Dormir de a uno

Viajar, a veces, significa dormir de a uno por un tiempo.
Porque alguno de los dos viaja tan lejos como para no volver en el día,
o porque viajamos los dos a destinos tan distintos y lejanos.
Por eso, viajar, a veces, significa dormir de a uno por un tiempo.

Dormir de a uno significa, a veces,
la posibilidad de conquistar ambas diagonales en un mismo instante;
dormir en modalidad estrella de mar, abarcando la cama entera.

Dormir de a uno significa, a veces,
descubrir la libertad entre las sábanas, sentir que se duerme entre nubes;
estirarse y retorcerse mil veces, como pez en el agua inmensa del mar.

Dormir de a uno significa también, a veces,
una mano en mi espalada que falta, que es la mano que acaricia;
una pierna derecha que te busca para enroscarse y no te encuentra,
un beso huérfano a las tres de la mañana, otro beso perdido a las seis.

Dormir de a uno significa, a veces,
que no puedo refugiarme en el hueco bajo tu barba,
y ese es, justamente, mi lugar preferido en el mundo,
por lo menos a la hora de despertarme,

Texturas / el viaje de la memoria.

Aún no soy vieja lo que se dice vieja, pero ya estoy por cumplir treinta y siete. Y ya hace más de una década que mis canas no se pueden extirpar una por una, no tan fácilmente al menos, no como cuando tenía dieciocho y las canas recién empezaban a aparecer…

Mi memoria nunca ha sido mala en rasgos generales. Más bien ha sido de calidad inestable.

En la adolescencia tenia una memoria casi prodigiosamente nítida para todo lo que hubiera vivido o estudiado a partir de los diez. Fechas, nombres, situaciones, formulas, imágenes. Todo, incluso las boludeces. Todo, que tal vez era demasiado. Pero la verdad es que la vida por venir me parecía infinita, como la memoria.

En esa misma época en que oficialmente pasaba a ser mayor de edad, la memoria de mi niñez se sumergía en una nebulosa de la que solo recordaba fragmentos robados de la memoria familiar, de las fotos y las anécdotas. O de aquellas cosas que componían el resumen de mi infancia, un compilado de memorias que sabía y repetía de memoria, pero sin estar realmente segura de recordar.

Entre los veinte y los treinta, más o menos, una parte de mi memoria fina se borró a la fuerza, por decirlo de alguna manera, y otra he intentado borrarla a voluntad, por decirlo de alguna forma también. Como si la colección de recuerdos de ese período quedara guardado en stand by: no fueron borrados, pero tampoco pueden ser evocados aún con tanta facilidad. Recuerdo lo hechos, la sucesión de los hechos, pero no los detalles. Y no me preocupa ni me angustia que así sea.

Pero desde entonces, y principalmente en los últimos años, tal vez por la edad y tal vez por las distancias, he redescubierto la memoria de los detalles y sus maravillas. La memoria de las texturas, de las luces, las sombras y los reflejos de mi infancia, pero también de mi presente. Las voces y sus inflexiones, los olores, la cotidianidad que no queda nunca en las anécdotas ni en las fotos, y ni siquiera en la memoria familiar.

Ahora sé que me estoy acercando a la memoria de los viejos, que tanto me admiraba cuando los viejos eran todos los demás. Esa memoria que te deja revivir el pasado de a ratos, que te deja disfrutar de paisajes lejanos con solo cerrar los ojos.

Después, en algún momento, sé que los vaivenes de la memoria serán otros. De momento, me siento con superpoderes recuperados, y eso me tiene feliz.

De emociones lunáticas y estelares

La luna siempre inspira.
Emociona.
Ya sea que se vea enorme en el horizonte
o pequeña en el zenit.
Siempre emociona.
Llena, menguante o creciente.
Siempre nos llega.
Si brilla con todo su esplendor
o si apenas se asoma entre las nubes.
Siempre emociona.
De noche, de día, en cualquier momento.
Blanca, amarilla, naranja o roja.
Siempre es la luna.

Las estrellas, cuando son miles en el cielo,
también emocionan.
Pero a mí, en estos últimos tiempos,
ver solo una estrella,
una sola y única estrella,
una noche cualquiera,
me emociona mucho más.

(no todos los cielos son el mismo cielo, aunque sí lo sean)

Margaritas a los chanchos

Con el alma compungida y el semblante triste de los que están siempre tristes, fue a sentarse en el peñasco desde el que se veía la mitad del mundo. Y mirando el horizonte como quién busca respuestas, se repitió las mismas preguntas que ya se había preguntado mil veces:

¿Por qué alimentar a la Bestia con los mejores frutos de mi huerta?
Si no los pide, no los necesita, ni los aprecia. Ni se digna a probarlos.
Todo lo que le ofrezco, frutos y frutas, se pudre en bandeja de plata.

¿Por qué alimentar a la Bestia con los mejores frutos de mi huerta?
¿Por qué? ¡si con mucho menos le basta!¡incluso con nada!

¿Por qué he de ofrecerle mis mejores lineas y mis más sentidos versos?
¿Por qué? ¡si con mucho menos le basta!¡incluso con nada!

Y en el horizonte que miraba, o tal vez más allá, encontró la respuesta. No le gustó, pero bien sabía que las respuestas no siempre han de gustar. Y de su próxima cosecha, separó lo más hermoso para los que amaba, y también algo, un poco nomas, para la Bestia. Por las dudas. Quién sabe. Tal vez, un día, cambiase de parecer. Esas cosas pasan.  A veces pasan. Al menos, eso dicen.

Lucha Libre

En esta esquina, mis pequeños y queridos demonios de siempre.
Y en la esquina contraria, mis nunca bien ponderados fantasmas.

Yo los reconozco, a todos, aunque cambien sus máscaras.
Aunque cambien sus disfraces, sus nombres y sus tácticas.
Algunos pocos se han retirado y muy pocos se han incorporado.
Pero en general, siempre son los mismos, siempre lo han sido.

Algunos la hacen preferentemente de buenos, los otros de malos.
Pero en realidad, esto no es más que un show bien concertado.
Una coreografía imposible sin la buena voluntad de ambas partes.
Una lucha simbólica, una danza ritual, pero no por eso menos real.

Yo soy quien observa, quien apuesta y quien levanta las apuestas.
Y también soy el relator, el presentador, el arbitro y los jueces.
Soy quien entrena a ambos bandos, quien les da nombre y forma.
También soy el ring donde se lucha, la lona y las cuerdas.
Soy el premio, soy el sudor y soy la sangre que se derrama.

