Junto a la estación hay una pequeña plaza. En la pequeña plaza hay un gran árbol. Bajo su sombra dos tipos juegan al ajedrez. Dos linyeras, dos crotos, dos vagabundos. Two homeless, dirían en ingles. Uno casi no oye, el otro no sabe ni quién es. Golpeados, mal heridos por la vida, ulceradas indefectiblemente el alma y la piel. Se demoran en cada jugada, juegan sin reloj, juegan sin tiempo. ¿Viven sin tiempo? No lo sé. La mirada fija en el tablero. Dicen los que saben que ambos juegan muy bien. En el brillo de sus ojos brumosos se intuye el juego cuatro, cinco, seis jugadas adelantadas. Impecables estrategas de la nada. Peón por peón, sonrisa ladeada, juegan las blancas. Llega un autobús. Se alborotan taxistas, vendedores ambulantes, se agita la manada. Retrocede el caballo, se libera la dama. Quisiera poder leer en sus mentes ese futuro inmediato que los deleita.
Pero mi hora de partir llegará antes de que muera un rey, sea cual sea.
(Sí hay relojes de este lado de la vida)