(peón)A4

La gente cree que todos los peones somos iguales, pero no es así. No es lo mismo ser un peón de las columnas centrales del tablero, que un peón de los extremos, como en mi caso. Los peones centrales protegen a sus altezas, se sacrifican por el bien común, y muchas veces son los primeros en caer. Yo no soy más que el peón del borde y, en general, lo mío es más estorbar que defender a la Torre a mis espaldas.

Al principio esta particularidad “posicional” no era algo que me afectara; su juego no se consideraba ni siquiera de principiantes. Ellos se conocieron durante una de las tantas tomas de la facultad y todos los días jugaban al ajedrez para matar el tiempo entre las asambleas, la redacción de manifiestos y la confección de pancartas. Apenas si sabían los movimientos básicos de cada pieza, y no mucho más, pero era todo lo que necesitaban saber. Igual hubiera dado que fuera ajedrez, damas chinas, go o backgamon. Fue ajedrez, porque era lo único que tenían a mano en el salón donde armaron su base de operaciones durante el paro estudiantil.

Un par de semanas después, cuando se normalizaron las clases, mantuvieron esta nueva costumbre como excusa para encontrarse sin que los demás se acercaran a interrumpir. Eran pésimos jugando, sin tácticas ni estrategias, moviendo las piezas casi al azar, ganar o perder los tenía sin cuidado. Se avisaban mutuamente los errores, se aconsejaban sin demasiada sabiduría y cada jaque venía acompañado de un tímido pero coqueto pedido de perdón. Una partida, en esa época, era más una danza de cortejo que el supuesto combate marcial que debía ser.

Los peones avanzamos lentamente, eso es verdad, de a un casillero por vez. Se suele considerar que somos las piezas con menor libertad en el juego, pero lo cierto es que Reyes, Damas, Alfiles, Caballos y Torres están igual de condicionados por el Gran Reglamento que nosotros.

Sin embargo, tenemos otro tipo de libertades. Los peones somos los únicos que podemos coronarnos, transmutar en otra ficha cualquiera (salvo el Rey, claro está, pero ni quién quisiera).

La misión de las Piezas Mayores es proteger al rey propio, y aniquilar al rey ajeno. Y eso es todo, no pueden aspirar a otra cosa. Sin embargo, el infravalorado peón puede aspirar a ser Dama, Alfil o lo que sea. Raramente ocurre, no es fácil para nosotros llegar al otro lado del tablero, pero tenemos el potencial. Incluso si no lo desarrollamos, lo tenemos. La libertad de soñar y visualizar otras opciones, a mi entender, lo cambia todo.

Cuando terminaron sus estudios decidieron dar el siguiente paso y se mudaron juntos. Lo primero que llevaron a aquel luminoso (y diminuto) departamento del tercer piso fue un colchón y el viejo ajedrez de madera que muy románticamente se habían robado del centro de estudiantes. Demás está decir que por entonces, no terminaban ni una partida. No importaba si eras Caballo, Rey o peón, lo habitual era terminar desparramados en el mismo suelo donde ellos daban rienda suelta a su pasión de jóvenes enamorados.

Todas las demás piezas pueden volver sobre sus pasos, pero no nosotros. No gozar de los beneficios del arrepentimiento es otra de las cosas que nos diferencian. Si podemos, avanzamos. Si no, simplemente nos quedamos donde estamos hasta que alguien más nos despeje el camino o se ofrezca (nunca inocentemente) a ser eliminado del juego por un peón. Estamos obligados a ser pacientes, para bien o para mal.

No tardó demasiado en apagarse el fogoso entusiasmo de los primeros tiempos, como siempre pasa, y llegó la calma y la rutina a sus vidas. Parte importante de esa rutina fueron las partidas nocturnas: unas copas de vino junto al tablero, una musiquita tranquila de fondo y el reporte cotidiano de la jornada de cada quien. Aunque constantes, todavía eran pésimos jugadores. No analizaban ni planeaban las jugadas. Cada quien en su turno hacía su movimiento, mientras conversaban de nimiedades. Raramente acaban una partida: apenas aparecían los primeros bostezos, la suspendían para continuar al día siguiente. Inevitablemente eran partidas insulsas y aburridas, pero conservaban su condición de momento íntimo que se había forjado desde el principio.