Porque, a pesar de todo, también hay sangre que se derrama.
A veces, no siempre, pero a veces pasa. Un poquito, nada más.

Pantallazos

A veces hay momentos así. Momentos en que lo único que me urge es sentarme en un sillón cualquiera frente al televisor imaginario de mi alma.

Entonces desconecto el cerebro de lo que pasa alrededor y entorno los ojos como para enfocar mejor. Ahí están: ciento veintiún canales a todo color y sonido estereofónico.

Haber, hay de todo: historia,  romance, ciencia ficción y fantasía; mucho de arte, algo de filosofía y hasta esoterismo berreta. También se encontrarán canales de acción y violencia, reductos de tiernas infatiladas y terror para todos los gustos.  No falta algo de pseudo actualidad en forma de noticieros. Y algo, alguito, de porno. Mi alma, mi espíritu, mi «lo que sea», será lo que será, pero está bien surtida.

Sin siquiera un parpadeo, de modo automático, voy haciendo zapping. Como si fuera una frenética carrera, mezcla de ansiedad y hastío, por acabar de revisar los vericuetos y escondrijos de mí misma.

Doy por sabido que no hay nada nuevo que ver. Pero debe haberlo. Y yo prefiero mejor ni enterarme, pero igual me entero. Parece inútil repasar una y otra vez aquello que no puedo no saber. Pero el chiste está en verlo desde afuera, desde mi siempre tan cómodo sillón de espectador premium.  Desde afuera todo se ve distinto, aunque sea lo mismo.

Por ejemplo, aquello que alguna vez se vio como un documental de guerra, hoy aparece en la pantalla de  mi televisor imaginario, como round de lucha libre. Como cuando veíamos Titanes en el Ring. Como la lucha libre de la Arena México. Exactamente así. Una lucha que es mezcla de danza y acrobacias, una lucha donde se lucha, pero no tanto. Una lucha donde hay buenos y malos, pero donde no pueden faltar ni los unos ni los otros. Una lucha que, por histórica, debe ser más o menos pareja, aunque siempre ganen los mismos.

El tic tac.

Cuando los ignoro, mis pequeños demonios se quejan.
Golpean las paredes de su prisión como con furia.
Se quejan como se quejan los que se quejan con razón.

Y los golpes van adoptando un ritmo. Se parecen a latidos.
Sus puños son puños diminutos, y ni dientes tienen, ni garras.
A veces duele un poco, sí; pero se parece más a una molestia.

Como  una piedra en el zapato. Una basurita en el ojo.
Un latido, constante como latido. Suave, rítmico, infinito.
Un tic tac profundo y sordo, y a su vez, ensordecedor.

Autopsia de la libertad.

La libertad. Me preguntan por la libertad. Que si tengo algo escrito sobre la libertad. Y creo recordar que sí. Busco y rebusco en archivos viejos. Y encuentro el texto que buscaba. No era sobre la libertad, sino sobre la soledad. La única referencia a la libertad decía algo así como que la soledad huele a libertad, sabe a libertad, pero que es una mentira más de los sentidos.

Hoy, bastante años después, he de revisar esta relación que se me hacia tan sencilla entonces:

Concepto paradójico si los hay, el concepto de libertad: es una cosa de esas cosas que para mantenerla, hay que hacerse esclavo de ella.

Para mantenerla pura e impoluta, hay que desprenderse de todo. Liberarse de todo. Renunciar a todo. Incluso a la propia libertad de hacer lo que se nos venga en gana.

Renunciar a los vínculos que nos unen o nos atan a otras personas, a otras cosas, a otros proyectos, a otras ideas, porque las responsabilidades conjuntas y los compromisos no nos dejan, obviamente, ser libres.

Para ser libres, para vivir en absoluta libertad, hay que renunciar incluso a los impulsos que nos obligan. A los impulsos que nos hacen sus esclavos, a lo que llamamos «las ansias», como el hambre, la sed, el sueño o el sexo. Incluso al impulso de cagar debemos renunciar, que cuando urge, nos obliga más que ninguno.

Hay también que renunciar a toda la poesía, a toda melodía, a toda imagen. Hay que renunciar a todo arte que agite nuestra imaginación, porque nuestra imaginación ha de ser libre de estímulos externos.

Para ser libres hemos de renunciar al pensamiento, pues el pensamiento que se repite es capaz de volverse compulsiva obsesión, y no hay esclavo mas esclavo de sí mismo que el obsesivo.

Para ser libre hay que librarse de las pasiones, y abandonar los sueños, las expectativas y hasta renunciar a las ganas de ser libres. Hay que librarse de todos los miedos, pero también de toda esperanza, porque ambos nos condicionan, y estar condicionados es lo opuesto a ser libres.

Para ser libres, hemos renunciar a hacer cualquier cosa, pues nadie esta libre de las consecuencias de lo que hace, ni de lo que dice. Y ni siquiera así estaremos libres de eso a lo que unos llaman destino y otros llaman azar.

Para ser libres, completamente libres, debemos morir en la confianza de que no hay absolutamente nada mas allá. Por que si lo hay, estaremos atrapados allí, presos cual el más mísero de los reos, por toda la eternidad. Y eso es mucho, mucho tiempo.

Viéndolo así (y sin duda esto es apenas un análisis muy somero y superficial), no existe la libertad absoluta. Y dirán que es una obviedad, y sí que lo es. Pero incluso a las obviedades conviene de vez en cuando diseccionarlas un poco. Transformarlas en pequeñas obviedades parciales, así como la libertad parece no ser más que un conjunto de especificas libertades parciales.

Yo creo, sinceramente, que de esas libertades parciales e imperfectas, la única libertad que realmente tenemos, la única que debemos defender contra viento y marea, defender con uñas dientes, defender a toda costa, es la de elegir nuestros propios carceleros.

Día de Muertos

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Porque no todos creemos lo mismo.
Porque no todos tenemos religión.
Porque no todos tenemos un dios.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto.

Muertos propios por derecho de sangre.
Muertos ajenos, adoptados como propios.
Muertos con paz, o sin paz, muertos a destiempo.
Pero todos tenemos muertos.
Algún muerto, al menos, para recordar.

Muertos queridos, respetados, admirados.
Y también de los otros, pero siempre propios.
Muertos que duelen y muertos que sanan.
Muertos que nos definen, para bien o para mal.

Muertos que son nuestra historia chiquita.
Pero también nuestra historia con mayúsculas.
Muertos que son la base de nuestra identidad.
Muertos que enseñan, advierten o consuelan.
Muertos que, a veces, también reclaman una mirada.

