En mi sueño, la Estación Central esta vacía y en cada dársena descansa un autobús. Son cientos. Tal vez son miles. Yo voy con el pasaje en mano y el equipaje al hombro buscando el sector anunciado para mi partida. Como tantas veces.
Encuentro el coche cuya leyenda anuncia mi destino. Chequeo la hora. Y es la hora correcta.
Me acerco al chofer que está parado junto a la puerta, como sí fuera una esfinge, la mismísima Esfinge de Tebas. Ahí es cuando el sueño se vuelve decididamente más extraño.
Yo le entrego mi boleto, inclino la cabeza como queriendo insinuar un saludo, y me dispongo a subir.
– ¿Quién sos? – pregunta. Y me descoloca. Muchas veces hice viajes similares y nunca me preguntaron quien era. Lo habitual es que pregunten donde vas…
– Regina Daichman – contesto, sin entender aún del todo la situación, tratando de imaginar algún cambio administrativo o de seguridad, que de todas formas no justifica el tono.
– ¿Quién sos? – repite, y yo busco a tientas en mi mochila alguna identificación. Me parece ridículo que no le baste mi palabra, pero no me espanto. Burocracia.
– Soy yo – digo, mostrando con desgana el plástico con mi foto, mi nombre y otros datos menos relevantes.
– ¿Quién sos? – insiste nuevamente. Su voz no se inmuta y sigue su mirada vacía mirándome como ciega, sin verme.
– Soy yo, Regina Daichman – le respondo, queriendo dar por terminado ya éste interrogatorio filosófico de trasnoche.
– Y, disculpe ud, pero cualquier otra respuesta que le dé, será menos específica que esta – agrego, después de dudar un instante. Me sonrío ante la simple idea de haber dudado un instante sobre mí misma, de haber buscado una respuesta distinta, aunque la pregunta fuera la misma una y otra vez.
Recién entonces el chofer – esfinge me libera el paso, puedo subir, buscar mi asiento, dormirme. Y despertar.