Yo no sé de física, ni de estadísticas, ni de psicología. Pero cuando las costumbres se van afianzando, generan nuevos patrones de conducta y ahí es donde yo cobro protagonismo, de alguna manera. Yo, el más insignificante de los peones en juego, pero que seré, como verán en breve, protagonista central en como devinieron las cosas.

Resulta que, sin importar a quien de los dos le tocara iniciar, absolutamente siempre me elegían a mí, su humilde servidor, para su primer movimiento (p)A4. La contraparte, invariablemente, respondía (p)A5. Una inútil pero conocida Apertura Ware, aunque ellos ignoraran este tipo de tecnicismos. Ambos peones quedábamos uno frente al otro, bloqueándonos mutuamente por el resto de la partida, que a continuación se desarrollaba tan tonta y despreocupadamente como el primer día.

Cualquiera sabe que los movimientos en espejo son irritantes, pero de alguna manera, esa apertura resultó ser algo así como un ritual iniciático de las partidas cotidianas, intrascendente en el desarrollo de la partida, pero indispensable más allá del propio juego.

Así es que se entiende por qué las cosas cambiaron drásticamente la noche que las blancas iniciaron con Cf3, eligiendo su Caballo de la Dama como primera jugada y ganando la partida en menos de diez movimientos. Una apertura nueva, deliberada y dolorosamente efectiva.

Ese sencillo gesto fue considerado como la mayor traición que pudiera alguien cometer y desató emociones que nunca habían manchado nuestro tablero: la sorpresa, la indignación, el estupor, la sospecha, el enojo y la sed de venganza. Desde esa noche las partidas se volvieron mucho más intensas. Su relación se caía a pedazos, hundidos como estaban en la apatía y el desdén; como pareja se volvieron una mierda, pero como jugadores, cada vez mejores. Salieron al mundo, estudiaron, aprendieron, entrenaron. Y en el tablero nuestro de cada día se desarrollaba una nueva batalla, llena de pericia y astucia, de arte refinado y agresión estrictamente tabulada. Ganar o perder se volvió, paradójicamente, una cuestión de vida o muerte.

A pesar de que ahora ya jugaban como expertos, tarde o temprano terminaba yo siempre estancado en A4, frente a mi némesis en A5. Desde ahí, eramos testigos forzosos de las masacres que se sucedían en el tablero. Sin poder avanzar, ni atacar, ni defender ni nada. Simplemente fungir de testigos, como el Horacio de Hamlet, condenados a sobrevivir para contar la historia una y otra vez.

Una noche, más regada de alcohol y rencor de lo que venía siendo habitual, otro triste peón quedó a mi disposición en B5. Primero pensé que era un error, después sospeché que era una trampa. No quedábamos muchas piezas en pie en el tablero. Si la capturaba, se despejaba mi camino a la coronación, pero también le dejaba vía libre para hacer mismo a mi oponente. Algo me dijo que era mi ultima oportunidad y me lancé, por primera vez, más allá de la mitad del tablero, soñando ya en lo que podría ser: ¿Dama o Torre? ¿Caballo o Alfil?

Muy al fondo de mi consciencia, y apaciguados por las trompetas de gloria que resonaban en mi cabeza, se oían los gritos in crescendo, llenos de improperios y cargados de odio, de los que alguna vez fueron unos dulces tortolitos.

Un par de jaques retrasaban mientras tanto mi avance glorioso hacia la fila 8, pero ya no había forma de detenerme.

Bueno, sí la hubo. De un solo manotazo, el viejo tablero de madera y las pocas fichas que aún lo habitábamos salimos despedidos por la ventana abierta de aquel del tercero piso.

Yo terminé en una alcantarilla húmeda de la cual nunca volví a salir, siendo el mismo peón que siempre había sido. La historia de aquellos dos, no sé como terminó, aunque me hago una idea.

Un pensamiento en “(peón)A4

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