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La humedad
Días así
¡En sus marcas!
Volviendo a casa por un camino poco habitual. Haciendo escala en un pueblito sin nombre en medio de un viaje que se ha hecho largo.Y así sin más, me dispongo a matar el tiempo en una precaria casilla que oficia de estación, mal plantada a la vera de un ancho camino de tierra. Y del otro lado de la rústica avenida, nada. Apenas, a lo lejos, un bullicio ahogado por la distancia y la inmensidad. Una nube de polvo que no termina nunca de asentarse. En la distancia, la sequía lo mimetiza todo.
¿Una carrera de perros? Algo he escuchado sobre carreras de perros en esta zona. Me acerco. Tengo tiempo aún. Bastante tiempo. La pista improvisada se parece a una pista de caballos, algo más chica tal vez.
Por sacar conversación, le pregunto a alguien de que tipo de carrera se trata. – No es una carrera por distancia, sino por agotamiento – contesta otra persona a mis espaldas, sin agregar más palabra. Me doy vuelta y lo busco con la mirada, ya sin encontrarlo. La frase me queda colgada en el alma por unos minutos. ¿Correrán hasta reventar de cansancio? ¿Es acaso una carrera a muerte? ¿O simplemente irán abandonando la carrera al menguar sus fuerzas? De todas formas, me parece una carrera cruel. Demasiado cruel. Observo el público. No distingo a los organizadores del evento ni a los dueños de los perros, aunque hay un grupo con claras preferencias y otro que no hace más que registrar en sus pequeñas libretas negras vaya uno a saber qué cosas. Hay un aire innegable de irrealidad o de surrealismo en la escena. Falta aún para que sea la hora de continuar mi viaje, pero no me quiero quedar más aquí. Prefiero esperar tomando un café imaginario en la inexistente cafetería del pueblo, que no por imaginario dejará de ser malo, como de costumbre.
De repente, vuelve a levantarse un murmullo agitado. Los animales se acercan desde la izquierda. Pasan demasiado rápido, demasiado entreverados entre si. Demasiado cubiertos de polvo, demasiado confundidos en la polvareda. Parecen perros, pero no lo son. Nadie se va. Y no, no hay apuestas en esta carrera. Me pregunto porque no se van. De repente me doy cuenta que tampoco yo he podido irme. Sigo ahí. No puedo irme. Muy a mi pesar, me integro a ese mar de expectativas y ansiedad por saber como terminará esta insólita carrera. Y sé que no podré seguir el camino a casa hasta no saberlo. Resignada, me prometo a mi misma que nunca volveré a tomar una ruta que pase por este pueblo ignoto. Eso, claro está, si es que esta carrera finalmente termina antes de que yo misma muera. Nadie sabe decirme cuando empezó, nadie se anima a pronosticar cuando acabará. Y yo empiezo a sospechar que detrás de esta carrera cruel hay otra más cruel aun. Empieza a faltarme el aire, mi corazón late como enloquecido y me duele cada fibra del cuerpo. Ya estoy dentro de la carrera. Me siento bien, me siento fuerte. Sé perfectamente las reglas, aún las recuerdo, sé que debo irme, volver a casa, llegar a donde me esperan. Tengo tiempo. Siempre habrá oportunidad de retomar el viaje. Me lo repito una y otra vez. Pero algo muy dentro de mí se resiste a aceptarlo. Y mientras me debato y me pierdo en un discurrir filosófico sin sentido, voy dejando mis huellas ensangrentadas en la tierra humedecida por el rocío de la madruga. El viento sigue golpeándome la cara . Los kilómetros y los años van pasando por mi.
Irreversible
Horfandades
Las llaves huérfanas,
sin cerradura madre ni nombre conocido,
se multiplican en los rincones.
Solas o agrupadas en anónimos manojos,
sin voz para denunciar su destino,
sin poder ser más que lo son:
inútiles llaves, aún sanas y fuertes,
patinadas por el tiempo y el olvido.
Esas llaves perdidas y reencontradas
siempre tarde, siempre demasiado tarde,
ya sin nada que abrir ni nada que cerrar.
Templadas y fieles guardianas de la nada.
Difíciles de destruir y difíciles de desechar.
Lo han perdido todo, salvo la entereza.
Alevosía.
Si fuera tan solo de vez en cuando.
Pero no. Es todos los días. Todos.
Casi siempre a la misma hora.
Invariablemente, desde hace años.
Pasan indiferentes frente a mi ventana.
Imponentes, llamativos, deseados y deseables.
Haciendo surgir una chispa de criminalidad a su paso.
Incluso en las mentes de la más buena gente.
Misteriosos, incitantes, inalcanzables.
¿Quién no ha imaginado la felicidad de poseerlos?
¿Quién no ha soñado con la posibilidad de emboscarlos?
Ni el más santo entre los santos.
Ni el más honrado entre los mortales.
Más allá siempre de nuestro alcance.
Provocativos, provocadores, inmorales.
¿Porque no cambian, alguna vez, de recorrido
los blindados y brillantes camiones amarillos
que transportan los caudales de esta ciudad?
De esperas y desesperaciones
Descripción hematológica
Observaciones sobre una performance
Comienza la acción.