Por eso, entre otras cosas, importa la memoria.
Por eso importa el ejercicio sano de la memoria.
Y la reconciliación con el misterio que supone la muerte.
Todavía lo único ineludible, lo que a todos nos toca.

Un espectro.

Por su arte de aparecer y desaparecer.
Por su eterno ansia de ser y no ser.
Por su porte altivo de alma en pena.
Por su capacidad de hacer temblar a cualquiera.
Por su deambular que se hace eterno.
Por su don perdido de la ubiquidad.
Por su aire de poeta extraviado.
Por su estigma de antiguo espíritu filosofal.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Traslúcido más que transparente.
No es invisible, pero sabe ocultarse bien.
Insondable en esa niebla que lo define
y lo confunde con esa otra niebla que lo rodea.
Demasiadas vidas vividas en demasiados mundos,
demasiado al mismo tiempo.
Aparenta cuarenta y tantos.
Puede que sean cuarenta y cien.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Con la soga rota siempre al cuello.
Siempre amaneciendo de regreso del más allá.
Enojado, serio, triste, condenado.
Siempre en el filo exacto de no sé qué.
Pero de risa fácil y de risa franca,
intuyo que incluso desde el llanto sepulcral.
Rápido en el tablero que desprecia,
juega siempre a no perder, pero sin nunca ganar.

Por todo esto, este espectro parece un espectro.

Y porque para sí mismo eligió el traje solemne de fantasma gris.
Con los hilos que le ofreció la vida se confeccionó su traje a medida.
Cual guante, piel de fantasma adherida a la piel, y también al alma.
Tiene el raro privilegio de ver siempre un poco más que los demás.

Invocarlo es un ritual largo, monótono y amargo,
pero siempre, absolutamente siempre, vale la pena.
Aunque no sea más que por un rato.

(Que también de a ratos se construyen eternidades)

Excuse moi.

Todos tenemos cosas que nos gustan más que otras. Es obvio, más que obvio. Es natural. Y si tenemos cosas que nos gustan más, necesariamente tenemos cosas que nos gustan menos. Y que existan cosas a las que les tenemos una justificada aversión, es comprensible.

Pero hay cosas a las que se les tiene un rechazo profundo no justificado, inexplicable. Cosas para las que no basta un «no me gusta», ni un «me desagrada profundamente». Cosas a las que no tenemos tiempo ni de juzgar antes de rechazarlas con las vísceras revueltas. Cosas que nos espantan sin que medien las subjetividades de lo ético ni de lo estético.

Sentimiento fóbico, completamente irracional, que nos avergüenza. Que nos humilla. Que nos atormenta. Que deberíamos combatir con todas nuestras fuerzas.Sentimiento que nos hace ser o parecer quienes no somos, quienes no queremos ser. Sentimiento que nos altera, nos paraliza, nos desnaturaliza y nos anula.

Ese sentimiento es el que me provocan las uñas postizas. Lo siento. No puedo evitarlo. Uñas falsas, largas, afiladas, pintadas, decoradas, pegadas sobre otras uñas que si son de verdad. Sepan disculparme quienes las luzcan, si de repente ven que empiezo a temblar. Sepan disculparme si no puedo hablarles, ni prestarle atención a lo que me digan.

Y si de alguna manera intuyen que me estoy aguantando la risa, sepan perdonarme también.

De imágenes, palabras escritas y justificaciones

Una imagen es una imagen. Uno la ve, y ya no puede pretender que no la ha visto. O mejor dicho: sí puede pretender que no la ha visto, pero es un engaño para los demás y uno sigue sabiendo la verdad. Quieras o no, el mensaje en forma de imagen se te metió en el cerebro entre dos parpadeos. Y no te diste ni cuenta de como pasó.

Tal vez uno aprende con los años a ser más analítico en la mirada. Pero ver es como escuchar, como oler, como degustar o sentir en la piel. Con esa capacidad y habilidad nacemos, aunque algunos ( y digo nomas algunos) después desarrollen, cultiven y refinen un poquito más sus sentidos. Pero, en principio, lo único que podemos hacer para no ver lo que esta frente a nosotros, es cerrar los ojos. Y en general siempre es un segundo más tarde de lo que hubiéramos deseado.

Una imagen (sea cual sea), siempre nos llega de la forma menos amable. Alguien la diseño, la dibujó, la pintó, la fotografió, la esculpió, la editó y la liberó en su completa grandeza en un mundo lleno de ojos que ven. Sencilla o compleja, pasará solo formalmente por el cerebro para dar su golpe certero, en una milésima de segundo, allí donde habitan nuestras emociones. Absolutamente figurativo o de lo más abstracto, no importa, el mensaje nunca es del todo claro, y ni siquiera es muy conciso: deja al espectador libre de interpretar, desde sus vísceras primero y desde su mente después, lo que se le venga en gana, aunque no tengas ganas de nada.

Por eso yo prefiero escribir. Aunque las palabras se vean, no se pueden leer todas juntas de una sola mirada, salvo que sean realmente muy pocas. Así, el que empieza a leer puede irse dando cuenta, lentamente, si quiere seguir leyendo o no. Incluso puede decidirse a abandonar la lectura a media palabra. Ahí, escrito, hay un mensaje, una historia, algo que el que escribió quiso transmitir, sin obligar al receptor a recibir. No sé si me explico. Y las palabras quieren decir lo que quieren decir. Algunas tendrán dos o tres significados, pero el sentido de las frases en general será mas bien claro. Bastante claro, al menos.  Primero pasará por tu mente, y luego, ya más o menos digerido, te invadirá el alma. O no.

Por eso yo prefiero escribir. Otros preferirán expresarse de otra forma y todas las formas son válidas, sin duda. Pero esta, hoy, es la mía.

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El mal jardinero (o el jardinero del mal)

Don Aurelio es el encargado del parque junto a nuestra casa. No se llama Aurelio, claro. Podría llamarse también Don Benancio, Don Cipriano o Don Adelfo. Pero Aurelio es un nombre que le va tan bien como cualquier otro. Digamos que le decimos Aurelio por no revelar su nombre verdadero. Pero la verdad es que hubo un día en que supe su nombre, y ese mismo día lo olvidé.

Malhumorado, mas bien bajo y, a simple vista, mal tratado por todas las circunstancias. Como si recién se hubiera bajado de una mala mula, así va por la vida. Quejándose con quien pueda, de lo que sea, siempre que se presente la ocasión. Acusando a los unos y a los otros, por todo lo malo, por todo lo falsamente bueno y por las dudas también. Conspirando entre las hilos del micro universo que es el parque, que ni siquiera es un parque tan grande.

