Cuando de niña escuchaba hablar de los organilleros, siempre era con un dejo de nostalgia. Para mí eran algo muy antiguo, de un pasado que era más de la infancia de mis abuelos que de mis padres. Una especie extinta, desaparecida, de un pasado remoto.
Incluso en mi ciudad, que hace un siglo ya era ciudad a su manera, había un organillero. Uno, por lo menos. En la plaza principal. Con un mono. Eso fue lo que escuché siempre en casa. Y en mi cabeza infantil lo transformé en un ser mitológico, como los colchoneros, los deshollinadores, o las vendedoras de mazamorra de los tiempos de la Independencia.
Los organilleros eran seres de una época en que la música automática era casi magia, aunque fuera tan sencillamente mecánica. Seres que le daban vuelta a la manivela y que al compás de una musiquita hacían bailar un mono. Todo por unas monedas. Y tal vez, por amenizar una tarde en la plaza, por ver las miradas fascinadas de niños y grandes, quien sabe….
Organillos y organilleros vivían, para mí, en ese mundo mágico y triste de las cosas desaparecidas para siempre, de las cosas que solo sobreviven en los museos, los libros y las películas. Eran de esas cosas que yo supuse que no conocería jamás, como los dinosaurios. Y eso era parte importante de su perfil romántico.
Pero pasó un día, cuando yo ya tenía más de treinta, que por esas cosas de la vida, me encontré viviendo en otra ciudad y en otro país. Y en la esquina de la nueva casa, ahí nomas, a un par de decenas de metros, en su uniforme marrón gastado, estaba dale que dale a la manivela un organillero con su organillo.
Ya no lleva un mono atado con una correa para que baile al son. Hoy no sería políticamente correcto. Pero sí lo acompaña un asistente que, gorra en mano, va pidiendo una colaboración «para mantener la tradición». Se mueve rápido por entre los automóviles en lo que dura el rojo del semáforo, entrenado el ojo para detectar desde lejos el más mínimo gesto de quien quiera dar.
La primera vez que lo ví, de alguna forma también me maravillé. Se supone que las cosas extintas no vuelven a la vida. Pero allí estaba. Y yo creí, por un momento, que tenía el honor de estar frente al último de los últimos. La música no era tan bella como imaginaba, pero la mística de los años de ser místico lo enmendaba fácilmente.
Luego, un tiempo después, alguien me dijo que solo aquí, en este lugar del mundo, quedan organilleros, y que son rigurosamente cuarenta. Y yo no termino de creerles, los hay por todas partes. En casi todos los semáforos donde se cruzan avenidas importantes. Y en el centro, en la peatonal, en los parques. Hasta sindicato tienen. Dos en sindicatos, en realidad. A mi no me joden: en vía de extinción no están, ni por casualidad.
Lo que sí me atrevo a poner en duda, fuertemente, es que aún existan afinadores. O tal vez sí los hay, y se mueran de hambre. Porque el odioso sonido de los organillos puede llegar a desquiciar a cualquiera. Empiezo a creer también, que las monedas que la gente les da es para que ya paren de una vez, para que ya no sigan. Me suena más a extorsión que a arte, ¿que quieren que les diga? Hasta me han dicho que dicen que algunos usan grabaciones. Espantosas grabaciones de espantosas melodías que ya no son las hermosas melodías que solían ser.
Y sí, a veces, con culpa, fantaseo con extinguirlos y mandarlos de nuevo allí donde vivían, el romántico mundo de las cosas de un pasado mejor, más humano. Sino a todos, al menos a aquél que se pone cada día en la esquina de casa.
Insisto… Muy dentro de esta personita linda de toda linditud, buena de toda buenudez, quienes te conocemos sabemos que hay una psicópata desalmada esperando el momento correcto para salir. Esperando que se venzan las últimas resistencias de la salud mental.
El día que eso ocurra… Por lo menos ya puedo respirar tranquilo. Siempre y cuando no llegue yo ese día a casa precisamente con un viejo uniforme de Pemex, de cuando Pemex usaba uniformes beige…
(¡Tienes todo mi apoyo en tu cruzada!)