Son palabras proyectadas. Me sorprende pero no me sorprende del todo. Yo estoy un poco más habituada a leer las acciones que a verlas. Hace tiempo creo que todos deberían poder leerlas. Esta vez sí pueden. Sobre la pantalla, la descripción de lo que irá sucediendo, la explicación no del todo desarrollada del porqué y la exposición atípica de las emociones que desencadena el proceso.
Después, el hombre de rojo se para entre la pantalla y el proyector. Y las palabras se proyectan en él. Están escritas en primera persona, como si las estuviera diciendo. Pero no. Lo único que se oye es el suave ronronear de la maquina y llanto contenido de una bebé más allá del escenario.
Comienza la acción a la que llamamos acción; veo los ojos que la ven.
Después me preguntarán porqué me parece tan importante el silencio como elemento de la obra.
A mi me parece una pregunta absurda. Pero el contexto la justifica: todo es tan absurdo que se completa el sistema con una lógica que se sustenta a si misma. Entonces trato de explicarme.
El silencio éste es como el silencio de las tardes de verano en el pueblo, o de las noches de invierno en el campo: un silencio absoluto en el que todo lo que nunca se oye se deja escuchar.
El silencio éste es como el espacio vacío, como el tiempo muerto, el soporte de toda la obra.
Sin el silencio no podrían oírse los pasos descalzos sobre la madera, la fricción de la ropa contra el cuerpo, el roce del pincel sobre la piel. Ni se oirían los latidos del corazón del hombre de rojo, que es, al fin y al cabo, el tictac de este ingenio relojero.
Por eso, creo, la obra se termina cuando el silencio se materializa y muere en el sonido de una flauta. Ya no queda ni tiempo ni espacio ni silencio para más nada.
El Fantasma de Sir Richard
En el parque, frente al río, temprano en la mañana, cuando apenas amanece y se va levantando la helada bajo el rojo intenso del sol recién nacido. Ese es el momento ideal para encontrarse con el fantasma de Sir Richard. Y en algunas siestas de tibieza otoñal.La sabiduría de sus palabras hay que saber interpretarlas. Habla poco, siempre tan amable como cuando vivía y no era fantasma, ni era Sir, ni era Richard, sino Ricardo, el hombre sin mas techo que el mismísimo cielo. Un hombre viejo a fuerza de intemperie, penas y alcohol que paso algunas temporadas rondando por nuestro barrio.
Todavía hoy, como entonces, se hace presente así como de repente, pero ya no pide ni una pequeña monedita, ni una corbata, ni una silla, ni una espumadera.
Y como aquella vez, sin pedir mas, ofrece incluso aquello de lo que parece que más carece: palabras de consuelo y algo de fe.
Yo no sé bien porqué, en aquel frío amanecer, le dí las gracias y rehusé su oferta. No se porqué, lo sigo haciendo cada vez.
Acto 8 – escena 4 (excusas)
Una persona: que la vida es dura..
La otra persona: es verdad.
La primera persona: y que el siglo veinte es un despliegue de maldad insolente…
La otra persona: así dice el tango.
La primera persona: que errar es humano…
La otra persona: todos nos equivocamos de vez en cuando.
La primera persona: y además, el contexto es adverso…
La otra persona: ha habido tiempos mejores.
La primera persona: ya no se puede creer en nadie…
La otra persona: eso se rumorea.
La primera persona: todo es relativo…
La otra persona: puede ser.
La primera persona: y que las cosas ya no son como eran…
La otra persona: ahmmm…
La primera persona: y en verdad, las circunstancias no se prestan…
La otra persona: mmmmm…
La primera persona: y este clima que, para colmo, no ayuda…
La otra persona: …
La primera persona: ¡uffff! ¡Qué bueno que comprendas!
La otra persona: comprendo, comprendo…
La primera persona: la vida es injusta…
La otra persona: tenés razón. Y nosotros no somos más que marionetas del destino. De todas formas, bien podrías haberme avisado que no ibas a venir…
Paseo subacuático
Bajo el agua, cuarenta y cinco segundos.
Con mucho esfuerzo, sesenta.
Aguantando la respiración, cada segundo parece un día.
Pero a pesar de las bellezas subacuáticas,
del disfrute de ese mundo sin gravedad,
a pesar de todo lo maravilloso,
cuando el aire falta comienza la desesperación.
Y hay que saber reconocer los propios límites.
Buscar la superficie antes de que sea demasiado tarde,
porque sino, la fiesta se termina para siempre.
( Y existen modos de prolongar el goce,
pero requieren un esfuerzo extra, que no siempre vale la pena)
Regresos
Yo no sé por qué, desde hace un buen tiempo, cada vez que viajo siento que estoy regresando. Incluso allí donde nunca antes estuve. Es una linda sensación. Regresar siempre es una linda sensación.
Mitológicas 2: el penúltimo vuelo de Ícaro
Vivencias memorables
Historias de vida muy distintas y muy calladas.
Y un costillar de ciervo en una estaca asándose lento.
Absolutamente todas las estrellas en un cielo sin luna.
El pueblo más cercano, para nada cercano.
Ni un destello de luz civilizada hasta donde alcanza la mirada.
Y una guitarra mancillada que no pudo ante el imponente silencio.