Mal encarado, y mal querido por el barrio, pero con justa razón. Vende su simpatía y su favor a cambio de unas monedas extras, que bien pronto se convierten en cuota quincenal. ¡Y como se resiente si las monedas no llegan!. Abusa de su ínfimo poder a través de tontas venganzas: montones de hojas o toneladas basura se acumulan frente a la casa de su enemigo predilecto de cada semana.

Pero dejando de lado su mal humor, es mal jardinero, se mire por donde se mire. Tan malo que le queda grande el titulo de jardinero. Y también le queda grande el titulo de cuidador. Inclusive el titulo de barrendero. Mal tipo diría yo, aunque no sé como sea el hombre cuando vuelve a su casa.

Pero mal jardinero sin dudas. Y mal tipo, me figuro.

Con su sobrero de paja roída calado hasta las hojas y su uniforme desteñido que lo camufla con el entorno, aparece y desaparece entre los árboles como por arte de magia. Nadie sabe cuando viene o cuando no. Es como un espectro en eterna enemistad con los vecinos, con los pasantes, con los deportistas e incluso hasta con las parejas de enamorados que mal que mal, disfrutan el rato sobre el pasto seco o la tierra pelada.

Cuando hace unos pocos años llegué a estas tierras, intenté hacer las cosas bien. Me presenté con el Don, me ofrecí para ayudarle en algunas cosas, su discurso me dio lástima. Casi que caí en su trampa. Hoy estoy en su lista negra, no lo dudo. Encontramos su marca siniestra en nuestra puerta.

My way (por decirlo de algún modo)

Lineas simples.

Frases cortas y sencillas.

Sin enredos innecesarios.

Solo con los enredos imprescindibles.

Así escribo, en general.

Porque así pienso en general.

Con lineas simples.

Con frases cortas y sencillas.

Sin enredos innecesarios.

Frases que se ordenan y reordenan.

Frases que se desdoblan, se repiten.

Frases que se multiplican.

Que se amontonan en mi mente.

Frases con espíritu de tumulto.

Frases que exigen salir por escrito.

O desbordar de la peor manera.

Frases que amenazan porque pueden.

Pero que se conforman con poco.

Mitad y mitad

No, no tengo doble personalidad.
Lo que tengo es una migraña sideral.

Un dolor que me parte el alma y la cabeza por la mitad.
Justo por la mitad, por mi meridiano cero, mi Greenwich personal.
Un dolor que me corta como quien corta una manzana por la mitad.

Y una mitad duele con todos los dolores.
Media nuca, un ojo, medio cráneo y medio paladar también
Y medio cerebro palpitando, que pugna por escaparse o estallar.
Una mitad exacta de mi ser cree que el último de los días es este día.

Y la otra mitad que se siente de maravillas.
Sin siquiera un mínimo escozor, ni la más leve de las contracturas.
La otra mitad ni se entera, ni cree siquiera en la existencia del dolor.
La otra mitad se siente eufórica de tanta «bienitud», como drogada.

Y yo, que no soy dos, que soy solo una, como cualquiera.
Con conciencia plena y simultanea del infierno y el paraíso intracraneal.
No sé si reír o llorar,  y me aguanto la risa y me aguanto el llanto.

Y me retiro a un lugar oscuro, fresco y silencioso.
Busco casi a ciegas un analgésico o algo que al menos se le parezca.
Quiero, obviamente, que el dolor ceda, se diluya, desaparezca.
Pero también que afloje la dicotomía sensorial.

Porque puede ser interesante de alguna forma, pero agota.

Otro cartel (malaventurado)

Un cartel que decía:

«Malaventurados los que no saben aburrirse en paz,

porque no sabrán como disfrutar el Paraíso cuando les toque»

Lo que mata

Lo que mata no es la humedad.

La humedad cansa, agota, deprime tal vez, pero no mata.

La humedad  hace crecer el musgo. Y el moho.

La humedad enferma, quizás, un poco. Pero no mata.

Casi nunca mata.

La humedad recrudece viejos dolores de huesos y cicatrices.

La humedad humedece.

La humedad, si persiste, moja. O empapa.

Pero lo que mata, lo que de verdad mata, es la ansiedad.

Malabares invisibles

El mimo malabarista hace malabares con pelotas invisibles.

Concentrado su semblante, fija su mirada quién sabe dónde.

(quién sabe donde o quién sabe cuándo).

Las bolas no se ven, nosotros no las vemos, pero claramente se revelan de cristal.

Y en su interior, también invisibles a nuestros ojos, se adivinan pequeños tesoros.

¿Serán trozos de su vida? ¿recuerdos? ¿sueños? ¿ideas sueltas? ¿proyectos? ¿anhelos?

¿Serán indómitos sentimientos por fin dominados? ¿sensaciones? ¿pensamientos?

¿Serán, acaso, sus pequeños demonios encarcelados en bolas de cristal imaginario?

Algo así ha de ser, supongo.

Nunca vi malabarista tan esmerado, ni tan cuidadoso.

Toma las etéreas esferas delicadamente, con suavidad y ternura.

Las arroja, una tras otra, con la segura precisión que da la experiencia.

En su cara de mimo pintado, todo y nada se trasluce en un mismo gesto:

Esperanza, miedo, alegría, orgullo, incertidumbre, amor, respeto.

Y cierta templanza insondable, que me fascina a la distancia.

Deseos Meteorológicos

¡Que sí!

¡Que no!

¡Que caiga un chaparrón!

No, mejor no.

Que no caiga nada.

Ni una sola gota.

O si, que se suelte la lluvia.

De una vez.

De una buena vez.

Pero que se decida este clima loco.

¡Ya mismo!

Migrañas mías.

Imaginen.

Imaginen que la luz, en vez de ser una radiación electromagnética, fuera sólida.

Como millones de agujas microscópicas.

Filosas pero frágiles. Muy filosas, muy frágiles.

Muy calientes.

Y con una inercia infernal.

Que no pudieran atravesar nuestros huesos.

Pero si nuestros ojos.

Y que a través de nuestros ojos llegaran a nuestro cerebro.

Y que allí, atrapadas rebotaran una y otra vez,

Estrellándose una y otra vez contra los huesos de nuestro cráneos.

Partiéndose en mil pedazos cada vez, sin poder detenerse.

Intentando salir por la nuca, por las cienes, por la coronilla.

