas, por supuesto.