El anfitrión corta con el único cuchillo disponible las raciones.
Las reparte en un pedazo de hoja de diario junto a un trozo de pan.
Una botella de agua y una botella de vino pasan de mano en mano.
Cada cual a su manera agradece silenciosamente el alimento.
Y agradece la bebida, el fuego, la naturaleza que nos cobija, y la compañía.
Bubbles
En la estación, un vendedor ambulante vestido de payaso hace pompas de jabón que vuelan por todo el lugar.
Su ingeniosa maquinita de tres pesos con cincuenta hace miles de burbujas y burbujitas. Los niños se empecinan en destruirlas a todas, una por una, entre risas, saltos y gritos de algarabía.
Pero hay una niña que no. Sentada en un rincón, simplemente observa las burbujas que escapan a la masacre, y las sigue con la vista hasta que se desvanecen por motu proprio. No ríe como los demás niños, pero en su carita se adivina una felicidad muy distinta.
Yo me siento a su lado y trato de ver los que ven sus ojos de nueve años. No hace falta que le pregunte nada.
– ¿No son son hermosas?- dice, entre afirmando e interrogando a alguien que no soy yo.
Y entonces sí, veo en los efímeros mundos de reflejos y colores todos los continentes y los océanos, todas las historias y todos los personajes.
Y ahí me quedo, también sonriendo, hasta que se termina la improvisada representación de este big bang de fantasía.
Día de lluvia
El autobús avanza sobre la ruta inundada. Va levantando agua a cada lado. Parece como si fuéramos surcando un río muy rectilíneo, como si fuéramos apenas rozando la superficie, como flotando. Las orillas de este río, monte nativo y sembradíos, se ven también anegados. Bajos que por un tiempo son lagunas. Y una geografía que, sin ser delta, lo parece.
Amaina la lluvia y regresa la bruma. El horizonte se va desdibujando. El horizonte se va acercando y finalmente desaparece. Más allá de este vidrio que separa el aquí del resto de todo, no se ve más que grisura.
La ruta que hasta hace unos minutos se suponía un río, ahora se parece mas a un mar. El sonido del motor y del agua. Y nada que se distinga en ninguna dirección. Ninguna evidencia de que en algún punto termine el cielo y comience la tierra o viceversa. El universo, en este instante, es este coche que surca la niebla y este puñado de desconocidos que miran por las ventanas esta representación efímera del infinito.
Ya pronto llegaremos a destino, aunque no sea más que un destino intermedio para mi. Será agradable mirar llover a través de la ventana de un café, hasta que vuelva a ser la hora de embarcar.
Cursilerías metafísicas y otras convicciones empalagosas
Como en las películas, hay instantes especiales en la vida en los que el tiempo se detiene, el entorno se desvanece y todo se inunda de una luz brillante.
Instantes después de los cuales el universo ya no es el mismo, aunque lo parezca.
Instantes que dejan grabada la sonrisa primigenia en el alma, como una marca de hierro candente. Una dulce cicatriz que a veces duele, pero no sangra. Un amuleto contra el olvido y la tristeza.
Instantes tan llenos de magia y plenitud que hacen que toda la vida vivida y por vivir, tenga un nuevo sentido.
No son instantes que se den tan a menudo, no con esa intensidad. Pero una sola vez basta para darse cuenta, para aprender a reconocerlos apenas inician. Al menos, así me paso a mi.
De viajes, montañas, sabios y preferencias
Otra vez el mismo viaje imaginario.
Un camino que sube a una montaña, en cuya cima hay una cueva donde hay un viejo sabio al que le preguntaremos algo. Algo cuya respuesta posiblemente ya sabemos. O del cual recibiremos algo, un regalo cuyo significado habrá que interpretar en el camino de regreso.Una vez, dos, cinco. Trescientas veces el mismo periplo.
Yo preferiría que el sabio fuese el vecino de la puerta junto a mi puerta. O la tía de una amiga. O el hijo del lechero. Yo preferiría que el sabio fuese esa mujer con quien me cruzo cada mañana cuando salgo a la calle. O un amigo de la infancia. Un sabio de la llanura, un sabio menos imaginario, de los que confrontan cada pregunta y cada respuesta a la constante refutación de la vida cotidiana.
Y preferiría también que este eventual viaje imaginado de tan profundo aprendizaje fuese cosa de todos los días. Supongo que es cuestión de estar mas atentos. Un poco mas atentos.
Trazos
Otra vez julio, y después, otra vez agosto. Siempre así. La vida parece una colección de ciclos sobre ciclos sobre ciclos. Y no lo es.
Cuando viajo, voy siempre al mismo lugar y siempre vuelvo al mismo lugar. Pero los lugares no son los mismos, no son exactamente los mismos.
Hay quien diría que yo no soy la misma tampoco; que para atrás en la vida no se vuelve, que la cosa es más bien lineal.
Pero no una línea recta, aunque a veces lo parezca. Siempre hay oscilaciones, mínimas o no tan mínimas.
Oscilaciones y giros en espiral; firuletes impredecibles, trazos seguros y firmes, o temblorosos y tímidos, dibujados con tinta indeleble en el multidimensional lienzo existencial.