Y rebotando y multiplicándose cada vez.

Haciendo de nuestro cerebro una masa desecha, palpitante.

Pinchada, cortada, desgarrada.

Una masa inflamada a punto de desbordar por donde sea.

Imaginen algo similar respecto al sonido.

Asi, mas o menos, es como duelen ciertos dolores de cabeza.

Solo la oscuridad absoluta, el silencio absoluto, una paz absoluta pueden calmarla.

Y una toalla bien mojada y fría sobre los ojos y la frente.

Y un par de drogas benditas, por supuesto.

Pirricidades.

Todas las victorias son pírricas.

Si tuviste una guerra.

Si ganaste una batalla.

Si venciste a un enemigo.

Si venciste, aunque sea fácilmente.

Si ganaste, aunque sea sin esfuerzo.

Si triunfaste, aunque sea sin un muerto.

Igual, ya perdiste mucho.

Negociaciones

Pequeños demonios míos, pequeños y bulliciosos.

No demandan más que aquello estipulado en el contrato.

Reclaman sus derechos, a cambio de sus bien cumplidas obligaciones.

Y mi obligación no es mucha: yo soy su carcelera.

Alimento no les falta:

Se alimentan de mi realidad, y de mis sueños.

Y no les falta espacio vital:

Viven en mi, en cada rincón de mi cuerpo y de mi mente.

Pero igual reclaman.

No la libertad, porque saben que eso es innegociable.

Exigen sus quince minutos semanales a cielo abierto.

Y es verdad que de vez en cuando se me olvidan.

Y por mi propio bien, yo  no debería olvidarme.

Mis pequeños demonios saben que llaga tocar.

Y allí revuelven sus minúsculos deditos infernales.

Ejercen, con precisión y elegancia, la justa presión.

En el lugar justo, de manera suave pero insoportable.

Y no me queda otra opción que disculparme.

Y reconocerle sus méritos, porque los tienen.

Perros

Aquí. Acá.

Un perro negro. Todo negro.

Con un ojo negro. Y otro ojo blanco.

Como allá,

Aquel otro perro que no era negro

Pero tenia, también,  un ojo blanco.

Aqui, en un pequeño parque al pie de los volcanes.

Allá, en un gran parque junto al gran río.

Una y otra vez allí.

Una y otra vez aquí.

Algo tienen los perros callejeros de un ojo blanco.

Algo tienen, que me hace sentir que el mundo es pequeño.

Las arañas

Las arañas que me miran.

Las arañas que me miran desde los huecos de un techo que ya no existe.

Las arañas que me miran desde las grietas de paredes que ya no existen.

Esas arañas, que ya no existen, pero me miran.

Han de ser arañas fantasmas.

Esas arañas que ya no pueden hacerme nada.

Soy para ellas tal vez un fantasma.

Un fantasma durmiendo en una cama que ya no existe.

Ese otro

El hombre en el parque junto a la casa.

Lo veo a lo lejos, desde mi ventana.

Ese hombre parado ahí, como una estatua.

Como una esfinge esperando su respuesta.

Como esforzándose en ser parte del paisaje.

Perdida quien sabe donde la mirada.

(tal vez mira al sudeste; esas cosas pasan)

Inmutable pero también indefinido.

Como un triste fantasma petrificado.

Como una estatua de sal o de niebla.

Tan presente y ausente en un tiempo.

Tan presente, tan pasado y tan futuro.

Tan propio, tan ajeno, tan distante.

(Yo no sé lo que espera, pero lo intuyo)

La estación obscura

Cada persona es un mundo, dicen.

Y cada estación de metro, también.

Tal vez un mundo, tal vez una galaxia.

O tal vez, quien sabe, un universo completo.

Hay muchas estaciones de metro en esta ciudad.

Ciento noventa y cinco, cuentan los que cuentan.

Yo no las conozco todas, puede que sean más.

Yo no las conozco todas, pero conozco varias.

Una, entre todas, es la que nos trae a casa.

Una, entre todas, es la que nos aleja de casa.

Una distinta a todas, la del andén obscuro.

Una que consideramos nuestra, aunque no lo sea.

Con su alta bóveda y su mural interminable.

Con sus paredes negras y su trazo sencillo.

Con sus mendigos lisiados inmutables.

Con sus vendedores de dulces inmutables.

Con su obscuridad inmutable.

El andén de la estación es obscuro.

Como las entrañas de la tierra que lo alojan.

Tiene también sus obscuras paradojas.

Lleva por ícono una brillante luciérnaga.

distancias

Si uno mira a la distancia, los detalles se pierden. Allá a lo lejos se confunde todo en una sola bruma. Basta con encontrar un lugar donde mirar lejos para saberlo.

Pero si uno recuerda a la distancia, maravillosamente, los detalles se vuelven mas nítidos. Mas nítidos que lo que nunca fueron. Palabras, imágenes, olores, sonidos, sensaciones o emociones. Lo que sea. A la distancia se reviven mas vividos que cuando se vivieron, créanme la redundancia.

Y si, hay distancias y distancias. Para la distancia física y la distancia temporal, está teoría vale indefectiblemente. Y si estas distancias se suman, van juntas, los efectos se potencian. Basta con encontrar un lugar y un momento de calma, y cerrar los ojos, para saberlo.

P. D.: para la distancia emocional, esta teoría no verifica. Ahí siempre gana el olvido.

Medio árbol

El árbol está medio muerto. Literalmente.

Medio árbol está indudablemente muerto.

Y la otra mitad está como apestada.

Y sin embargo…

Hace unos días, el durazno dio una flor.

Pequeña y rosada, pálida, casi blanca.

En la rama desnuda, una sola flor.

Brillaba como una luna, como un sol.

Después llegaron otras flores, algunas pocas.

Y algunas tímidas hojas verdes, muy verdes.

Medio árbol sigue irremediablemente muerto.

Pero la otra mitad mantiene viva la esperanza.

Y por esta temporada (al menos)

lo ha salvado del hachazo final.

