Hubo una vez, no hace mil años ni cien, sino tal vez siete o seis. Y esa vez me encontró en una estación de autobuses que casi que no se podía llamar como tal. Una de esas estaciones de autobuses chiquitas de pueblos chiquitos, pero que sin embargo era más que una garita al borde del camino.
El escenario, si eso fuera, podría componerse así: un techo más o menos grande y más o menos alto, que demarcaba los límites de la estación; una boletería cerrada que era boletería y oficina de informes a la vez; un quiosco con el pretencioso rótulo de bar, tan cerrado como todo a esa hora; dos bancas de cemento frío, una de las cuales ocupaba yo con mi mochila y mi maleta de ropa sucia; dos dubitativas luces fluorescente, opacadas por los bichos muertos del verano anterior y dos dársenas, por si se daba la casi imposible casualidad de que coincidieran dos coches a la vez.
Y ahí estaba yo esperando, desde medianoche, el autobús que me llevaría a casa. Un autobús que no llegaría hasta las seis veinticinco, con suerte. Que fuera pleno invierno y no hubiera donde meterse no hacía más desolado el paisaje. Y tal vez por el frío, o tal vez porque mi ánimo no daba para más, la verdad es que no saqué mis manos de los bolsillos ni para leer, ni para escribir, ni para dibujar, que eran las tres ocupaciones básicas de todas mis esperas.
Habrán pasado tal vez dos horas así, en ese tipo de letargo meditativo que solo se consigue con mucha práctica, cuando llegó una señora que se acomodó en el otro banco. Iba abrigada como se abriga la gente que vive mucho en la calle, quién sabe que cantidad de capas de ropa, mantas y mantitas, como si fuera una cebolla. Tres o cuatro bultos medianos entre bolsas y ataditos, y una cara de esas que siempre parecen conocidas, de esas que hacen pensar en las abuelitas de los cuentos donde todo termina bien.
Por ley implícita de cortesía en estaciones y terminales, en esperas en donde sea, y de viajes en general, de todo se puede hablar con un desconocido, pero los nombres no se preguntan ni se dan jamás. Por eso, cuando la doña empezó con sus historias, sus preguntas raras pero amables, yo la bauticé, para mi misma, con el nombre de Ricarda, en honor a un tal Ricardo que habitaba las calles y los parques de mi barrio natal, y al cual me recordó al instante.
Cuando después de un buen rato de trascendentales conversaciones que aquí no voy a detallar, doña Ricarda, viendo que el frío ya me calaba hasta los huesos, me convidó con una tacita de café caliente imaginario. Y mientras tomaba agradecida el café, sorbo a sorbo, mi alma y mi cuerpo se fueron entibiando. Doña Ricarda desapareció confundiéndose con el vapor, también imaginario, del café. Sin decir palabra, tan silenciosamente como había llegado.
Apenas empezaba a clarear en el horizonte, y contra esa claridad se recortaba la silueta triunfal del autobús que yo esperaba desde hacía tantas horas. Me levanté y estiré mis brazos y mis piernas entumecidas, cargué al hombro mis cosas, y me dispuse a subir al coche con la clara intención de dormir el resto del viaje.
a ricarda le veo cara de francisca <3,
bien podría ser…
Me encanta cuando escribís así, convirtiendo la cadencia y el tono del relato en una extensión de lo descrito, como si fuera el modo de proceder de los personajes… ya te dije mil veces tenés un Don. Muy lindo.