Líneas que se cruzan, vidas que se cruzan, se acercan, se acompañan, se alejan o no se encuentran jamás. Líneas que nos transforman en artistas involuntarios de esta obra, tan colectiva, tan infinita, tan de nunca acabar….
La sed
Demasiado ingenuos, pero se niegan a creerlo.
Conversaciones frente al andén
Le pregunté si hacia mucho que esperaba.
Me dijo simplemente: hace un tiempo.
Yo suponía que esperaba un tren,
pero ya habían pasado casi todos los trenes,
una y otra vez, una y otra vez.
Y el seguía ahí, siempre ahí.
Le pregunté cuanto más iba a esperar.
Y se encogió de hombros: no sé.
Tras unos segundos de silencio agregó:
lo que tardemos en completar esta vuelta al sol.
¿Por qué no? – una porción bien determinada de infinito,
como cualquier otra, ni un minuto menos, ni un minuto más.
El viaje de los nombres
Hacia años que ella era la mujer de la casa que estaba entre el terreno abandonado donde se erguía el árbol grande, y la casa del ahijado del dueño del viejo bar de la esquina, tres cuadras y media subiendo desde la plaza del segundo pueblo sobre la ruta que unía la ciudad con el mar, contando, claro está, desde la ciudad y no al revés.
Por eso, cuando él llegó a la estación y sus labios, en un mismo gesto iluminado, sonrieron y pronunciaron su nombre, ella dudó un instante, volvió mentalmente a un día ya lejano en un lugar distinto pero muy similar, se reconoció y supo, definitivamente, que todos los nombres, de todas las cosas, habían regresado con él.
Un perro gris de un ojo blanco
El equilibrista
Muy de repente recordó que entre lo uno y lo otro, solo dista un paso.
Y dados los acontecimientos,
ese paso bien podría ser el que está por dar.
Desde entonces ahí está, aún en el mismo lugar,
haciendo equilibrio sobre su pie izquierdo.
Estatua viviente que solo viaja con la mente y envejece.
Porque el tiempo pasa e indefectiblemente se acerca la muerte.
El cuerpo ya no resiste, ni resiste el alma (no todo se puede).
Y tiembla.
«Es el agotamiento» se dice, pero no es del todo cierto.
Es el temor ante la certeza de que llegará en breve el momento,
el instante fatal, la hora señalada, y no quedará otra opción.
Como decía una vieja canción: show must go on.
(el show debe continuar)
El viaje de los libros
Estos libros y yo hemos compartido el mismo techo por un tiempo.
Algunos leí, algunos hojeé apenas.
Pero a la mayoría casi nunca los toqué.
Libros viejos de hojas amarronadas,
frágiles como alas de mariposas nocturnas.
Sus tapas forradas hasta tres veces con papeles de lo más variado.
Su primera hoja siempre con rubricas y dedicatorias.
Señal que los cuidaban, señal que los querían, los atesoraban.
Y ahora yo, con su destino en mis manos, y el tiempo pisándome los pies.
Me hubiese gustado leerlos a todos, a casi todos.
Pero aunque me los quede un tiempo más, sé que no lo haré.
Los libros viejos tienen ese no sé qué de haber sido leídos por otros ojos,
de llevarnos a otro mundo imaginado que también fue visitado
por seres queridos que a veces hoy visitamos solo en sueños.
Libros viejos que no sé si alguien volverá a leer,
si su destino será terminar de desintegrase en algún húmedo depósito,
o si alguien, más desalmado aún, los volverá fuego y ceniza.
Me llenan de pena y de angustia estos libros,
que dejaron hoy la biblioteca por cajas de embalaje.
Todavía tengo unos días más para definir su destino inmediato.
Uno, al menos uno, quedará conmigo
hasta que alguien más tenga que hacer lo que yo.
0tro temblor
El temblor, esta vez, poco tiene que ver con el frío de este otoño sin sol. Tampoco deviene de los tiempos inciertos que depara la madre de todas las crisis. No es producto de angustias, no es síntoma de algarabía ni es bronca contenida. Esta trémula sensación ante lo desconocido, no es del todo desconocida.
Un temblor profundo y tenue que atraviesa cuerpos, almas, mares, cielos y tierras, y se parece al sordo rugido continental de la razón ante certezas contrapuestas. Un temblor que es como la amplificación de los latidos de otra vida. Ahogados estertores de un pasado que prefiere ser presente y ser futuro.
Una latencia siempre al borde de no serlo, a la espera del gesto proscripto que con su peso rompa el equilirio impuesto a fuerza de palabras y de silencios.
(Un temblor que reclama, pero también propone un poco de calma y un poco de locura)
Izena duen guzia omen da
Un tipo que conocí decía (citando a otro que no sé quien es o quien haya sido), que las cosas , si tienen nombre, existen. Debe haberlo realmente creído, porque lo repitió varias veces en una noche. Yo pienso que de alguna manera, el tipo este, tiene razón.
Sin embargo… ponerle nombre a las cosas y así darles existencia, es bastante simple y cotidiano. Lo difícil, me parece, es sacarle el nombre a algo, para que ya no exista.
Se lo planteé algún tiempo después, vía mail, pero nunca me contestó. No creo que haya dejado de existir, su nombre aun lo recuerdo.
