El temblor, esta vez, poco tiene que ver con el frío de este otoño sin sol. Tampoco deviene de los tiempos inciertos que depara la madre de todas las crisis. No es producto de angustias, no es síntoma de algarabía ni es bronca contenida. Esta trémula sensación ante lo desconocido, no es del todo desconocida.
Un temblor profundo y tenue que atraviesa cuerpos, almas, mares, cielos y tierras, y se parece al sordo rugido continental de la razón ante certezas contrapuestas. Un temblor que es como la amplificación de los latidos de otra vida. Ahogados estertores de un pasado que prefiere ser presente y ser futuro.
Una latencia siempre al borde de no serlo, a la espera del gesto proscripto que con su peso rompa el equilirio impuesto a fuerza de palabras y de silencios.
(Un temblor que reclama, pero también propone un poco de calma y un poco de locura)