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Un cartelito que decía…

En el parque que hay junto a la casa, los árboles y los postes se han convertido, como casi todos los de la ciudad, en longilíneos soportes de publicidad. Todo se ofrece, todo se busca.  Desde lo más banal hasta lo más o menos banal. Lo que la demanda demande, lo que la oferta oferte. Lo más básico entre lo más básico del libre mercado. Se ofrecen candidatos de todos colores para todos los puestos; puestos de meseras, lava-lozas y garroteros; cursos de autocad y de peluquería; perros y gatos desparasitados; alquileres varios, servicios para todos los gustos, dulces compañías, tiradas de cartas y menús vegetarianos. Todo se ofrece, ya sea en carteles de imprenta o artesanales escritos a mano, carteles monocromos o de brillantes colores, pequeños y grandes, nuevos y viejos, sanos y rotos. Todos los carteles, todas las ofertas. Tantos, que se vuelven invisibles. Tantos, que el ojo los vuelve invisibles. Es decir, algo se ve feo en el ambiente. Desprolijo. Contaminado. Como un ruido de fondo visual. Pero los carteles ya no se ven. Sé que ustedes entienden a lo que me refiero: esa ceguera selectiva tan típicamente urbana, instintiva si se quiere, que nos hace ver el mundo culposamente menos peor.

Pero incluso cuando vamos sin ver, a veces vemos. Es inevitable.

Y así me pasó. Un cartelito de los que llamaríamos de morondanga, intrascendente, pequeño, en mala fotocopia blanco y negro, que ofrecía algo así como: «Bla bla bla… Despierte su YO interior…. Encuéntrese a sí mismo… más bla bla bla, Descubra su verdadera esencia. Y bla. Y mucho más bla». Como si uno pudiera perderse a sí mismo. O a sí misma. Como si no fuera «sí mismo» siempre, a cada instante. Como si dejara de ser uno mismo cuando, por ejemplo, cae en las contradicciones en que las que siempre evitó caer. Como si uno fuera uno solo en las buenas, y en las malas, mejor no. Como si fuera opcional ser o no ser. Es decir, ser uno mismo o no ser uno mismo. Como si uno no fuera uno mismo cuando no es igual a quien era antes, ni es igual a lo que soñaba antes que sería después. Como si uno tuviera que buscarse a sí mismo, como si solito se hubiera perdido o se lo hubieran robado. Como si al cuerpo lo habitara un ente que es otro y no uno. Como si los «Yo interiores» y los «Yo exteriores» no fueran la misma cosa. Como si fuera posible, aunque sea por un solo instante, no ser uno mismo. Y salir a buscarse como quien se busca el ombligo. Como si acaso alguien no supiera donde esta su propio ombligo. Como quien no supiera donde esta su propia nariz.

Confieso que me sentí tentada, en un arrebato, de arrancar el cartel. Pero no lo hice. Libertad de mercado. Y de expresión, podríamos decir. Respeto a quien se molestó en pegar sus carteles, ofreciéndole a la gente que encuentre su ombligo de una buena vez, por una cantidad no especificada de pesos, que serán menos, proporcionalmente hablando, si se anotan también al seminario de «encuentre su propia nariz, nivel uno y dos». Ahí quedó el dichoso cartelucho, y ya no fue más invisible para mí. Hasta que un día, no hace tanto, alguien lo quitó. Me hubiera gustado saber con que intención.

Linea 7

El sistema de metro de aquí es muy particular.

Las lineas tienen números y colores.

Las estaciones tienen nombre.

Y también dibujito a modo de icono.

Y lo de los iconos esta muy bien.

Bien para los que no saben leer.

Y para los somos analfabetos de pura extranjeridad.

Para los que, nomas por nombrar ejemplos,

tezozomoc, tlahuac, azcapotzalco, mixiuhca

cocuya, iztacalco, apatlaco, aculco, atlalilco,

tlahuac, tlaltenco, zapotitlan, tezonco, tomatlan,

culhuacan, mixicaltzingo, chilpancingo o mixcoac,

nos suenan a puro trabalenguas imposible.

Por eso son buenos los garabatos esos , tan universales.

Te dan una idea, se fijan en la memoria, te ayudan.

Te orden el mapa, te dan seguridad y confianza.

Salvo en la linea siete.

Esa va del Rosario a Barranca del Muerto ida y vuelta.

El icono del Rosario es un rosario, con sus cuentitas y su cruz.

Supongo que allá, saliendo de la estación, habrá una iglesia.

Siempre y en todos lados hay iglesias en esta ciudad.

Barranca del Muerto se identifica con dos zopilotes en vuelo.

O dos buitres.

Nunca llegué a ese extremo de la linea siete.

No sé que habrá bajo el sol saliendo de la estación.

Ni lo quiero saber.

Ni lo quiero imaginar.

Ojos Rojos

Ojos vidriosos, como de quien va a llorar.

O como de quien ha estado llorando mucho.

Multitud de ojos llorosos que no lloran.

Ojos rojos, secos, chiquitos y achicados.

Como de quien a fumado quien sabe qué.

Es la sequía.

También es culpa del “smoke and fog”

Pero smog siempre hay en esta ciudad.

Ciudad de decenas de millones, literalmente.

Pero los ojos rojos están más rojos hoy.

Más rojos que nunca.

Y las miradas, mas perdidas.

Por eso digo que es la sequía.

Por mas celeste que se vea el cielo.

Porque no hay lluvia que lave nada.

Ni el polvo ni esas partículas raras.

Nada.

Es la sequía.

Sequía de invierno.

Sequía que será peor en primavera.

Sequía que seca las plantas y las gentes.

Y lo ojos de las gentes que se irritan.

Y las gentes que se irritan.

Y los ojos que se ponen rojos, como los mocos.

De bitácoras y afines

Me decía un viajador que conocí

que es importante llevar una bitácora de viaje,

un cuaderno de memorias, un registro cotidiano.

Porque tarde o temprano llegará el día, decía él,

en que le preguntemos al destino, a la vida (o a dios)

esa trillada pregunta retórica de la que nadie escapa.

Y en mudo silencio o gritando a viva voz

querremos saber que hacemos hoy aquí

y como es que llegamos a donde estamos.

Entonces, decía el viajador,

 cada palabra de nuestro puño y letra será una respuesta.

Y habremos perdido ciertos placeres que acarrea la ignorancia,

pero habremos ganado mucho más.

Petits demonios of mine…

Mis demonios no tienen más nombre ni apellido que los mios,

reos confinados a las profundidades de mí misma.

Pero tienen sus bien merecidos quince minutos al sol,

una vez a la semana o una vez al mes, según soplen los vientos….

Cumplen con sus obligaciones y gozan de sus derechos.

Se quejan, desconfían y conspiran cuando les doy la palabra.

Y cuando no, guardan silencio, recelosos pero obedientes.

Ven el mundo exterior a través de mis ojos.

Mastican la realidad,  la digieren y la vomitan,

una y otra vez, como si fuera el pan suyo de cada día.