Destino intermedio
Un desconocido que llega.
Un viajero en uno de los destinos de su viaje.
Una cena íntima entre amigos que no se conocen siquiera el nombre.
Una noche de verano en otoño, que se deja respirar.
Y las palabras y tal vez, las estrellas.
Una historia mínima, con todos sus detalles.
Un hombre que se va con su mochila al hombro.
Un desconocido que ya no será un desconocido nunca más.
Y las palabras y tal vez, las estrellas, aunque ya no sean tantas.
Grises de todos los matices
Lobos, lobeznos, y también lobos viejos.
Grises todos, muy grises, de todos los matices.
Grises como los recuerdos, las novedades,
y los futuros que barajamos hasta no hace tanto.
Políticamente correctos en este nuevo milenio.
Sanas y salvas sus conciencias insatisfechas.
Controvertidos, contradictorios y funcionales;
sabios, soberbios, orgullosos hijos del desencanto.
Su historia es una filigrana de cicatrices,
meticulosamente escrita en la piel y en el alma.
Sin espíritu alguno de jauría ni de manada,
no es el amor el que los reúne, sino el espanto.
Su estepa abarca todas las geografías,
su estepa es un pañuelo de papel arrugado.
Fundan sus cubiles y demarcan sus cotos de caza,
en los pliegues invisibles de la vida cotidiana.
Difícil será el destino de quien se enamore
del filo de sus colmillos o el brillo de su mirada,
del encantamiento de su ingenio o su voz callada,
del sabor de su sangre o la miel de sus lágrimas.
(No, no es fácil, pero tampoco es opcional.
Y de todas maneras ¡vale mucho la pena!)
Horror vacui
Mitologicas 1: el viaje de la medusa
Good show! (alquimias imposibles)
Transmutar la hiel en miel,
en un abrir y cerrar de ojos,
es un proceso de alta alquimia;
tan difícil (o más difícil)
que convertir en oro
tristes ídolos de barro.
Pero crear una ilusión convincente,
es realmente mucho más sencillo:
tres palabras elegantes y un abracadabra,
un par de lecciones de química barata,
y una sonrisa a prueba de todo.
¡Listo para consumir!
El milagro instantáneo
que reclama la manada,
tan sedienta que está de fe,
e indulgencias varias.
(sin embargo,
de esta falsa miel no comen las hormigas,
no hay truco, magia ni poder divino
que disimule ciertas amarguras)
Tiempos distintos
En la estación del pueblo. Esta vez sin la certeza de saber cuando volveré. Es una sensación extraña.
Los bolsos y mochilas a mi lado parecen intuir que finalmente tendrán su merecido descanso, libres por un tiempo de la carga de la que nunca se liberaban del todo. Han sido buenos compañeros de ruta. Fieles. Resistentes y prácticos.
No, nada augura que sea un descanso definitivo, ni siquiera muy prolongado. Pero después de algo más de dos años, a ellos y a mí nos vendrá bien un poco de quietud.
Si bien al final cuentas siempre es uno quien va eligiendo su destino, a veces las condicionantes externas pesan más que las otras, y es entonces cuando se dice que son cosas de la vida. Este bien podría ser un caso de esos.
Y me digo, más o menos convincentemente, que volveré pronto. Aunque no me lo creo demasiado. Sé que a veces me miento un poco.
En la tarde aún gris y barrosa del pueblo, todo toma un matiz diferente, como si se tratará de un paisaje querido. Pero las cosas (y las gentes) queridas están un poco más lejos, fuera del alcance de mi vista. De ellas pude despedirme sin decir adiós, ni hasta pronto ni hasta nunca. Síntomas de una nostalgia que se asoma antes de tiempo y quien sabe si logrará hacerse carne en algún momento.
Cambian las circunstancias, cambian las reglas del juego. Quien menos se haya enamorado de sus sueños será el que menos sufra por los futuros imaginados que ya no serán. Y será también quien más dispuesto esté a encarar el presente en el presente.
Una pregunta específica
En mi sueño, la Estación Central esta vacía y en cada dársena descansa un autobús. Son cientos. Tal vez son miles. Yo voy con el pasaje en mano y el equipaje al hombro buscando el sector anunciado para mi partida. Como tantas veces.
Encuentro el coche cuya leyenda anuncia mi destino. Chequeo la hora. Y es la hora correcta.
Me acerco al chofer que está parado junto a la puerta, como sí fuera una esfinge, la mismísima Esfinge de Tebas. Ahí es cuando el sueño se vuelve decididamente más extraño.
Yo le entrego mi boleto, inclino la cabeza como queriendo insinuar un saludo, y me dispongo a subir.
– ¿Quién sos? – pregunta. Y me descoloca. Muchas veces hice viajes similares y nunca me preguntaron quien era. Lo habitual es que pregunten donde vas…
– Regina Daichman – contesto, sin entender aún del todo la situación, tratando de imaginar algún cambio administrativo o de seguridad, que de todas formas no justifica el tono.
– ¿Quién sos? – repite, y yo busco a tientas en mi mochila alguna identificación. Me parece ridículo que no le baste mi palabra, pero no me espanto. Burocracia.
