Cada persona es un mundo, dicen.
Y cada estación de metro, también.
Tal vez un mundo, tal vez una galaxia.
O tal vez, quien sabe, un universo completo.
Hay muchas estaciones de metro en esta ciudad.
Ciento noventa y cinco, cuentan los que cuentan.
Yo no las conozco todas, puede que sean más.
Yo no las conozco todas, pero conozco varias.
Una, entre todas, es la que nos trae a casa.
Una, entre todas, es la que nos aleja de casa.
Una distinta a todas, la del andén obscuro.
Una que consideramos nuestra, aunque no lo sea.
Con su alta bóveda y su mural interminable.
Con sus paredes negras y su trazo sencillo.
Con sus mendigos lisiados inmutables.
Con sus vendedores de dulces inmutables.
Con su obscuridad inmutable.
El andén de la estación es obscuro.
Como las entrañas de la tierra que lo alojan.
Tiene también sus obscuras paradojas.
Lleva por ícono una brillante luciérnaga.
Luciérnagas…
Llevo toda mi vida viviendo en Copilco, el lugar donde hay «copiles», luciérnagas.
Y resulta que tuve que viajar a Paraná para conocer a las Grandes Luciérnagas, diferenciadas de los pequeños bichitos de luz que en algún momento de limpieza ambiental vi en México.
No, no en la ciudad de México… Por acá las únicas luciérnagas tienen mas ruedas que pies un ciempiés, y son color naranja.