Y no llega a mí más que inofensiva ambrosía predigerida,

como si yo no fuera mas que un pichón de mi misma.

Y así, mis tan dulces y tristes demonios de utilería

cumplen con la principal de entre todas sus funciones:

mantener muy a raya a mis fantasmas.

Escribir es más fácil que pensar

Escribir es más fácil que pensar. Parece ridícula la sentencia. Por supuesto, el pensamiento es innato, irrenunciable. Imprescindible.

Pero yo me refiero al pensar de quien se sienta a pensar como tarea en sí misma.

El pensamiento es demasiado independiente, difícil de conducir, al menos para mí. Divago con asombrosa facilidad. Salto de una idea otra como en un maldito carnaval mental. Voy vislumbrando un camino, una cadena de razonamientos prometedoramente coherente y….¡caballo verde! Me invade una esquizofrénica tropilla de imágenes surgidas al azar, recuerdos que nadie evocó, remiendos que quedan por hacer y cosas que definitivamente había decidido olvidar.

Dirían los especialistas que es falta de concentración. No soy una persona tan distraída. Mas bien creo que es una cuestión de velocidades. ¿Cómo elegir pensar con más cuidado?

Por eso tampoco debería hablar demasiado. Es tan mínima la fracción de segundo entre la idea y el sonido de la voz… Y es algo tan irreversible, que jamás podría poner las manos en el fuego por las palabras pronunciadas por mi propia boca.

Escribir es otra cosa. Básicamente es lo mismo, pero lentificado. Lo pienso, lo escribo, lo leo, lo corrijo, lo leo, lo pienso. Lo dejo para después. Me voy y vuelvo a una idea determinada sin temor de haberla olvidado. Así da gusto. Escribir es pensar con calma.

Incluso cuando lo que escribo otro lo lee en forma casi instantánea (¡maravilla del mundo moderno!), decía, incluso cuando eso ocurre, no puedo renegar de cada tecla presionada con intención y alevosía, ni recurrir al tan típico “¡se me escapó!”, “¡yo no quise decir eso!” y demás frases a las que apelamos cuando queremos justificarnos al haber pensado en voz alta.

A veces, es cierto, me faltan palabras, recursos idiomáticos y/o conocimientos gramaticales, para poder expresarme correctamente.

Muchas veces, también debo admitirlo, no tengo gran cosa para decir y cuando me percato de esto, solo me resta apresurar el punto final.

El gato amarillo

Ahora ya no hay perros en la casa.
Desde hace poco más de un año y después de más de dos décadas.
Por eso, los flacos gatos del barrio se aventuran al jardín.
Uno da tanta pena que lo han medio adoptado.
Quién sabe bien porqué.
Este gato, es un gato amarillo, gato flaco, casi gatito.
Pasa las horas bajo el helecho.
Acepta presuroso la comida y el agua.
Pero no acepta la cercanía.
Si me acerco a siete metros se pone alerta.
Si me acerco un metro más, retrocede.
Se trepa a la pila de ladrillos que hay en el fondo.
Un paso más y se sube al tapial.
Desde ahí me mira ahora que lo miro.
Y me mantiene la mirada.
Yo no sé que pasa por su cabeza de gato amarillo.
Yo no sé que pensará el gato flaco en este momento.
Pero si sé a que conclusión he llegado yo:
Si uno tiene mucho, pero mucho tiempo para viajar,
al final siempre se estará volviendo.
No importa cual sea el lugar.

.

El camino de las ideas

Desde que recuerdo, de muy pequeña, siempre fue así:
de sur a norte y no viceversa.
Tampoco de oeste a este ni al contrario.
Siempre de sur a norte.
Cuando volvía a casa caminando desde el centro.
Generalmente por Corrientes o San Juan.
De vez en cuando por Salta o San Martín.
Pero siempre en ese sentido y en esa dirección.
Las ideas fluían torrentosas, profundas, incontrolables.
Y yo me salía de mí, volaba, veía mas allá de lo evidente.
Y era un extraño placer la ebullición, incluso si había pena.
Pero al llegar al final de la calle, a la última esquina,
inevitablemente tenía que cambiar mi rumbo y doblar
(a la derecha si venía por Corrientes,
a la izquierda si venía por San Juan)
y las ideas se diluían, se apagaban en un instante.
Y las perdía hasta el día siguiente,
en que me tocara volver a caminar
el camino de las ideas importantes.
Ayer me volvió a pasar,
reencontré una idea de hace veinte años atrás.
Vi que se acercaba la esquina fatal,
y centré toda mi voluntad en retener la esencia
por cincuenta metros más. Y funcionó.

Fuego

Una chispa que no es llama, que no es hoguera,
que salta, vuela y se extingue en un solo gesto.
Una chispa etérea, fugaz como una estrella fugaz
que nunca – jamás – concede deseos,
pero los despierta, los incita, los eleva.
Una chispa que es todos los fuegos en su esencia.
Y a la que le basta iluminar un solo instante,
para espantar las sombras y develar el camino.

Los días

Viajes que son parte de otros viajes.
Esperas que son parte de otras esperas.
Y las cosas unas que son también las otras.
Y viceversa.

Viajes y esperas; viajes esperados e inesperados.
Esperas que son un viaje. Esperas que son esperas.
Viajes que son una vida, y esperas que también lo son.

Capítulos de capítulos, que inician y terminan
Y se cierran y se abren; y se cierran y se abren.
Que se superponen y se corresponden.

Capítulos de una misma historia.
Historia que se teje con otras mil historias.
Capítulos que se suceden, y no se repiten.

Cosas que vamos decidiendo, cosas que no.
Cosas que vamos haciendo, cosas que no.
Cosas que son lo que son y lo parecen.

Vida que se va viviendo. De alguna forma.
Vida que se va viviendo. Como siempre.

Días previos

Hay viajes que son así.
No todos, pero sí algunos.
Que empiezan mucho antes de empezar.
Éste será uno de esos.
Un viaje que empezó hace días.
Semanas. Meses. Tal vez hace años.
Empezó y ya está por empezar.
Ya casi, casi…..

El viaje de espera

Esperar viajando.
Esperar el gran viaje viajando.
Por ahi sirve.
La ansiedad.
De alguna forma hay que combatir la ansiedad.
Intentar un simulacro de naturalidad.
Hasta que ya sea inminente.
Hasta que ya no haya mas que hacer.
Hasta que llegue la hora de  abandonarse a la euforia.
Y volar.

