Cinco horas en la terminal central, la más grande e importante de todas. Desde donde se va a cualquier lugar, a donde se llega desde cualquier parte. El centro neurálgico de todo. Una larga espera programada. Un lugar conocido. A mi alrededor, escucho murmurar en mil idiomas. Anuncian llegadas y partidas a cada instante. Cerca, muy cerca, arriban los coches que llegan desde mi ciudad natal. Desde allí mismo salen, unos tras otros, como provocándome, como dándome una chance más cada vez, de volver al hogar, al útero materno. Y yo los dejo partir, como con cierta nostalgia. Todavía no es tiempo de regresar. Sabía que serían horas de larga espera, sin embargo…
Aunque mi colectivo llegó a horario, y yo llegué a finalmente a destino, un día después aun sigo sin saber donde estoy; la espera, me avisan, será por tiempo indefinido. Si bien la ruta fue la habitual, estoy en un camino que nunca hice, ni se a donde voy. Supongo que serán los riesgos admisibles de tener boleto sin fecha ni destino. Un pasaje en blanco. Un boleto mágico que no saqué en ninguna ventanilla, cuyo costo real no sé si alguna vez sabré. Pero ni modo, será cuestión de esperar.