Un cartelito que decía…

En el parque que hay junto a la casa, los árboles y los postes se han convertido, como casi todos los de la ciudad, en longilíneos soportes de publicidad. Todo se ofrece, todo se busca.  Desde lo más banal hasta lo más o menos banal. Lo que la demanda demande, lo que la oferta oferte. Lo más básico entre lo más básico del libre mercado. Se ofrecen candidatos de todos colores para todos los puestos; puestos de meseras, lava-lozas y garroteros; cursos de autocad y de peluquería; perros y gatos desparasitados; alquileres varios, servicios para todos los gustos, dulces compañías, tiradas de cartas y menús vegetarianos. Todo se ofrece, ya sea en carteles de imprenta o artesanales escritos a mano, carteles monocromos o de brillantes colores, pequeños y grandes, nuevos y viejos, sanos y rotos. Todos los carteles, todas las ofertas. Tantos, que se vuelven invisibles. Tantos, que el ojo los vuelve invisibles. Es decir, algo se ve feo en el ambiente. Desprolijo. Contaminado. Como un ruido de fondo visual. Pero los carteles ya no se ven. Sé que ustedes entienden a lo que me refiero: esa ceguera selectiva tan típicamente urbana, instintiva si se quiere, que nos hace ver el mundo culposamente menos peor.

Pero incluso cuando vamos sin ver, a veces vemos. Es inevitable.

Y así me pasó. Un cartelito de los que llamaríamos de morondanga, intrascendente, pequeño, en mala fotocopia blanco y negro, que ofrecía algo así como: «Bla bla bla… Despierte su YO interior…. Encuéntrese a sí mismo… más bla bla bla, Descubra su verdadera esencia. Y bla. Y mucho más bla». Como si uno pudiera perderse a sí mismo. O a sí misma. Como si no fuera «sí mismo» siempre, a cada instante. Como si dejara de ser uno mismo cuando, por ejemplo, cae en las contradicciones en que las que siempre evitó caer. Como si uno fuera uno solo en las buenas, y en las malas, mejor no. Como si fuera opcional ser o no ser. Es decir, ser uno mismo o no ser uno mismo. Como si uno no fuera uno mismo cuando no es igual a quien era antes, ni es igual a lo que soñaba antes que sería después. Como si uno tuviera que buscarse a sí mismo, como si solito se hubiera perdido o se lo hubieran robado. Como si al cuerpo lo habitara un ente que es otro y no uno. Como si los «Yo interiores» y los «Yo exteriores» no fueran la misma cosa. Como si fuera posible, aunque sea por un solo instante, no ser uno mismo. Y salir a buscarse como quien se busca el ombligo. Como si acaso alguien no supiera donde esta su propio ombligo. Como quien no supiera donde esta su propia nariz.

Confieso que me sentí tentada, en un arrebato, de arrancar el cartel. Pero no lo hice. Libertad de mercado. Y de expresión, podríamos decir. Respeto a quien se molestó en pegar sus carteles, ofreciéndole a la gente que encuentre su ombligo de una buena vez, por una cantidad no especificada de pesos, que serán menos, proporcionalmente hablando, si se anotan también al seminario de «encuentre su propia nariz, nivel uno y dos». Ahí quedó el dichoso cartelucho, y ya no fue más invisible para mí. Hasta que un día, no hace tanto, alguien lo quitó. Me hubiera gustado saber con que intención.

Un pensamiento en “Un cartelito que decía…

  1. laura vasquez dice:

    me gustó mucho reg.. seguí escribiendo…..mucho contenido eso me gusta.

¿algo que decir? aquí es donde.

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