Por su arte de aparecer y desaparecer.
Por su eterno ansia de ser y no ser.
Por su porte altivo de alma en pena.
Por su capacidad de hacer temblar a cualquiera.
Por su deambular que se hace eterno.
Por su don perdido de la ubiquidad.
Por su aire de poeta extraviado.
Por su estigma de antiguo espíritu filosofal.
Por todo esto, este espectro parece un espectro.
Traslúcido más que transparente.
No es invisible, pero sabe ocultarse bien.
Insondable en esa niebla que lo define
y lo confunde con esa otra niebla que lo rodea.
Demasiadas vidas vividas en demasiados mundos,
demasiado al mismo tiempo.
Aparenta cuarenta y tantos.
Puede que sean cuarenta y cien.
Por todo esto, este espectro parece un espectro.
Con la soga rota siempre al cuello.
Siempre amaneciendo de regreso del más allá.
Enojado, serio, triste, condenado.
Siempre en el filo exacto de no sé qué.
Pero de risa fácil y de risa franca,
intuyo que incluso desde el llanto sepulcral.
Rápido en el tablero que desprecia,
juega siempre a no perder, pero sin nunca ganar.
Por todo esto, este espectro parece un espectro.
Y porque para sí mismo eligió el traje solemne de fantasma gris.
Con los hilos que le ofreció la vida se confeccionó su traje a medida.
Cual guante, piel de fantasma adherida a la piel, y también al alma.
Tiene el raro privilegio de ver siempre un poco más que los demás.
Invocarlo es un ritual largo, monótono y amargo,
pero siempre, absolutamente siempre, vale la pena.
Aunque no sea más que por un rato.
(Que también de a ratos se construyen eternidades)