– Soy yo – digo, mostrando con desgana el plástico con mi foto, mi nombre y otros datos menos relevantes.
– ¿Quién sos? – insiste nuevamente. Su voz no se inmuta y sigue su mirada vacía mirándome como ciega, sin verme.
– Soy yo, Regina Daichman – le respondo, queriendo dar por terminado ya éste interrogatorio filosófico de trasnoche.
– Y, disculpe ud, pero cualquier otra respuesta que le dé, será menos específica que esta – agrego, después de dudar un instante. Me sonrío ante la simple idea de haber dudado un instante sobre mí misma, de haber buscado una respuesta distinta, aunque la pregunta fuera la misma una y otra vez.
Recién entonces el chofer – esfinge me libera el paso, puedo subir, buscar mi asiento, dormirme. Y despertar.
Paradoja
El infierno no son los otros
Compré mi pasaje y la única boletería del lugar cerró su ventanilla tras darme mis dos moneditas de vuelto. La estación del tren está desierta en esta fresca medianoche de otoño.
El ambiente es más que propicio. Es inevitable: llegan aunque nos las llame. Primero las palabras sueltas, luego las ideas, después las imágenes.
Esta noche será, sin duda, una noche de sueños infernales.
Esta noche tengo cita con mis demonios personales
Me sonrío. No les temo. Ya hace tiempo que no les temo. Mis demonios son sangre de mi sangre imaginaria.
Son violentos, desagradables, impiadosos. Impulsivos, desprejuiciados e irónicos. Pero a su manera, bien podría decirse que son gente de palabra. Y tenemos un trato; día a día, ellos devoran y digieren todo lo que me hace mal y me los devuelven en forma de razonamientos forzados y mala poesía; yo los protejo de las fuerzas inquisidoras de la moral y las buenas costumbres, de los predicadores de turno, los psicólogos y las pastillas.
Yo los dejo existir en sus penumbras. Ellos me dejan vivir mi vida.
Las clausulas son simples, son pocas y son justas: ellos no asomaran sus narices de este lado de universo si hay gente cerca; yo, de vez en cuando, desapareceré para todo y para todos por un día y dejaré que ellos hagan con mi mente y con mi alma lo que quieran, lo que puedan. Sus quince minutos al sol. Cualquier condenado los merece.
Con el tiempo, mis demonios y yo hemos desarrollado una relación simbiótica: ellos me muestran lo que solo puedo ver a través de sus ojos: yo de vez en cuando escribo, a mi manera, sus historias.
Mis demonios, dulces ángeles de la guarda caídos en desgracia. Atormentados, negados y solos. Condenados y confinados por mi misma y sin embargo, amantes fieles como pocos.
Dicen que dicen que el infierno son los otros. Yo prefiero creer que no. No podría ser quien soy sin ellos.
Sensaciones…
Una noche de viernes, en una sala de la ciudad, una muchacha toca la guitarra.
Una sala ni grande ni pequeña. Una muchacha amiga de una amiga de una amiga.
A los presentes, esa mujer y esa guitarra nos quitan las palabras y el aliento. No exagero. Yo apenas si respiro, suavecito, lo mínimo, lo indispensable. También la gente a mi alrededor. Los observo. Casi se podría decir que respiramos al unísono, por pura obligación vital.
En un dejo de sana envidia y reflexiva admiración, me pregunto si podría yo alguna vez crear algo, ofrecer algo, tan así, de un virtuosismo tal.
Un amigo me recomendaría relajarme, sentir y disfrutar. No puedo. Lo disfruto, pero no puedo evitar buscar las palabras para describirlo, las palabras que me ayuden luego a no olvidar el momento. Las sensaciones del momento. Aún sabiendo que serán siempre insuficientes, parciales, subjetivas. No importa.
Por un instante, está todo ahí.
La pasión de la mujer por lo que hace y el respeto por las melodías que interpreta. Toda la simplicidad y la complejidad en la sincronía con que sus manos hacen temblar las cuerdas… y que logra esa otra sincronía, entre ella, su instrumento, la música, su público, la sala y el tiempo ese, en que nos roba por unos minutos el alma.
Con la naturalidad de quien habla su lengua materna, sus dedos se mueven expertos en el arte de amarlo todo. Parece que nunca nada que no fuera bello pudiese salir de esas manos. Sé que posiblemente no sea así, pero lo parece.
Entereza, seguridad, sensibilidad, delicadeza y fuerza. Humildad, entrega y orgullo. Perfección y libertad. Transparencia y misterio. Todo parece emanar de cada gesto y de cada nota. Otra vez observo a quienes me rodean. A cada quien le afecta a su manera. Esa es la magia. El poder de sensibilizar, cautivar, inspirar y dejarnos ir …
¿Podré alguna vez acaso lograr algo así? Lo dudo, es cosa de artistas dedicados. Yo no soy artista ni tengo esa constancia. Tampoco la habilidad innata de los virtuosos de nacimiento. ¿Podré alguna vez? No lo sé. Solo una vez sentí en mí algo similar. Un destello fugaz. Y en una situación muy distinta, también de ensueño, muy real, hace ya un tiempo atrás.
El viaje de las palabras
Hay veces en que no se puede viajar.