La cuenta regresiva

Se acerca el día.
No hay forma de ignorarlo.
Todo el fuego.
Todo lo que es, lo que fue y lo que será.
Todo se alborota, todo se incendia.
Y todo se exalta y se mezcla.
Las emociones, las ideas.
Los sentimientos, las acciones.
Y cada día que pasa es un día menos.
¿Y después?
Después habrá un después.
Y un después de ese después.
Ignoto como todo futuro, pero imaginable.
Cargado de expectativas presentes y pasadas.
Un futuro que no existe.
Y a la vez, es arcilla blanda en nuestras manos artesanas.

De balances y proyecciones

Cuando un año termina, y el siguiente comienza, suelen faltar doce días para mi cumpleaños. De esos doce días, suelo tomarme diez para hacer mi balance del año que paso, y tratar de visualizar las alternativas del futuro mas inmediato. Y un poco también más allá de la simple inmediatez.

Y si bien es algo que intento  hacer casi cotidianamente, en estos días (en general de agobiante calor y pocas obligaciones) me tomo el tiempo de hacerlo a conciencia. Me tomo el tiempo como para reconocer las trampas que yo misma me tiendo a la hora de evaluar, y me tomo el tiempo de decidir cuales de esas triquiñuelas serán válidas para este año. Si le doy más peso a las cosas buenas que a las malas me lo perdono. Si elijo mirar el medio vaso lleno, simplemente cuido de no olvidarme que es una elección, nada más.

El año que pasó fue lo que fue: difícil pero bueno. El año que empieza llega lleno de incertidumbres y desafíos. Será lo que será. Lo que no va a faltar es buena voluntad.

Plenitud

Hace un tiempo, hablando de deseos presentes y futuros, alguien muy querido me comentaba de sus ansias de plenitud. Yo no sabía bien de que me hablaban. Sabia que significaba la palabra, pero no estaba en mi vocabulario cotidiano, no manejaba el concepto. Y definitivamente, no la ansiaba.

Llegadas fechas como éstas, podía desearle a mis amigos y familiares varias cosas: felicidad, tranquilidad, claridad. Pero no plenitud. La omisión no era un gesto de mala fe. Simplemente no se me ocurría.

Pero una chispa se encendió ese día, con esa conversación.

La plenitud parece ser una sensación, un estado, un objetivo digno de tener en cuenta. Y algo bueno, muy bueno, de reconocer en la vida de la gente que más quiero.

Y así es, justamente, como me gusta imaginar este año que comienza:

¡Que el dos mil diez sea un año pleno, lleno de energía y satisfacciones!

¡Que el dos mil diez sea un buen año, en todo sentido!

REG

Agua

Hacia tiempo que no llovía y en su tierra hacia falta la lluvia.
La sequía, callada, prolongada y violenta en su pasividad,
amenazaba con acabar de una vez y sin embargo, persistía.

Y ellos se sentían capaces de hacer llover.
Improvisaron una danza de la lluvia.
Nada extraño, nada complicado, sin sofisticasiones.
Solo deseo, voluntad, sudor y una fe casi de fantasía.

Danzaron y se desató la tormenta.  Y llovió.
Ellos sonrieron reconociendo la increíble coincidencia.
Ellos sonrieron y descansaron sin dejar de sonreír,
queriendo creer, desde lo mas profundo, que hubo algo más.

 ( Y tal vez lo hubo, tal vez lo hay; aún no deja de llover )

Calor / otra espera.

36 grados. En medio de la nada. El río no bajó aún lo suficiente. No hay viento. No hay electricidad. Casi no hay agua. Y casi no hay aire para respirar. No hay sombra ni sol. Ni hay forma de irse de acá. Los animales jadean. Los humanos esperamos en silencio que llueva pronto. Que llueva ya. Y yo gasto lo que queda de batería en mi celular escribiendo esto. Hay que distraerse de alguna manera. Ya va a cambiar la cosa. En cualquier momento. O al menos, llagará la noche.

Sobre libros, palabras, deseos y olvidos

En el libro en cuestión, que no es un libro cualquiera,
ella le dice que su última orden, su último deseo, será que él la mate.

Dicen algunos que dicen que saben que, efectivamente, la mata.
Otros, que también dicen que saben, opinan que no.
Yo prefiero creer que ella pide que al final la olvide.

Porque olvidar es una forma de matar, y también de morir.
Casi siempre necesaria, muchas veces imprescindible.
Casi nunca deseable, pocas veces posible…

Sueños Recurrentes

Desde mis épocas de estudiante,
puebla mis noches, de tanto en tanto,
un sueño recurrente y alocado;
un mundo de flechas de colores,
donde mandan las nociones más básicas
que estudiábamos cuando estudiábamos Estática.

Acciones, reacciones y resultantes.
Y un equilibrio que busca perpetuarse.
Un mundo, un universo, más que eso;
un millón de vínculos y relaciones,
transmutadas en flechas de colores.

Un sueño recurrente, que no espanta ni seduce.
No esclarece ni confunde.
Y vuelve siempre en tiempos como este.

El momento

A veces parece que ha llegado el momento indicado.
El ahora o nunca, la hora del todo o nada.

El instante crucial en que un gesto, un palabra,
harán realmente la diferencia.

Como si el futuro de todas las cosas, de todo el universo,
dependiese de este mismísimo instante.

Y aunque no sea cierto en absoluto,
aunque no sea más que una sensación,
el temblor que genera la incertidumbre
sacude el alma desde lo más profundo.

Caminos y encrucijadas

Un camino que se abre en dos caminos.
Una bifurcación, casi una encrucijada.
Un caminante que llega hasta allí.
De nada le vale arrojar una moneda al aire.
Las opciones son, como mínimo, cuatro.
Y tal vez mucho mas que cuatro.
Definitivamente no es cuestión a cara o cruz.
Se detiene un segundo, sonríe. Y se consuela.
Lo sabe desde siempre, aunque recién se de cuenta.
Siempre las opciones han sido mas de dos.
A cada paso, a cada instante, en cada respiro.
Por mas recto y lineal que pareciera el camino.

Todos los caminos

Dicen que todos los caminos conducen a Roma.
Yo recorro caminos, kilómetro a kilómetro.
Ida y vuelta. Más lejos o más cerca. Siempre.
Y no voy a Roma, no me interesa Roma.
Y sin embargo siento (presiento) que me acerco,
mas allá de los circunstanciales destinos,
a lo que bien podría llamarse, mi propia Roma,
que busco y evito, sin saber a ciencia cierta
como es y si habré de reconocerla.
Sin saber, siquiera, si esa Roma existe.