Crimen en la línea 3

No ha sucedido, pero puede pasar en cualquier momento. Es más, estoy segura que así será, tarde o temprano. Y mucho me temo que sea más temprano que tarde.

Puedo imaginar perfectamente el escenario: tercer vagón de la formación del metro, exclusivo para mujeres, en la primera hora pico del día. El ambiente es tenso, más tenso, creo yo, que en cualquier otro vagón del metro. La atmósfera es densa, cargada y recargada con el olor de los desayunos de último momento, de los perfumes y los cosméticos. La luz mortecina que ilumina el vagón es más gris que blanca, y su parpadeo sutil se suma al traquetear del vagón para darle a todas un look fantasmal.

Las que van sentadas, las menos, evitan cualquier contacto visual con el resto del universo. Tal cual dicen: ojos que no ven, obligación moral que no se siente. Por lo menos no la de dar el asiento a quien más lo necesite, que es casi la única obligación moral reclamable en estos casos. Las que van de pie han perdido toda consideración respecto al contacto físico. Los codos buscan las costillas ajenas como si de gallos de riña con espolones se tratara; los tacones se afirman con saña sobre lo que sea que haya por debajo. Todo por un poco más de lugar que, a esa hora, en ese instante, no existe.

Y sin embargo, todas las cartucheras de maquillaje están fuera, ya sean medianas, grandes o enormes, abiertas de par en par, dejando a la vista el completísimo arsenal. Cientos de espejitos (de esos que sirven para mirarse, pero también para mirar disimuladamente a los demás), reflejan y agigantan ojos y labios, arrugas y lunares, pelos y poros, granos y cicatrices. Y reflejan y agigantan también, tal vez de forma menos de evidente, una variedad de neurosis de lo más extensa.

La danza pareciera casi coordinada en ese amasijo de gente que se ignora a la fuerza. Con una mano, prendidas quién sabe de donde, y maquillándose con la otra, como si fuera lo más habitual del mundo, van construyendo su mascara capa por capa. Como si fuera lo más habitual del mundo, porque en sus vidas lo es. No importa cuanto se mueva el tren, la línea del ojo será perfecta. Son toneladas de bases y correctores, rubores, sombras, pinturas, delineadores y máscaras. Polvos de todo tipo, polvos de todos los colores. Pinceles y brochas, pinzas y rizadores de pestañas. Y también las infaltables cucharitas.

Y justamente una de esas cucharitas, creo yo, ha de ser el instrumento del crimen que tanto presiento. Una cucharita de metal, afilada de tanto rizar pestañas cada día, una inocente cucharita de café, alejada hace tiempo del destino para el cual fue diseñada.

Un día cualquiera, un día de estos, la cucharita acabará su vida de sometimiento cosmético, clavada profundamente entre las costillas de alguien. Clavada en el corazón o en el pulmón. O en la yugular, quién sabe. Y quién sabe a cuenta de qué rencores. Y será noticia, tal vez, por un ratito.

Un pensamiento en “Crimen en la línea 3

  1. vicm3 dice:

    Es impresionante como cambia también el metro, al tomar la 8 hacia el sur, vez a todos con gorra en días de sol, al transbordar a la 12, comienzas a ver mucho trajeado y al llegar a la 3, no hay espacio… en la mañana invertir el orden y dirección, igual es la edad pero creo que cada día el metro requiere de más fuerza o de mas aguante para viajar en el, ¿o será que menos gente entiende que no debe estorbar la salida? Tremendo relato, ya se te extrañaba.

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