Son rutas difíciles, demasiado llenas de distancias,
en días en que los días son demasiado cortos
y la vida exige ser vivida dentro de lo planeado.
Esas veces, viajan solo mis palabras.
El objetivo se cumple solo a medias. Y ni siquiera.
No hay estación terminal ni de ningún tipo,
aunque el correo central de cierta forma se le parezca.
A veces, la tecnología brinda este tren expreso,
tan llenos de ceros, de unos y de misterios.
Mis palabras viajan con mas facilidad que mi persona.
Son parte de mí, pero no más que eso.
Ojalá viajaran así también los abrazos, las caricias y los besos.
Otra larga espera
Por esas cosas de la vida, otra espera de varias horas en una de las estaciones que ya son parte de mi rutina. Anochecer de un viernes que cierra de alguna forma una semana agitada. Ya no quiero seguir pensando y pensando, haciendo, deshaciendo, decidiendo, proyectando, calculando y volviendo a empezar.
Un dialogo moderno, vía mensajes de texto. Pequeñas frases de un dialogo sin preguntas ni respuestas. Apenas un par de frases cada hora. Un diálogo sin apuros, un medio que exige pocas palabras y una economía que no esta dispuesta al derroche. Una buena combinación.
Un dialogo sin obligación de ser, casi un juego, con pocas palabras que pueden decir mucho, no solo al que lee, sino también al que escribe. Palabras que dicen lo que dicen, pero también un poco más. Un diálogo que puede morir en cualquier instante, que acorta por un segundo distancias que se jactan de ser importantes.
Tiempos de espera en esta terminal, en esta ciudad, en este día que ya es noche. Bajo la mirada que espera sin más que esperar, todo se transforma: los detalles se hacen más visibles que el conjunto. Y se hace más visible también la trama casi mágica que los vincula.
Por eso no me desesperan los contratiempos que me obligan a quedarme aquí más de lo planeado. Cada espera es, de cierta forma, una potencial revelación, intrascendente y efímera, que vale el tiempo que parece perderse.
Y mientras, voy escribiendo. Más que nada para no distraerme con los asuntos pendientes de la semana cuyos ecos aún resuenan lejanos en algún rincón, ni con los otros asuntos pendientes que aun no están en condiciones de resolverse.
Y mientras voy escribiendo, porque así no olvidaré del todo las otras cosas que no escribo. Como esta tonta algarabía de sentirme inmune al tedio y a la ansiedad que parece acechar en lugares como este. O las inverosímiles asociaciones que va creando la mente mientras las manos escriben, los ojos se pierden en algún punto indefinido, el cuerpo se relaja como si no supiera nada de la incomoda silla que lo sostiene, y el resto de mi se sonríe sin razón aparente.
(Quedan aún dos horas y media)
Fuegos
Quemar todas las naves. Y también quemar todos los bosques de esta isla, hasta que no queden más que cenizas. Y esperar que el bosque vuelva a crecer.
Mientras tanto, habrá tiempo de imaginar un barco nuevo, de maderas nuevas que no hayan conocido la tragedia. Habrá tiempo de diseñarlo y después habrá tiempo de construirlo.
Y llegará el momento, quizás, de navegar otra vez estos mares, éste océano siempre tan igual, siempre tan distinto de sí mismo.
Tiempo habrá, porque el tiempo es de esas cosas que se parecen realmente a aquello que llaman infinito. Todo lo demás, ha de acabarse algún día. Hoy, mañana, en cien años, en mil. Algún día.
Por ahora, es cuestión de quemar las naves. y los bosques (no, no es maldad, solo un gesto de precaución adicional).
Será un fuego digno de verse. Un fuego que se verá desde el mar. Y quien sabe, tal vez se verá desde el otro lado del mar. Es un riesgo que hay que correr.
El cansancio de viajar y viajar se deja sentir, pero el devenir de los acontecimientos, de vez en cuando, se empecina en sorprender.
(el instinto a veces es mas fuerte que la voluntad)
Hay veces que sí…
Hay veces que los cuerpos se desvisten
y se desnuda el alma.
Las caricias son palabras que se entienden,
los besos son caricias que iluminan,
las miradas son besos que besan en alma.
Y las palabras dichas,
una necesidad impostergable,
Y los silencios sacrificados,
una ofrenda de confianza.
Pero hay veces que no.
Veces en que las cosas son lo que son.
Y es suficiente. Más que suficiente.
(Hasta que un día ya no lo es)
De ciudades y monedas (BA- abr/09)
Rumbo a la parada del colectivo, no se puede pensar en nada más que en monedas. Ahora entiendo a que se referían aquellos que le llamaban el vil metal.
Día a día, esta ciudad enorme convierte a cientos de miles, tal vez de millones de habitantes y turistas, en primitivos mendigos de monedas. Paradojicamente, poco importan los billetes en la cartera. Solo si abundan, si sobran, se podrá eludir esta locura sin pesar ni sufrimiento.
En un cálculo no poco maquiavélico, no se compra lo que se necesita o se desea, sino aquello que obligue al otro a entregarnos sus codiciadas y bien guardadas monedas. Todo un tratado de tácticas sutiles y estrategias non sanctas.
