El viaje de las cruces

Tres viejas cruces, dos de hierro y una madera, perdidas entre las palmeras y el pastizal, perdidas entre los yuyos. Dos son completamente anónimas, una tiene un nombre y una fecha: 1873. Han estado ahí, o por ahí, desde hace más de ciento treinta años. Las tumbas, los cuerpos, han sido tragados, literalmente, por la tierra. Las cruces no. Las cruces de hierro forjado aguantan bien. También la de madera, que no es más que dos tablas de madera dura atadas en forma de cruz. Las cruces aguantan más que los huesos. Tres cruces nos hacen pensar en tres muertos, pero seguramente fueron muchos más, antes y después de ese 2 de mayo de 1873 que figura en la cruz grande.

Son cruces de tumbas de esas que se cavaban ahí nomas donde caía el muerto, no de cementerio consagrado y sacrosanto. Son cruces de tumbas de muertos de forma violenta, de una época en que era más difícil morir de viejo.

Quién sabe cuanto tiempo estuvieron de pie, clavadas en la cabecera de una fosa cavada a la ligera, velando por los cuerpos, indicando que allí descansan los restos de otro ser humano. ¿Un par de años? ¿un par de décadas?… ¿quién lleva flores a las tumbas sin nombre en medio del monte cuando ya no hay quién recuerde a los muertos?

Pero una de las tumbas si tiene inscripto un nombre, una fecha y una dedicatoria. Solo una. Un hijo puso una cruz con memoria para su padre. Posiblemente también él puso las otras cruces mudas. Hubo un tiempo en que esas cosas eran importantes.

El tiempo pasó y el olvido inevitable ayudó a que la naturaleza se tragara esas tumbas. Las cruces cayeron, porque el hierro aguanta, pero el oxido no perdona. Las tierras cambiaron muchas veces de mano, el paisaje cambió una vez, dos veces, tres veces. Las tres cruces fueron pisadas por las vacas, tapadas por la tierra, cubiertas por la maleza, quemadas por el fuego… quién sabe. En un siglo pasan muchas cosas.

Y un día cualquiera, cuando aun faltaba bastante para que termine el milenio, alguien está limpiando la zona y las encuentra. El nombre no le dice nada. Pero son cruces y eso es algo que se respeta. Las junta, las limpia un poco, las ata como puede a unas palmeras cercanas, ahí, casi junto al camino de ripio, que ahora es la entrada principal a un parque nacional. Y más o menos desde entonces, esa curva del camino, ese paraje dentro de la inmensidad del palmar, empieza a tener nombre propio: Tres Cruces.

Todavía faltarían varios años para que alguien se fijara de nuevo en ellas. El mundo ya no es lo que era. Ahora la información vuela. Y con un poco de paciencia, un nombre, una fecha y un lugar bastan para que la red de redes nos de las primeras pistas de una historia. Una historia mínima en el devenir de la Historia, pero no insignificante. El monte entrerriano esta lleno de cruces viejas, y eso solo contando a aquellos que tuvieron la “dicha” de tener una cruz que aguantara lo suficiente. Otros ni cruces deben de haber tenido.

Por eso, tal vez, que una cruz abandonada recupere su historia se vuelve un hecho importante. No por sí misma, no por el nombre y apellido que lleva grabada, sino en nombre de todas las demás que han quedado en el olvido. Las circunstancias de la muerte de Zenón Casas (que en las cruz figura como “Senón”) son detalles que, casi de casualidad, figuran en los libros de historia. Esta cruz, y sus dos anónimas compañeras, pueden ser, a partir de ahora, un testigo mínimo pero tangible, real, de una historia que al fin y al cabo es parte de la historia de la región y del país, una historia llena de controversias apasionadas para quienes la conocen, y una parte importante de la historia ignorada por la gran mayoría.

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