En la estación de subte, el monitor anuncia que hay un retraso de ocho minutos. Un par de voces detrás de mí se quejan con la expresividad típica de los nacidos aquí. Una espera de ocho minutos, tal vez de diez, en lugar de los tres minutos habituales. Las estaciones de subte no están hechas para esperar. No se puede fumar y apenas hay dos o tres bancos donde sentarse. No importa en realidad; la gente de por aquí tampoco está hecha para esperar. Ya quisiera verlos yo esperando tres horas una combinación de autobuses allí donde yo espero. Ya quisiera verlos esperar diez meses.
No todo mundo tiene esa suerte extraña, dulce y amarga, de tener la oportunidad de esperar… De tener algo que valga la pena la espera
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