Mis demonios no tienen más nombre ni apellido que los mios,
reos confinados a las profundidades de mí misma.
Pero tienen sus bien merecidos quince minutos al sol,
una vez a la semana o una vez al mes, según soplen los vientos….
Cumplen con sus obligaciones y gozan de sus derechos.
Se quejan, desconfían y conspiran cuando les doy la palabra.
Y cuando no, guardan silencio, recelosos pero obedientes.
Ven el mundo exterior a través de mis ojos.
Mastican la realidad, la digieren y la vomitan,
una y otra vez, como si fuera el pan suyo de cada día.
Y no llega a mí más que inofensiva ambrosía predigerida,
como si yo no fuera mas que un pichón de mi misma.
Y así, mis tan dulces y tristes demonios de utilería
cumplen con la principal de entre todas sus funciones:
mantener muy a raya a mis fantasmas.