Hay tantas opciones, pero no son tantas: la ciudad es demasiado extensa. En la garita, durante la espera, ya nadie habla con nadie. En el colectivo hasta un murmurado «buen día» al chófer parece tan violento, tan fuera de lugar, que se reprime hasta el menor instinto de cortesía y buena educación.
Tantas historias que se cruzan en mil puntos distintos. Historias con sus protagonistas a cuestas, que comparten un mismo camino, aunque más no sea por un rato.
Los cuerpos se verán obligados a rozarse (cuanto menos) y posiblemente tengan entre sí mas contacto físico que con el más íntimo. Levantará cada individuo, en esa nada de espacio que los separa, su coraza mental, la mentira que resguardará su privacidad. No te siento, no te huelo, no te veo. O preferiría no hacerlo.
Por supuesto, hay quienes tienen un buen gesto. Y ven al viejo que se acerca con el bastón. Le ofrecerán el asiento. Querrán, por un instante, que de algo sirva el ejemplo… y volverán a perderse en sí mismos. Agotados porque el viaje aún no termina y será largo. Y ademas ahora viajan parados.
Es una ciudad demasiado extensa esta ciudad. Una ciudad que es como una sirena, que fascina y condena, enamora y traiciona, que atrae y espanta. Una ciudad que estimula y paraliza. Una gran ciudad.
Inmensurable, inaprehensible, y sin embargo vivible, de alguna manera.
Norte o Sur
Una ruta que corre de norte a sur y viceversa.
Una estación al margen de esa ruta.
Una única y sombría boletería.
Dos posibles rumbos a seguir: norte o sur.
Una decisión que tomar, tal vez intrascendente.
Tal vez no.
El destino, a corto plazo, es en realidad el mismo.
Es un circuito circular, sé que es así.
Se supone que es así. En teoría es así.
Y como en el cuento de Caperucita,
uno de los caminos es el más incierto.
Pero esta vez no es el más corto, sino el más largo.
El camino del bosque es en realidad el camino por la selva.
Es esta selva, estas fauces de lobo urbano,
que no muerden la carne sino el alma.
Dentellada que habrá que aguantar,
la decisión no fue tomada a cara o cruz.
Reencuentro
Nos reencontramos esta vez en otra estación. Cada encuentro, con éste fantasma, es en realidad un reencuentro. Será tal vez porque todas las despedidas se saben tal vez definitivas. Tal vez porque cada despedida es un adiós completamente indefinido, sin un dónde ni un cuándo, ni nada que augure un tiempo futuro compartido, aunque más no sea por unas pocas horas.
Será por eso que cada encuentro genera tanta algarabía, tiene ese grado de sorpresa bien recibida. Casi, diría yo, como si se tratará de un pequeñísimo y dómestico milagro.
¿Que decir? Podría verse la cosa desde otro punto de vista completamente distinto. Pero yo lo prefiero así.
Jaque mate
«Jaque», dijo en voz baja, casi con culpa. Se mueve un alfil. Continua la danza.
«Jaque», otra vez, podría ser definitivo, pero no lo es. Un caballo aparece de la nada.
«Jaque», su voz cansada es un reclamo de clemencia. Los peones van dejando el tablero.
«Jaque», esta vez ya es una advertencia. Las opciones se cierran. El amor no todo lo puede.
«Jaque», esboza una sonrisa por vez primera. En un gesto displicente se perdona a la reina.
«Jaque», no quería que fuera así, tan así. Sus ojos dejan ver cierto disfrute en la agonía.
«Jaque», repite intuyendo el final. Todas las chances fueron dadas. Todas.
«Jaque mate», muere el rey. Ya no hay vuelta atrás.
No se puede vivir perdonando ciertas cosas, no se puede jugar siempre a perder.
No solo por el placer de extender la partida un par de movidas más.
No hay saludos ni gestos de cortesía. Pero debería haberlos.
Tal vez simplemente no fue un buen día.
El temblor
Algo como la furia, que no es la furia,
temblando al filo de los colmillos.
¿Dónde duerme la ira que brilla por su ausencia?
¿Dónde se esconde la sed de venganza?
¿Dónde está la tempestad redentora?
¿Y dónde está todo lo demás?
¿Es que acaso es tan grande el abismo?
¿Es que no era, acaso, solamente un paso?
Solo queda el sutil temblor del alma
cuando el temblor de los colmillos se apaga.
Una noche
Hasta las dos de la mañana, el cielo se mantenía límpido.
Muchísimas estrellas, toda la Vía Láctea en su esplendor.
Como suele suceder aquí en el sur cuando no hay ciudades cerca.
Ninguna nube.
El aire más transparente que pueda alguien imaginar;
y la luna tan ausente, como si no hubiera existido jamás;
y una brisa suave y cálida;
y miles de relámpagos, durante horas,
que iluminaban el horizonte sobre el río.
Un espectáculo digno de verse.
Más que eso, un espectáculo digno de vivirse.
Finalmente el viento comenzó a embravecerse.
Se cubrió el cielo de nubes rojas.
Cayó un único rayo.
Y se desató la tormenta perfecta.
Minutos después ya estaba yo bajo techo,
disfrutando el olor de la primera lluvia.
Dispuesta finalmente a dormir un rato.
(la jornada había sin dudas terminado)